viernes, 6 de noviembre de 2015

Absolutismo y pensamiento grupal

La propensión hacia la corrupción de la autoridad indiscutible y la tendencia a la obnubilación ante la realidad de los grupos demasiado aglutinados son hechos reconocidos por sociólogos y psicólogos. Ambos sesgos han sido estudiados por el mundo académico. El problema de cualquier sociedad empeora cuando los dos fenómenos se conjugan en un mismo escenario.
Hablemos primero del absolutismo. Como ningún gobernante aceptaría que su comportamiento fuera analizado por científicos, los psicólogos sociales Joris Lammers y Adam Galinsky, entre otros, han acudido a estudios con voluntarios que han sido ‘cebados’ como poderosos, esto es, condicionados a la posesión de autoridad artificial categórica durante los experimentos.
Las técnicas de  condicionamiento incluyen, entre muchas, la repetición vigorosa de frases como “yo soy el jefe aquí” o la recordación de circunstancias pasadas en las cuales los participantes tuvieron mando tajante. En Insight II, un taller de motivación al cual este columnista asistió años atrás, los facilitadores utilizaban como música de fondo para estimular la sensación de autoridad el triunfador tema ‘Voy a volar ahora´ (Gonna Fly Now) de la película Rocky´. Cuando sonaba Gonna Fly Now´ los asistentes nos sentíamos, debo confesarlo, empoderados´ para la ejecución inmediata de las actuaciones asignadas.
En uno de los ‘juegos’ de los doctores Lammers y Galinsky, los participantes calificaron el comportamiento propio o el de terceros con base en una escala ética de uno (totalmente inmoral) a nueve (completamente aceptable). Los resultados de la prueba mostraron no sólo influencia negativa del poder en la conducta ética sino que los dueños de la autoridad, además de hacer más trampas, tienden a juzgar a los otros con una vara moral más estricta que aquella con la cual ellos se miden.
Los débiles -los ‘descondicionados’-, en contraposición, engañaron menos y utilizaron métricas similares tanto para juzgarse ellos mismos como para calificar a los poderosos. Según el doctor Galinsky, el poder inclina a quienes lo tienen al rompimiento o interpretación libre de las reglas vigentes como, por ejemplo, manipulando evidencias para adaptarlas a sus propósitos.
El segundo daño alrededor del liderazgo excesivo proviene del mal llamado ‘pensamiento grupal’ (groupthink en inglés), un vicio social, así su denominación suene positiva. El pensamiento grupal es una manera anómala de actuar en la cual los miembros de un conjunto, buscando mantener unanimidad, tienden a cerrar sus ojos ante realidades inobjetables y a ignorar caminos razonables de acción. Los grupos cohesivos de apoyo que siempre aparecen alrededor de los poderosos -los devotos de la causa, los fieles servidores del líder, los beneficiarios del sistema autocrático- son especialmente proclives a este comportamiento.
En los años setenta el psicólogo norteamericano Irving Janis documentó detalladamente las causas y los síntomas del pensamiento grupal. Entre las causas están la homogeneidad del grupo (política, social, religiosa…), el aislamiento espontáneo o provocado de fuentes externas de información y, el tema de esta nota, el liderazgo autoritario de quien ejerce el mando. Los síntomas incluyen la creencia ciega en la moralidad del grupo, la descalificación indiscriminada de quienes no pertenecen a él, la presión para ‘enderezar’ a los desleales, y la censura a las ideas que se desvían del consenso.
El estudio científico detallado de los perjuicios del pensamiento grupal está restringido por las dificultades implícitas en la medición de factores subjetivos. No obstante, el impacto perjudicial del pensamiento grupal es evidente y los ejemplos abundan. Dos fiascos contemporáneos sobresalientes, originados en el pensamiento grupal, son la invasión norteamericana a Irak sin pruebas contundentes que la justificaran y la concentración de la investigación de la física moderna durante las últimas tres décadas en la denominada Teoría de las Cuerdas, un campo con futuro cuestionable.
Es pues evidente que un dirigente fuerte y un séquito incondicional ocasionan daños mayores a cualquier sociedad o grupo. Los dueños del poder que manipulen hábilmente a sus dirigidos para ganar su lealtad, para ‘agruparlos’ diría el doctor Janis, resultan funestos en cualesquiera circunstancias. Nada puede ser tan nocivo socialmente como una corrupción con respaldo mayoritario.
Por esta razón las reelecciones de gobernantes autoritarios con elevado capital electoral, sea este legítimo o negociado, son tan inconvenientes como riesgosas. Tales reelecciones, de moda en la Latinoamérica del siglo XXI -unas de personas, otras de dinastías- están ya mostrando sus consecuencias lamentables en esta región.
Gustavo Estrada
Autor de ‘Hacia el Buda desde el occidente’
http://www.harmonypresent.com/Armonia-interior

domingo, 25 de octubre de 2015

Sonidos y silencios

Hay momentos cuando queremos concentrarnos en algo -leer un texto, escuchar una presentación, efectuar una tarea cuidadosa- y, sin darnos cuenta, nuestra mente se nos vuela en otra dirección. Nos enviamos entonces mensajes de apoyo ¡estoy atento!, ¡no puedo divagar!, ¡ánimo! pero pronto vuelven, juegan y ganan las distracciones. Nuestro cerebro carece de módulos que ordenen la concentración mental, como sí los tiene y utiliza para iniciar cosas más sencillas como hacer una llamada telefónica o salir a almorzar.
Concentrarnos es inhibir señales perturbadoras; distraernos es rendirnos a ellas. La concentración no resulta de la excitación de circuitos nerviosos para que nos mantengan atentos en la tarea de turno sino de la inhibición de las señales distractoras disparadas al azar por nuestros condicionamientos mentales -las preferencias y antipatías que nos han sembrado los medios y la cultura-. Los mecanismos neuronales que comandan acciones se conocen como circuitos excitadores; aquellos que suspenden tareas se denominan circuitos inhibidores. Estos son tan importantes como aquellos y el balance entre ambos es fundamental en nuestro desempeño.  
¿Existen ejercicios para mejorar la concentración? Sí y ayudan: Practicar hatha yoga, mantenerse quieto por largo rato, detectar diferencias entre dos dibujos... Por el diseño mismo de su práctica, sin embargo, la meditación de atención total es la mejor forma para desarrollar nuestra concentración.
Una vez inmóvil, callado, con boca y ojos cerrados, el meditador deja sin oficio, por el tiempo que dure la práctica, a una amplia variedad de circuitos cerebrales: los ‘motrices´, ‘los parlanchines´, los ‘glotones´ y los ‘mirones´; ‘dejar sin oficio’ es inhibirlos. Por ejemplo, con solo cerrar los ojos silenciamos la quinta parte de nuestras neuronas, pues la visión es una de las funciones más demandantes de cerebro.
El lector puede formarse una idea somera del funcionamiento de los mecanismos inhibitorios sosteniendo su atención por unos segundos en el contacto de alguna parte de su piel con la ropa, o de su cuerpo con la silla donde está sentado. Con la práctica y el tiempo, el interesado detectará señales mucho más sutiles que las de puro contacto.
En los movimientos de la atención hacia distintas partes del cuerpo y en la percepción de sensaciones comúnmente ignoradas, el meditador ejercita sus circuitos inhibidores, llevándolos a que se enciendan y se apaguen durante la práctica. Esta técnica de activar y desactivar circuitos neuronales es equivalente a la de tensionar y soltar tendones y fibras musculares durante un ejercicio físico.
Los mecanismos inhibitorios son los encargados de mantener la consciencia libre de la información irrelevante que la desvía de la culminación exitosa de la tarea del momento. El ejercicio continuado de estos mecanismos conlleva un incremento sustancial de nuestra facultad de concentración.
¿Conducen a mejoras similares otras formas de meditación? Sí, aunque en menor escala. Con el ejercicio continuado de la atención total, el meditador alcanza, sin buscarlo, un estado de placentero silencio. No ocurre así con otros enfoques que apaciguan la mente con artificios caprichosos. Por ejemplo, hay prácticas que incluyen la repetición, verbal o mental, de mantras o palabras ‘sagradas´ que perturban inevitablemente el silencio mental puro. En la meditación de atención total no hay cánticos, esencias, dibujos o sonidos… Hasta la palabra ‘silencio’, cuando la pronunciamos, produce ruido.   
“En toda interpretación”, le escuché decir a un guitarrista magistral, “los sonidos son tan importantes como los silencios”. Ocurre igual con nuestra actividad cerebral. Agregaba este virtuoso que durante los ensayos su atención siempre la enfoca tanto en las notas como en las pausas -los sonidos y los silencios-. Nuestra acelerada rutina diaria nos impide escuchar las algarabías de nuestra mente y menos aún prestarle atención a sus poco frecuentes sosiegos.
La atención total, mindfulness, es la observación permanente de los sonidos y los silencios en nuestra cabeza. La meditación de atención total, a su vez, es el ejercicio de los circuitos inhibitorios para que, una vez fortalecidos, detengan los ruidos innecesarios. La concentración se vuelve entonces una actividad natural y espontánea que no requiere de fuerza de voluntad.   
Gustavo Estrada
Autor de ‘Hacia el Buda desde el occidente’
http://www.harmonypresent.com/Armonia-interior

domingo, 11 de octubre de 2015

¿Podría un robot meditar?

La meditación de la atención total es un ejercicio de concentración durante el cual el practicante vigila desinteresada, imparcial y cuidadosamente algunas funciones orgánicas como la respiración, las sensaciones o los estados mentales.  Un robot ‘moderno´ es una máquina computarizada que puede hacer autónomamente el trabajo de una persona.      
La palabra ‘robot’, acuñada por Isaac Asimov en 1941, fue del dominio exclusivo de la fantasía hasta hace pocas décadas. Sin embargo, con los adelantos científicos, las máquinas inteligentes invadieron todos los campos de la actividad humana y están ahora ejecutando tareas jamás antes soñadas. ¿Podrían los robots avanzados meditar?       
Tres décadas atrás el término ‘robot’’ me traía inmediatamente a la cabeza a R2-D2, el simpático autómata de ‘La guerra de las galaxias’; ahora la misma palabra pronto la asocio con el automóvil sin conductor de Google. Cuando veo los videos que hay en la red sobre este equipo, debo pellizcarme para asimilar que, a diferencia de R2-D2, el carro Google no es ciencia ficción y que será de uso común en menos de una década. Por ello utilizo sus características para discutir el tema de esta nota.      
Según Sridhar Lakshmanan, un experto en coches autónomos, un vehículo realmente autónomo necesita tres componentes: (1) un sistema de posicionamiento global (GPS en inglés), (2) un sistema de reconocimiento de los alrededores del carro, y (3) un súper-software que, integrando las funciones anteriores, coordina la ejecución de las labores equivalentes que haría un chofer.      
Con su teléfono, para comenzar, el pasajero le informa al carro su destino. El componente 1, el GPS, ubica la localización actual y, con una tecnología de imágenes satelitales existente desde hace rato, planea la ruta solicitada. Una vez ubicados inicio y punto final,  el componente 2, un conjunto de radares, cámaras y láseres, entra en acción para monitorear los 360 grados alrededor del coche durante todo el recorrido.      
 El sistema de reconocimiento ejerce una ‘atención total’ de proporciones mayores a las que podría lograr un ser humano. El componente 2 no se descuida un segundo y, por los cuatro lados del vehículo, identifica sin cesar todo lo que se mueve (carros, ciclistas, personas, obreros en la vía…) y todo lo que está quieto (coches parqueados, semáforos, señales, postes…). El súper-software es el componente 3 que propiamente reemplaza al chofer incluyendo, al final de la ruta, su recomendación verbal para que el pasajero no olvide sus pertenencias.      
¿Podría el carro de Google meditar? Aquí es necesario aclarar la palabra ‘meditación’ pues este ejercicio tiene muchas variaciones.  Es obvio que semejante máquina tan sofisticada bien podría hacernos creer que está meditando con una de las tantas aproximaciones existentes, sea repitiendo mantras ‘potentes’, contando los granos de un rosario (mala), ocupándose en descifrar paradojas impenetrables (koans), o coreando cánticos sagrados en sánscrito.      
No obstante, como un aparato electrónico no funciona con señales nerviosas y carece de funciones orgánicas (respiración, sensaciones, estados mentales…) para focalizarse en ellas, lo máximo que los carros Google podrían hacer a fin de convencernos de que están practicando meditación de atención total sería quedarse quietos, con sus radares, láseres y cámaras fuera de servicio. Un observador desprevenido no se imaginaría que el aparato está meditando sino que está apagado.      
La pregunta de la nota y su respuesta son ambas ingenuas: Un  robot jamás logrará hacernos creer que está practicando meditación, de cualquier tipo, y menos de atención total. Hay que resaltar, sin embargo, que los robots, a no ser que estén dañados, nunca se distraen y, en consecuencia, cualquier ejercicio para mejorar su capacidad de concentración carece de sentido y les sobra.      
En el momento mismo que un automóvil Google se descuide, ocurrirá un accidente; el equipo en acción siempre tiene que permanecer atento y ‘consciente’: O está concentrado trabajando o está apagado descansando. Somos los humanos -no los robots- quienes, por la volatilidad de nuestra cabeza, sí necesitamos practicar meditación de atención total, esperando que la concentración en nuestras actividades mejore, como está comprobado que en realidad ocurre. Paralelizando de alguna forma con los carros Google, los humanos siempre deberíamos estar conscientes (esto es concentrados) o dormidos (esto es apagados). La meditación de atención total nos ayuda para hacer bien ambas cosas.      
Gustavo Estrada
Autor de ‘Hacia el Buda desde el occidente’
http://www.harmonypresent.com/Armonia-interior

domingo, 20 de septiembre de 2015

Fanatismo y ecuanimidad

En junio pasado el gobierno de Libia anunció que Mokhtarcon  Belmokhtar, iniciador del grupo islamista Al-Murabitoun y cerebro de la toma de una planta de gas en In Amenas, Argelia, había sido ultimado con otros seis terroristas. El asalto a la planta de gas, que ocurrió hace ya más de dos años, condujo a la muerte de 38 extranjeros, entre ellos mi hijo Carlos, quienes allí trabajaban o se encontraban visitando las instalaciones. ¿Sentí complacencia cuando supe de la caída del malvado terrorista? No fue así.
La muerte de Belmokhtar no pudo ser confirmada y, desde el comienzo, Al Qaeda negó la noticia; las pruebas de reconocimiento no lograron identificar  su cuerpo entre los siete cadáveres. La búsqueda del asesino está activa y todo indica que aún continúa delinquiendo. ¿Me sacó de casillas la negación de la noticia inicial? Tampoco.
El dolor en la desaparición de mi muchacho es inconmensurable y me acompañará hasta el final de mis días. Mi indiferencia ante la suerte del criminal, sin embargo, no me permite ufanarme de ecuánime; la evasión o la eliminación de ese bandido no alteran de forma alguna mi aflicción aunque, por supuesto, sí es importante que haya justicia. Mi gran frustración no está asociada con un nombre ingrato ocasional sino con la siniestra y continuada estupidez de los fanatismos de cualquier índole, sean estos religiosos, políticos o raciales. Las atrocidades de los fanáticos no paran de generar despiadado sufrimiento a millones de seres humanos.
Hay poca diferencia entre la violencia proveniente de un credo religioso, un dogma político o una segregación racial. ¡Horror de horrores cuando las tres cosas se juntan! En todos los casos, el terrorismo y la violación de los más elementales derechos se convierten pronto en herramientas apropiadas de lucha. Y, cuando los dirigentes fanáticos son los dueños del poder en cualquier sociedad, las tragedias llegan a excesos absurdos.
Los extremistas de la religión musulmana, el lamentable ejemplo del momento, quieren imponer a cualquier costo sus creencias metafísicas de forma similar a cómo pretendieron hacerlo muchos regímenes cristianos y católicos hasta no hace mucho tiempo. Esta tendencia es intrínseca a todos los credos. Hasta las sabias enseñanzas del Buda, cuando sus seguidores las vuelven religión o política, conducen a las persecuciones que están padeciendo los musulmanes rohinyá en Myanmar occidental y los tamiles en Sri Lanka.
La bien intencionada justicia social de la izquierda socialista llevó a los horrores soviéticos y chinos, y a los innumerables actos de terrorismo que han ocurrido y siguen repitiéndose gracias al populismo promovido por demagogos corruptos y ególatras, solo interesados en enriquecerse y en imponer modelos reconocidos como inservibles. Y la supuesta superioridad de la raza ‘aria’, ejemplo macabro de tragedia, condujo a las barbaridades nazis.
Los creyentes de una religión, los seguidores de una doctrina política o los supremacistas de un grupo racial se enorgullecen de sus posturas, ilusorias e irracionales; no obstante, casi todos estos alienados se autocalifican de imparciales: “Yo no soy fanático y respeto el pensamiento de los demás”. ¿Cuántos de estos supuestos tolerantes aceptarían con sinceridad que su religión puede no ser verdadera, que su doctrina puede estar errada o que su raza no es genéticamente superior? Quien no logre abrir su mente a la eventual falsedad de sus opiniones sesgadas, lleva semillas de violencia en su corazón. Por desgracia, cuando se trata de respaldar una causa ‘justa’ y ‘cierta’, muchísimas de estas semillas siniestras en algún momento germinan.        
Bien dijo Steven Weinberg, Premio Nobel de Física 1979: “Con o sin religión siempre habrá gente buena haciendo cosas buenas y gente mala gente haciendo cosas malas. Pero para que la gente buena haga cosas malas se necesita que haya religión”. O creencias políticas, o hipótesis raciales, agrego yo. 
No, la desaparición de Mokhtar Belmokhtar no disminuye mi tristeza de padre ni tampoco su supervivencia la aumenta. En cambio, la presencia permanente del fanatismo en cualquiera de sus múltiples expresiones, asesinando inocentes a nombre de causas etéreas o absurdas, sí hace más agudo mi dolor. Siendo intransigente ante el fanatismo, como este columnista, ¿es posible disfrutar de ecuanimidad? No estoy seguro. Responda cada cual la pregunta.
Gustavo Estrada
Autor de ‘Hacia el Buda desde el occidente’
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lunes, 14 de septiembre de 2015

La consciencia: el misterio primario

A pesar de las incontables leyes de la física, la química y la biología que la ciencia ha descubierto y de los avances extraordinarios que se han logrado con la aplicación práctica de tales leyes, los investigadores están lejísimos de quedarse cortos de enigmas por resolver. Aún desconocemos si existen o no otros universos, como lo sugiere la teoría de las cuerdas; no nos imaginamos cómo fue la primera molécula que se replicó por sí sola para abrirle la puerta a la vida hace casi cuatro mil millones de años; ni tampoco tenemos idea de qué son la materia o la energía oscuras que juntas e invisibles representan el noventa y cinco por ciento del contenido del universo conocido.             
Sin restarle importancia alguna a semejantes incógnitas, remotas del diario vivir, el gran misterio primario, sin embargo, está bien cerca de nuestros ojos, más exactamente detrás de ellos. ¿Cómo crean las neuronas la consciencia en nuestro cerebro? ¿Cómo surge el sentido de identidad,  crece en la temprana infancia, se estabiliza después por unos cuantos años, declina en la tercera edad y se extingue cuando el cuerpo expira?                           
La consciencia nos provee una convicción irrefutable e íntima de un ‘yo’ que nos traza límites y nos diferencia de los demás. Al igual que todas las características de la vida humana, la consciencia y todos los enlaces y porciones orgánicos asociados con su funcionamiento son fruto de la evolución por selección natural en procesos secuenciales que tardaron millones de años. No obstante, poco sabemos más allá de esta descripción.    
El surgimiento del sentido de identidad es la recompensa de la evolución a la 'memorización' genética de los eventos que beneficiaron la supervivencia de nuestros primitivos antecesores. La estabilización de las mutaciones favorables conformó poco a poco la codificación genética de la consciencia, aunque todavía no sabemos cuáles son los genes involucrados ni cómo estos generan los mensajes cerebrales que nos hacen sentir ‘individuos’.             
Las explicaciones detalladas del surgimiento de la consciencia en nuestros antepasados remotos están apenas un poco menos recónditas que en 1858 cuando por primera vez el naturalista Charles Darwin y el antropólogo Alfred Wallace postularon públicamente la teoría de la evolución de las especies por selección natural.             
Wallace era espiritualista y pasó sus últimos años intentando comunicarse con los muertos. Dentro de este marco metafísico, Wallace llegó a dudar de su intuición ‘materialista’ genial (en su época no existían las palabras ‘neurona’, ‘gen’ o ‘byte’) y expresó en algún momento que la selección natural era insuficiente para explicar la evolución de la consciencia. “Espero que usted no haya matado completamente su propio niño y el mío”, le escribió con preocupación Darwin. Para fortuna de la ciencia, así no ocurrió.             
La inicial carencia de explicaciones para la consciencia parece estarse moviendo en los últimos años hacia el otro extremo. Ahora la abundancia de hipótesis podría crear confusión antes de llegar a una teoría definitiva, y el otorgamiento del Nobel correspondiente, sea en física, química o medicina, podría demorarse varias décadas.              
Veamos dos ejemplos que están haciendo ruido científico. Bernard Baars, neurocientífico del Instituto de Neurociencias en La Jolla, California, asimila la consciencia a la memoria de un computador que conserva los datos de las experiencias después de haberlas vivido. Según esta teoría, el pensamiento, la planeación y la percepción son generados por algoritmos adaptativos biológicos.             
El cosmólogo Max Tegmark del Instituto Tecnológico de Massachusetts, por su parte, sugiere que la consciencia es un estado de la materia y  surge de un conjunto particular de condiciones matemáticas. Según el doctor Tegmark, hay diversos grados de consciencia, al igual que existen diferentes estados para el agua: vapor, líquido o hielo.             
La consciencia es, sin duda alguna, el misterio primario y no solo porque todos la experimentemos patentemente. Para que un problema sea reconocido como tal debe haber alguien que lo identifique y lo quiera resolver. Si nadie tuviera consciencia, esto es, si no hubiera seres humanos conscientes y curiosos, pues no habría ni explorador ni zona por explorar. Y ningún fenómeno sería enigma  si no hubiera alguien que lo quisiera resolver. Porque tenemos el privilegio de tener consciencia, así no la comprendamos, existen todos los demás misterios.             
Gustavo Estrada
Autor de ‘Hacia el Buda desde el occidente’
www.harmonypresent.com/armonia-interior

viernes, 4 de septiembre de 2015

Ahora Les Luthiers son solo cuatro

Cuando hace muchos años, para una navidad, íbamos hacia una concurrida fiesta en mi tierra natal, mis hijos, de diez, trece y dieciséis años en aquel entonces, comenzaron a rochelear con una ‘zarzuela náutica’ que, como ellos bien sabían, me divertía mucho:  “Hola marineros decidnos qué hacéis, por qué lucháis y por quién navegáis”. Tres minutos más tarde, al notar que no paraban de cantar, recitar y reír, les pregunté: “¿Ustedes se saben el texto completo de “Las majas del bergantín”? ¿Podrían actuarla en la reunión? Ambas respuestas fueron afirmativas.
Esa noche, sin acompañamiento musical o arreglo teatral alguno, mis muchachos hicieron reír a carcajadas a la admirada audiencia, en una función espectacular (desde mi punto de vista paternal, ciertamente parcializado). Pocos en mi pueblo tenían entonces noción de quiénes eran ‘Les Luthiers’, el extraordinario conjunto argentino, autor e intérprete de la divertida opereta.  El reciente fallecimiento de Daniel Rabinovich, integrante del grupo desde cuando apareció en 1967, trajo a mi mente esta grata memoria familiar.
Desde sus primeras presentaciones, con sus libretos, su actuación, su música, sus extraños instrumentos y su ‘seriedad’, Les Luthiers comenzaron a agregarle ingredientes al humor en español que los convirtieron pronto en fenómeno cultural. Ellos mezclan magistralmente solemnidad (siempre actúan de smoking) y compostura (jamás utilizan vocabulario vulgar en sus diálogos) con el humor más sensato, inofensivo y original que pueda concebirse.
En la mayoría de los chistes corrientes el arrogante frecuentemente menosprecia al humilde, el educado ridiculiza al ignorante, el adinerado desdeña al pobre…  Casi siempre ha sido así. Muchos pensadores anteriores al siglo XX fueron mordaces con el humor. Para algunos filósofos de la Grecia antigua, en la comicidad predomina la burla sobre el ingenio.  Platón sostuvo que “nuestra risa expresa sentimientos de superioridad sobre otras personas”. Y siglos después Descartes consideró que la risa era una simple manifestación del sarcasmo y el ridículo. Demasiadas bromas modernas todavía giran exclusivamente alrededor de la prepotencia y la supremacía.
No ocurre así en las obras de Les Luthiers. Si Platón y Descartes hubieran escuchado al grupo argentino habrían apreciado la cara amabilísima de la risa como fenómeno saludable para el individuo y la sociedad. Sus burlas son inofensivas o demasiado sutiles: “¿No lo asalta de vez en cuando la melancolía, la memoria de las cosas perdidas? Eh, justamente lo que he perdido es la memoria”. Incluso se mofan de ellos mismos: “Hemos recibido innumerables pedidos de nuestro público, solicitándonos la presencia en nuestro programa de un gran artista... ¡aunque sea uno!”
Ocasionalmente, Les Luthiers necesitan adaptar sus argentinismos a las audiencias de otros países. Sin embargo, la mayoría de sus párrafos son en español ‘universal’; ni siquiera sus distorsiones del idioma requieren ajustes de vocabulario o gramática: “La vida merece ser vivida. En cambio, la muerte, ¿merece ser morida?” “Un suicida no es el que mata a un suizo. No, un suicida es alguien que se quita la vida a 'sui' mismo”.
Resulta extremadamente difícil efectuar comparaciones entre las motivaciones de la risa en culturas diferentes e imposible hacerlas entre distintos idiomas. La risa es universal pero las razones para reírnos cambian mucho con la geografía y los idiomas; es más, cualquier comunidad estable, formal o informal, y sin importar su tamaño u origen, desarrolla pronto sus propios modelos del humor. Es arriesgado pues dictaminar que este humorista, ese grupo o aquella comedia son lo máximo en el entretenimiento del planeta.
No obstante la advertencia, me atrevo a asegurar que Les Luthiers -con su ingenio, su imaginación, sus interpretaciones magistrales, su lenguaje, sea correcto o deformado- constituyen la cumbre más alta del humor en el idioma español; ellos son una especie de ‘Aconcagua de la risa’ entre la Patagonia y los Pirineos.
La desaparición de uno de sus miembros nos ha invitado a rememorar al brillante grupo. Reto inmenso será para Mundstock, Maronna, López y Núñez, las cuatro estrellas sobrevivientes, llenar el vacío que deja Daniel Rabinovich.  Estoy seguro que el extraordinario artista quisiera que lo despidiéramos con una carcajada. O, al menos, con una sonrisa, así sea de tristeza.
Gustavo Estrada
Autor de ‘Hacia el Buda desde el occidente’
www.harmonypresent.com/armonia-interior

domingo, 16 de agosto de 2015

Prodigios y obsesiones de la tecnología

Así carezcan de consciencia, los teléfonos inteligentes son… inteligentes. La función de sus antecesores celulares fue apenas la telefonía móvil pero sus habilidades  comenzaron pronto a quitarle territorio a los computadores portátiles y a actuar, al igual que estos, como ‘clientes’ de Internet. Los teléfonos inteligentes están ahora opacando, cuando no acabando, con calculadoras, grabadoras de sonido, cámaras fotográficas, sistemas de posicionamiento global (GPS), relojes y cronómetros.                 
En asocio con otros dispositivos, los teléfonos inteligentes se están metiendo en todo. Por ejemplo, ya están funcionando o se encuentran en desarrollo aplicaciones que, a través de ellos, recogen información de salud física o mental para propósitos tanto de investigación como de detección de problemas. ¡Quién hubiera soñado esto! Miremos dos casos.
La Facultad de Medicina de la Universidad de Standford completó hace poco una aplicación tanto para vigilancia de la salud cardíaca como para recolección de información que ayude a mejorar la comprensión del funcionamiento del corazón. El software, que opera en una plataforma Apple, utiliza los sensores de movimiento de los teléfonos. El programa no solo registra la actividad física de los dueños y los factores asociados de riesgo sino que genera ¡ojo! recomendaciones personalizadas. El día del anuncio el estudio inicial registró diez mil interesados.
En el lado de la salud mental, la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Connecticut está diseñando otra aplicación que espera recoger datos sobre variables asociadas con la actividad física y las interacciones sociales mediante los sensores y los micrófonos de los teléfonos. Por ejemplo, el GPS incorporado provee pautas para calcular la frecuencia con la cual el usuario está saliendo de su casa mientras que los micrófonos permiten estimar, de acuerdo con el tono de la voz, su estado de ánimo. Estas y otras piezas de información proveerán bases para ‘medir’ y comparar niveles de depresión.
Anteriormente la transferencia de nuevas tecnologías a los países menos avanzados podía tomar décadas; ahora la universalización de los nuevos desarrollos ocurre mucho más rápido. Estos avances, con tantos beneficios potenciales, se extenderán pronto por todo el planeta. Las cosas que se podrán hacer entre las aplicaciones especializadas y los celulares modernos solo estarán limitadas por la imaginación.
No todo es color de rosa, sin embargo. Abundan en Internet las caricaturas que ridiculizan la dependencia creciente y el comportamiento obsesivo que los teléfonos inteligentes están engendrando en sus usuarios. Hay preocupación real entre los académicos de las ciencias sociales sobre las posibles consecuencias dañinas de esta tendencia. ¿Disminuirá el contacto personal? ¿Desplazarán los textos a la comunicación verbal? ¿Se tornará la gente más introvertida?  Las respuestas no son claras ni predecibles.
No obstante, por sus logros positivos, nadie discute la inteligencia de los celulares modernos, así tales artefactos sean ignorantes de lo que están haciendo. Admiradores le sobran a esta ‘magia’ maravillosa, algunos con razonable cautela. Una frase que escuché hace poco resume la mezcla de admiración y temor alrededor del tema: “Los teléfonos actuales son tan extremadamente inteligentes que están manejando a sus dueños”.  Y, además, como que pronto estarán recetándoles.
Gustavo Estrada
Autor de ‘Hacia el Buda desde el occidente’
www.harmonypresent.com/armonia-interior

lunes, 3 de agosto de 2015

Ansiedad, estrés y sufrimiento

Redundante es lo que está de más; esencial es lo que no debe faltar. No existe una línea nítida entre lo esencial y lo redundante, y siempre hay muchas cosas que, dependiendo de quién está juzgando, alternan entre inadecuadas, neutras, o convenientes. Así sucede con el comportamiento humano: Entre el ser esencial, que guía nuestra vida por el camino apropiado, y el ego redundante, que puede tomar el control de nuestra conducta sin que siquiera nos demos cuenta, hay millones de rutinas y datos en una ‘memoria de trabajo’, noción esta que, buscando simplicidad conceptual, he omitido mencionar en mis notas.

Mi omisión resultó desorientadora. El doctor Luis H. Ripoll, psiquiatra y profesor del Centro Médico Monte Sinaí de Nueva York, manifestó su desacuerdo con esta simplificación en una revisión detallada de una de mis columnas recientes: "Creo que es imposible tanto librarse del llamado ego redundante como vivir exclusivamente desde el ser esencial”.  Tan valiosa opinión hace inevitable la referencia a la noción de memoria ‘neutral’ de trabajo que en un principio quise evitar. No obstante tal consideración, el ego redundante es sobrante y dañino y, por supuesto, debe reducirse y, eventualmente, eliminarse.         
En la memoria de trabajo se encuentran todos los datos e instrucciones para la vida rutinaria que no son esenciales ni superfluos. Aclaremos esto con la función del lenguaje.  La capacidad de comunicarnos es pieza fundamental del ser esencial; el hábito de decir mentiras de algunas personas está en el ego redundante;  los idiomas que hablamos se encuentran en la memoria de trabajo. La lista de lo que hay en esta memoria incluye conocimientos generales o específicos, habilidades laborales, información de todo lo conocido, registros de nuestra historia… Y un sinnúmero de datos y procedimientos.
El ser esencial de alguien que crece con sus padres sería similar al que se expresaría para esta misma persona si, cuando recién nacido, hubiera sido dado en adopción. La memoria de trabajo y el ego redundante, en cambio, contendrían condicionamientos completamente diferentes, según el curso que haya tomado la vida de esa persona.
El Buda denomina formaciones mentales a los condicionamientos, las rutinas y los datos que aprendemos tanto a propósito como involuntariamente. Las formaciones mentales pueden ser perjudiciales o beneficiosas; las formaciones mentales perjudiciales -los deseos desordenados, las aversiones  y las opiniones sesgadas- son los condicionamientos que debemos eliminar y los que conforman nuestro ego redundante. Las formaciones mentales beneficiosas, como las preferencias saludables alimenticias y las costumbres sanas, que debemos conservar, se localizan en la memoria de trabajo.
El ego es la instancia por la cual una persona reconoce su identidad y sus relaciones con el medio. En frases ‘subido de ego’, la palabra conlleva connotación de tamaño, hecho este que respalda la ‘dimensión’ variable y reducible del ego redundante.
Otros pensadores, sin conexión alguna con el budismo, han formulado ideas que insinúan la existencia en cada persona de un ser esencial y un ego redundante, sin hacer referencia alguna a tales expresiones. La cita más conocida del  filósofo franco-suizo Jean Jacques Rousseau dice que “El hombre es naturalmente bueno y la sociedad lo corrompe”. Y en otro discurso el mismo autor escribe: “El hombre nace libre, y en todas partes se encuentra encadenado... Era bueno por naturaleza, pero se daña por la influencia perniciosa de la sociedad y las instituciones humanas”.  La bondad natural del ser humano es asimilable a su ser esencial; la corrupción que le agrega la sociedad es equivalente al ego redundante.
El pensamiento de Rousseau es bastante pesimista. Al comienzo de su célebre ‘Emilio, o De la educación’, anota el filósofo que “todo degenera en las manos del hombre”. El Buda, en contraposición, es más optimista y en la tercera verdad del budismo declara: “Con la extinción de los deseos desordenados, las aversiones  y las opiniones sesgadas -esto es, el ego redundante- cesa el sufrimiento”, mal este que en el mundo moderno se conoce como ansiedad y estrés, y que todos quisiéramos sacar de nuestras vidas.
Gustavo Estrada 
Autor de ‘Hacia el Buda desde el occidente’
www.harmonypresent.com/armonia-interior

jueves, 23 de julio de 2015

Bernini, estatuas e intuición

La belleza de la naturaleza es… natural y se disfruta sin necesidad de acudir a razonamientos. Una cascada que colorea su propio arco iris en un bosque soleado es hermosa por sí misma y todo su encanto es ‘propiedad’ de quien quiera apreciarla. La belleza de las artes, por otro lado, tiene patrones y reglas que la hacen menos espontánea. Por ello existen ‘connoisseurs’. La firma del autor y la prueba de autenticidad le suben a una pieza su precio así no aumenten en un ápice su hermosura. El renombre del artista es crítico para que esta sea adquirida por coleccionistas o museos. Aunque la belleza debería estar más allá de comparaciones y análisis, la realidad es diferente.
Recientemente, por segunda vez en mi vida, tuve el inmenso placer estético de deambular por la Plaza Navona de Roma, un magnífico centro de esculturas, pilas y construcciones. Su gran atracción es la Fuente de los Cuatro Ríos, una obra espectacular del artista italiano Gian Lorenzo Bernini (1598-1680), el creador del arte barroco en la escultura. Las cuatro estatuas del magistral trabajo representan los cuatro ríos más importantes del mundo (Nilo, Ganges, Danubio y de la Plata) en la época de la construcción de la obra (1659).
El visitante no se cansa de caminar alrededor de la fuente y no hay palabras para comunicar el asombro que inspira este ‘paisaje’ de concepción humana. En la primera visita, mi ignorancia desconocía quién había sido Bernini y, para todo propósito, las aclaraciones, incluida la referencia a los cuatro ríos, se vuelven innecesarias.
La visibilidad de la fuente en una célebre plaza la hace de dominio público y el cálculo de un valor comercial carece de cualquier sentido. ¿Qué sucede con las obras que sí necesitan autenticación para estimar su precio? Aquí el análisis y la intuición entran en competencia.
En el comienzo de su excelente libro “Blink: Inteligencia intuitiva”, Malcolm Gladwell muestra con un caso de la vida real la importancia de la intuición en el reconocimiento del arte. En 1983, narra el autor canadiense, alguien le ofreció al Museo Getty de Los Ángeles una estatua griega de mármol del siglo VI a.C., de la variedad conocida como kuros. Tras catorce meses de pruebas y reconocimientos, los técnicos y los rastreadores de registros del museo endosaron la legitimidad y autorizaron la adquisición. Hacia finales de 1986 la estatua fue expuesta con gran despliegue.
El kuros era falso. Otros conocedores de arte, al observarlo por primera vez, sintieron en sus segundos iniciales ante la efigie lo que uno de ellos denominó ‘repulsión intuitiva’. Estos expertos desprevenidos no pudieron explicar en términos racionales qué era ese ‘algo’ que encontraban anormal en la obra. “Parece ‘fresca’”, dijo uno. “Siento como si hubiera un vidrio entre la estatua y yo”, expresó otro. “Algo no luce correcto”, manifestó un tercero. Esos instantes iniciales, donde solo la intuición juega, es lo que Malcolm Gladwell denomina ‘blink’ (chispazo) intuitivo. Las revisiones siguientes con otros peritos griegos les dieron la razón.
Por mi parte, desde la orilla opuesta del rechazo, es ‘admiración intuitiva’ lo que experimenté ante la Fuente de los Cuatro Ríos. Algo similar deben sentir los millares de personas que visitan la Plaza Navona, así desconozcan el siglo de Bernini o la localización geográfica de los cuatro ríos.
En marzo pasado, veintidós años después de la frustración ‘kúrica’, el mismo Museo Getty recibió de Londres una nueva llamada, esta vez para ofrecerle un busto del Papa Paulo V, esculpido en 1621, por el mismo Gian Lorenzo Bernini, y cuya rastro se había perdido en colecciones privadas. Timothy Potts, el gran jefe del Getty, no la misma persona de la historia anterior, cuando recibió la llamada, voló de inmediato a Inglaterra para adquirir semejante tesoro. “Bernini fue el maestro de las ‘semejanzas hablantes’. Él encontró una manera de soplar vida en el mármol”, dijo.
Como supongo que ocurre con el 99.9% de los negocios de arte que completa el Getty (la estatua griega de 1983 se encuentra en el remanente 0.1 %), el busto de Paulo V sí era auténtico. Por conocimiento y por intuición el señor Potts sabía lo que estaba adquiriendo. El pasado 18 de junio el busto fue colocado en exhibición, con despliegue similar al del kuros treinta y dos atrás.
Gustavo Estrada
Autor de ‘Hacia el Buda desde el occidente’
www.harmonypresent.com/armonia-interior

martes, 7 de julio de 2015

Personalidad y ser esencial

Nuestro ‘yo’ es la unión de varios agregados (cuerpo, señales sensoriales, percepciones…) que nos generan la certeza de que existimos y que se manifiesta como continuidad y consistencia en nuestro comportamiento. El ego redundante es la sumatoria de los condicionamientos mentales que resultan de deseos desordenados, aversiones y opiniones sesgadas. El ser esencial es lo que nos queda del 'yo' después de que los condicionamientos mentales los hemos  silenciado (si es que logramos hacerlo); en otras palabras, el ser esencial es el remanente del ‘yo’ inflado cuando le suprimimos el ego redundante.

En nuestro comportamiento, el ego redundante es lo que nos hace muy diferentes unos de otros; cada individuo condiciona su mente según su origen, crianza, su educación, la cultura donde crece y vive… Si mágicamente le recortáramos a un grupo de personas sus ‘egos redundantes’, ¿se comportarían todas ellas de una misma descontaminada manera como si fueran ahora metales puros a los cuales se les ha removido la escoria?

Aunque los condicionamientos que nos manejan son reales (si nos observamos con cuidado los encontramos) y su eliminación es factible (todos hemos dejado al menos una adicción), las nociones de ser esencial  y ego redundante son hipótesis que la ciencia aún no está en capacidad de comprobar o negar. No se han identificado aún los circuitos nerviosos ni las áreas de la corteza prefrontal donde el ser esencial y el ego redundante están codificados. Mientras que las instrucciones del primero se originan de nuestros genes, las del segundo provienen el mundo exterior (padres, amigos, maestros, publicidad, medios...). 
Nuestro ser esencial es nuestra personalidad ‘hipotéticamente’ pura y auténtica, resaltando que son pocos los individuos ‘descontaminados’ y libres de influencias dañinas; quienes se encuentran en tan deseable estado no se vanaglorian de su desarrollo mental.

Hay numerosos cuestionarios para identificar nuestro tipo de personalidad. El modelo de las cinco grandes dimensiones es uno de los más reconocidos por los estudiosos de la conducta humana. No existen, en cambio,  clasificaciones de ninguna índole alrededor del ser sencial.
El modelo de las cinco grandes propone la determinación de la personalidad con base en cinco factores, cada uno de ellos estimado entre dos extremos: (1) sociabilidad (extraversión versus introversión), (2) apertura a la experiencia (temeridad versus cautela), (3) nivel de responsabilidad (escrupulosidad versus negligencia), (4)  interés por la armonía social (amabilidad versus suspicacia), y (5) nivel emocional (estabilidad versus ‘neurosticismo’).

Varios estudios de mellizos idénticos han encontrado que las influencia genética y ambiental en nuestra personalidad son aproximadamente equivalentes para cada uno de los cinco factores. El factor donde los genes tienen mayor influencia es en la apertura a la experiencia (57-61% es el rango de los tres estudios revisados para esta nota) mientras que la dimensión con mayor impacto del medio se encuentra en el nivel emocional (52-59%). 

Cuando eliminamos nuestro ego redundante, el ser esencial se hace cargo de nuestra vida. Entonces, sin esfuerzo, sin ninguna clase de lucha para completar objetivos específicos o alcanzar determinados destinos, fluiremos espontáneamente con nuestra existencia, en la dirección que nuestras preferencias genéticas le trazan a nuestra personalidad. “El Orden Natural  no hace nada y, sin embargo, no deja nada sin hacer. Cuando la vida es simple, las afectaciones desaparecen y nuestro ser esencial brilla. Cuando no hay deseos desordenados, todo está en armonía”, escribió el filósofo chino Lao Tzu hace veinticinco siglos.
El ser esencial influye en nuestra personalidad en la medida que abre las puertas para que nos desplacemos en una dirección apropiada, que no es estándar o universal y que no implica calificativos de correcta o inadecuada. El ser esencial resulta de la sustracción de condicionamientos y el remanente genético es  diferente para cada individuo. En consecuencia, la respuesta a la pregunta  del comienzo de esta nota es negativa: No, definitivamente no, el comportamiento desde el ser esencial es individual y diferente cada persona.    

Y cuando nos movemos sin depender de condicionamientos innecesarios, lo ‘mejor’ -lo que ha de ser- de nosotros se expresa y las probabilidades de marchar en el ‘camino correcto’ son las ‘óptimas’. En cambio, cuando nuestro piloto es el ego redundante, nuestra personalidad se distorsiona y son el medio y los medios quienes manejan nuestra existencia.

Gustavo Estrada
Autor de ‘Hacia el Buda desde el occidente
www.harmonypresent.com/armonia-interior

domingo, 28 de junio de 2015

¿Por cuánto tiempo debemos meditar?

Los beneficios impresionantes de la meditación de atención total en la salud física, mental y emocional, tema ahora rutinario en los medios, parecen estimular a solo una fracción reducida de la población. Las disculpas para no meditar son numerosas: "No logro concentrarme, las sesiones son muy largas, no tengo tiempo, o… Yo no necesito meditar porque mi concentración es excelente”. ¿Por cuánto tiempo debemos meditar y con qué frecuencia? Mucho rato y todos los días. Por fortuna, con determinación y constancia, meditar se vuelve un hábito agradable e indispensable.                   
El propósito principal de la meditación de la atención total no es acabar con adicciones, fobias, migrañas, mal genio, fanatismo… Estos son solo subproductos; el objetivo central de la práctica es el desarrollo de nuestra facultad de estar constantemente atentos, en tiempo presente, esto es, la capacidad de permanecer conscientes de nuestro cuerpo, nuestras sensaciones y nuestros estados mentales.                    
Para algunas personas privilegiadas, como J. Krishnamurti, el pensador de la India, la atención total permanente parece ser una cualidad natural y, por lo tanto, la meditación les resulta innecesaria. Krishnamurti, consecuente con su virtud innata, critica las técnicas de meditación, en general, y los ejercicios para enfocar la atención en dispositivos mentales, tales como mantras, cánticos, rezos o figuras, en particular.                    
Todo el mundo debería meditar, sin embargo. En el mundo moderno, el problema de la desconcentración tiende a agravarse con el volumen de información que nos atiborran los medios. La publicidad pretende siempre convencernos de comprar cosas que no necesitamos y de comportarnos como alguien diferente a lo que somos. Y lo está consiguiendo.                   
Los privilegiados ‘atentos’, desconocedores de lo que es una mente volátil, no comprenden la dificultad de concentración del resto de los humanos. Para esta cuasi unánime mayoría, la atención total solo puede tornarse fácil y espontánea después de muchísimas horas de práctica. ¿Cuántas son estas muchísimas horas? No hay respuesta única y no hay ‘dosis personal’ de meditación; los ‘requerimientos’ y los ‘recursos’ de tiempo varían de persona a persona y cada uno debe definir sus prioridades. Preferimos pues acudir a una comparación para que cada uno haga su cálculo.                   
Imagínese que su mente es como su casa, con todas las bondades que allí tiene, y en la que aparecen millares de pensamientos indeseables, incómodos y traviesos que surgen como mosquitos perturbadores a todo momento. Si a usted no le fastidian los insectos y no le preocupan las enfermedades que ellos transmiten, pues no necesita hacer nada.                                 
En caso contrario, esto es, usted sí reconoce un fastidioso problema, la meditación de atención total es el ‘insecticida benévolo’ que requiere y cada sesión de meditación es una aplicación de la sustancia. La efectividad global del procedimiento depende tanto de la frecuencia de las sesiones (el número de tratamientos) como de la duración las mismas (la cantidad aplicada).                    
Solo usted reconoce el revoloteo en su cabeza. ¿Quiere tener una idea de la magnitud del problema? Siéntese en una postura cómoda, cierre los ojos y observe su respiración durante diez minutos. Si dispone de un rato, hágalo ahora y califique su experiencia.                     
¿No logra concentrarse en el flujo de aire, entrando y saliendo por su nariz, ni siquiera por unos pocos segundos y se demora en percatarse de su descuido cada vez que se distrae? Pues, no lo dude, su casa está infectada y necesita dosis altas y frecuentes de meditación, quizás dos sesiones diarias cada una de 45 minutos. Un tratamiento intensivo inicial, como un retiro de diez días con algún grupo bien referenciado, puede resultarle muy útil. ¿Su mente se eleva cada momento pero pronto usted lo nota y ‘la baja a tierra’ regresando la atención a la respiración? Dosis diarias de 30-45 minutos es lo recomendable. (Si solo puede dedicar dos horas semanales, pues comience por ahí).                   
Por último, su caso no es ninguno de los dos anteriores pues está súper-seguro de que su concentración es perfecta, y la volatilidad mental no es su problema; usted no necesita del ‘insecticida’ pues sostiene la atención en la respiración todo el tiempo. ¿Correcto? Mmmm… Una de dos: O usted jamás se percata de que está distraído o ¡felicitaciones! usted bien podría ser una ‘reencarnación’ de Krishnamurti.
Gustavo Estrada
Autor de ´Hacia el Buda desde el occidente’
www.harmonypresent.com/Armonia-interior

sábado, 20 de junio de 2015

Inteligencia y consciencia


La inteligencia y la consciencia son dos características intrínsecas y sobresalientes de la naturaleza humana. La ciencia ha hecho progresos extraordinarios en el campo de la inteligencia artificial, el desarrollo de la simulación de inteligencia en las máquinas, pero es improbable que lleguemos alguna vez a construir consciencia artificial.
Inteligencia  es la habilidad de aprender, entender o manejar situaciones inesperadas; hay muy poca ambigüedad  en el significado de tan importante característica humana. Cuando la sigla SETI (búsqueda de inteligencia  extra terrestre, en inglés) fue acuñada en los años sesenta y se iniciaron las actividades asociadas a tan retador propósito, se sabía muy bien cuál era la cualidad cuya presencia se estaba tratando de encontrar en otros sitios del cosmos. Dejando de lado su utilidad o exactitud, las diversas aproximaciones existentes para estimar la inteligencia de una persona son otra señal clara del sentido inequívoco del vocablo.
No sucede lo mismo con el término ‘consciencia’. La consciencia tiene más que ver con la sensibilidad individual -la capacidad de sentir, ver, oír, oler o gustar que posea cada ser humano- que con la comprensión generalizada -la lógica y la matemática de las cosas-. Por la dimensión de su misterio, las definiciones de consciencia obligan a acudir a lo definido. “Consciencia es la condición de estar consciente”, dice el diccionario inglés Merriam-Webster. “Consciencia es el conocimiento de sí mismo”, anota el Diccionario de la Real Academia. No es posible medir el grado de consciencia de otra persona y, como lo expresa el psicólogo inglés Nicholas Humphrey, los científicos no sabrían por dónde comenzar si tuvieran la intención de iniciar un proyecto SETC para buscar ‘consciencia extraterrestre’.
Los desarrollos recientes de la inteligencia artificial en el campo de los videojuegos están contribuyendo a la demarcación de la frontera entre inteligencia y consciencia. Podemos construir máquinas inteligentes pero no, o al menos no todavía, objetos conscientes. 
Existen ya algoritmos computarizados que ‘aprenden’ videojuegos por sí solos, como el que fue desarrollado por DeepMind, una compañía de Londres, ahora propiedad de Google. Este software, que incorpora ‘rutinas’ o características del funcionamiento del cerebro humano, aprendió a jugar numerosos juegos clásicos de Atari y, después de unas cuantas horas, en la mitad de ellos alcanzó niveles de juego superiores a los de los jugadores profesionales.
Los progresos espectaculares, como los logrados con estos programas auto-aprendedores, preocupan a más de una mente brillante. "El desarrollo completo de la inteligencia artificial podría significar el fin de la raza humana", advierte el físico Stephen Hawking. ‘Tal vez estos algoritmos que aprenden, súper rápidos y súper sólidos, son sombras oscuras en el horizonte de la humanidad; tal vez ellos sean nuestra última invención’, dice el neurocientífico Christof Koch. Por el contrario, este columnista piensa que la delimitación entre inteligencia y consciencia, a pesar de estar ambas en el mismo cerebro y tener millones de conexiones neuronales comunes, nos dan la tranquilidad de que los grandes computadores jamás se apoderarán de la Tierra por su propia iniciativa.   
La consciencia es el mayor de los misterios en la existencia humana; sabemos que la consciencia ocurre en el cerebro pero, más allá de sentirla y darnos cuenta de que es real, es poco lo que conocemos a ciencia cierta de su funcionamiento. El saber que va más allá de la ‘pura’ inteligencia produce tranquilidad, sin embargo.

La célebre frase de Descartes -Pienso luego existo- parece ahora estar incompleta. Las  máquinas que la ciencia ha desarrollado pueden aprender, entender y manejar juegos desconocidos para ellas; no hay duda, tales máquinas son ‘inteligentes’, pueden pensar y pueden aprender, pero ellas no saben que existen ni que hoy son y mañana van a desaparecer. Quizás si el filósofo y matemático francés hubiera nacido cuatro siglos después, además de haber sido un genio de la computación, seguramente habría escrito: “Pienso y siento, luego existo”.
Gustavo Estrada
Autor de ‘Hacia el Buda desde el occidente’
www.harmonypresent.com/Armonia-interior 

Londres, junio 20 de 2013

viernes, 12 de junio de 2015

Comunicaciones sobrenaturales e interplanetarias

Siempre nos ha fascinado la posibilidad de comunicarnos con entidades extrañas, sean encarnaciones del más atrás en nuestras vidas previas, seres imaginarios del más allá supra-material, o moradores auténticos del más allá estratosférico. Para dialogar con espectros y espíritus, los ingenuos acuden a médiums o clarividentes que utilizan artificios como  ‘tablitas’ ouija, inciensos aromáticos o vasos de agua. Para conectarse con los extraterrestres, los buscadores del intercambio acuden a sofisticadas tecnologías como ‘tableros’ electrónicos, monitores de radiación electromagnética o descomunales radio antenas.

Aunque algunos fantasmas utilizan jerigonzas incomprensibles, los espíritus son políglotas o hablan el idioma del médium. De los galácticos que nos interesan ni siquiera sabemos si hablan, como nosotros, emitiendo ondas sonoras. ¿Existen extraterrestres inteligentes? Creo que sí. ¿Nos comunicaremos con ellos algún día? En intercambio de doble vía, creo que nunca.

La Vía Láctea, nuestra galaxia (una entre miles de millones), tiene unos cien mil millones de estrellas y, probablemente, un número similar de planetas. Si uno de cada diez es habitable, en la galaxia existirían diez mil millones de planetas con posibilidad de albergar vida. Si la evolución física y biológica que ocurrió aquí se repite tan solo en uno de cada millón, pues debería haber vida inteligente en unos diez mil mundos.   
Estimativos parecidos a los anteriores condujeron a dos interesantes proyectos. El primero es la Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre (SETI, por sus siglas en inglés); el segundo es el observatorio espacial Kepler, lanzado por la NASA en el 2009, con el propósito de buscar planetas habitables.

SETI, más que un proyecto, es una gama amplia de actividades para buscar vida inteligente fuera de la Tierra, utilizando estrictos métodos científicos. Hay centenas de entidades y proyectos SETI (Harvard y Berkeley, a manera de ejemplo, son dos de las universidades que han estado involucradas) y millares de voluntarios participan en diversas tareas asociadas con el objetivo central. Hay SETI activo (el envío de señales al espacio con la expectativa de que alguna civilización las reconozca y responda) y SETI pasivo (el monitoreo de la radiación electromagnética en busca de pistas de alguna transmisión inteligente desde alguna parte del universo).

A la fecha, el observatorio Kepler ha localizado  más de mil planetas en la Vía Láctea. Aunque existe la posibilidad de formas de vida diferentes, el esfuerzo investigativo se ha centrado en planetas similares a la Tierra (tamaño, temperatura, disponibilidad de agua…) donde ya sabemos (suena risible) que la vida es posible. El doctor Andrew Knoll, profesor de ciencias planetarias de Harvard, dice que “cualquier vida que contemplemos sigue las leyes de la física y la química”. Para calibrar la habitabilidad, se ha definido un ´Índice de similitud a la Tierra´ (ESI en inglés), cuyo valor para nuestro planeta es 1.0.  A septiembre del 2014, seis planetas de los identificados tenían un ESI superior a 0.8; el de Marte, por comparación, es 0.64 y el de Venus 0.444.

A pesar del extraordinario esfuerzo involucrado en SETI, creo que jamás lograremos intercambiar mensajes con extraterrestres. Las probabilidades de que ellos existen son esencialmente ciento por ciento pero, desafortunadamente, se encuentran demasiado distantes. La civilización emisora de una señal que recibamos en algún momento bien puede haber desaparecido para la época que nos llegue. Más que inteligencia extraterrestre, escribió el físico Freeman Dyson hace medio siglo, “estamos buscando evidencia de tecnología”.

El planeta Kepler 62-e (su ESI es 0.83) de la estrella Kepler 62, en la constelación de Lyra, es una de las mejores opciones de vida encontradas a la fecha. Kepler 62-e se encuentra a 1200 años-luz de nosotros. Ese tiempo (1200 años)  tardarán en llegar allá las señales electromagnéticas que de la Tierra se hayan disparado hacia allá (y viceversa). 
¿Habrá alguien por esos lados? ¿Tendrán ellos un desarrollo tecnológico equivalente al nuestro?  ¿Captarán las señales? ¿Las entenderán?  ¿Responderán? ¿Existirá la Tierra cuando llegue su respuesta? ¿Existirán todavía proyectos SETI?  ¿Sabrán nuestros requeté-tetra-tataranietos qué es lo que están recibiendo?  La respuesta a esta cadena es pues negativa. No podremos pues comunicarnos con los keplerianos 62e.  Ni con nadie de por allá. (A menos que a alguien en SETI le dé por contratar un médium o un clarividente. Como la gente de SETI es orientada a la ciencia, estoy seguro de que nadie hará tal barbaridad).