A pesar de las incontables leyes de la física, la química y la biología que
la ciencia ha descubierto y de los avances extraordinarios que se han logrado
con la aplicación práctica de tales leyes, los investigadores están lejísimos
de quedarse cortos de enigmas por resolver. Aún desconocemos si existen o no
otros universos, como lo sugiere la teoría de las cuerdas; no nos imaginamos cómo
fue la primera molécula que se replicó por sí sola para abrirle la puerta a la
vida hace casi cuatro mil millones de años; ni tampoco tenemos idea de qué son
la materia o la energía oscuras que juntas e invisibles representan el noventa
y cinco por ciento del contenido del universo conocido.
Sin restarle importancia alguna a semejantes incógnitas, remotas del diario
vivir, el gran misterio primario, sin
embargo, está bien cerca de nuestros ojos, más exactamente detrás de
ellos. ¿Cómo crean las neuronas la consciencia en nuestro cerebro? ¿Cómo surge
el sentido de identidad, crece en la
temprana infancia, se estabiliza después por unos cuantos años, declina en la
tercera edad y se extingue cuando el cuerpo expira?
La consciencia nos provee una convicción irrefutable e íntima de un ‘yo’ que
nos traza límites y nos diferencia de los demás. Al igual que todas las
características de la vida humana, la consciencia y todos los enlaces y
porciones orgánicos asociados con su funcionamiento son fruto de la evolución
por selección natural en procesos secuenciales que tardaron millones de años. No
obstante, poco sabemos más allá de esta descripción.
El surgimiento del sentido de identidad es la recompensa de la evolución a
la 'memorización' genética de los eventos que beneficiaron la supervivencia de
nuestros primitivos antecesores. La estabilización de las mutaciones favorables
conformó poco a poco la codificación genética de la consciencia, aunque todavía
no sabemos cuáles son los genes involucrados ni cómo estos generan los mensajes
cerebrales que nos hacen sentir ‘individuos’.
Las explicaciones detalladas del surgimiento de la consciencia en nuestros
antepasados remotos están apenas un poco menos recónditas que en 1858 cuando por
primera vez el naturalista Charles Darwin y el antropólogo Alfred Wallace
postularon públicamente la teoría de la evolución de las especies por selección
natural.
Wallace era espiritualista y pasó sus últimos años intentando comunicarse
con los muertos. Dentro de este marco metafísico, Wallace llegó a dudar de su
intuición ‘materialista’ genial (en su época no existían las palabras
‘neurona’, ‘gen’ o ‘byte’) y expresó en algún momento que la selección natural
era insuficiente para explicar la evolución de la consciencia. “Espero que
usted no haya matado completamente su propio niño y el mío”, le escribió con
preocupación Darwin. Para fortuna de la ciencia, así no ocurrió.
La inicial carencia de explicaciones para la consciencia parece estarse
moviendo en los últimos años hacia el otro extremo. Ahora la abundancia de hipótesis
podría crear confusión antes de llegar a una teoría definitiva, y el otorgamiento
del Nobel correspondiente, sea en física, química o medicina, podría demorarse
varias décadas.
Veamos dos ejemplos que están haciendo ruido científico. Bernard Baars,
neurocientífico del Instituto de Neurociencias en La Jolla, California, asimila
la consciencia a la memoria de un computador que conserva los datos de las
experiencias después de haberlas vivido. Según esta teoría, el pensamiento, la
planeación y la percepción son generados por algoritmos adaptativos biológicos.
El cosmólogo Max Tegmark del Instituto Tecnológico de Massachusetts, por su
parte, sugiere que la consciencia es un estado de la materia y surge de un conjunto particular de condiciones
matemáticas. Según el doctor Tegmark, hay diversos grados de consciencia, al
igual que existen diferentes estados para el agua: vapor, líquido o hielo.
La consciencia es, sin duda alguna, el misterio primario y no solo porque todos
la experimentemos patentemente. Para que un problema sea reconocido como tal
debe haber alguien que lo identifique y lo quiera resolver. Si nadie tuviera
consciencia, esto es, si no hubiera seres humanos conscientes y curiosos, pues
no habría ni explorador ni zona por explorar. Y ningún fenómeno sería
enigma si no hubiera alguien que lo quisiera
resolver. Porque tenemos el privilegio de tener consciencia, así no la
comprendamos, existen todos los demás misterios.
Gustavo EstradaAutor de ‘Hacia el Buda desde el occidente’
www.harmonypresent.com/armonia-interior
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