martes, 7 de junio de 2011

Códigos universales y justos merecidos

Leí hace poco la novela “Los hombres que no amaban a las mujeres”, la primera en la denominada trilogía Millenium del escritor sueco Stieg Larsson. Me gustó tanto que resolví ver la secuencia cinematográfica con el mismo nombre; también encontré bien entretenida la película.

Tres episodios encadenados -un asalto sexual a Lisbeth Salander (la protagonista), una segunda violación que ésta “busca” y video-graba, y su venganza despiadada- dieron origen a esta nota. Confieso que tanto en la novela como en la película sentí complacencia cuando Lisbeth le propina al malvado su justo merecido. ¿Es la sanción social a los perversos la expresión de un código universal o, más bien, el resultado de una evolución cultural? En cualquier caso, cuando la justicia se impone, los humanos experimentamos placer.

Los justos merecidos son apenas un capítulo de “Explicando la religión”, un proyecto internacional e interdisciplinario que durará tres años. Recientemente “The Economist”, la prestigiosa revista inglesa, cubrió los hallazgos iniciales de la investigación. Los macro-objetivos de “Explicando la religión” son el análisis de las variantes genéticas y culturales en las tradiciones religiosas y el entendimiento de los mecanismos que sostienen las conductas y las creencias religiosas.

En casi todos los credos hay premios a los virtuosos y castigos a los trasgresores. Para estudiar las sanciones terrenales casuales -los justos merecidos en esta vida- el filósofo y biólogo Nicolas Baumard, uno de los científicos participantes en el programa, armó un grupo de voluntarios que tenían que expresar su juicio sobre un relato de dos escenas con algunas variaciones.

En el primer acto, un mendigo solicita una limosna de un transeúnte; algunas veces éste se disculpa de manera cortés, en otras se comporta ofensivamente. En el segundo acto, el tacaño personaje se cae por un tropezón, un golpe de un vehículo o una zancadilla del indigente. Tras leer cada relato, los participantes debían juzgar la conexión, si la hubiera, entre las dos escenas: ¿Fue la caída del peatón ocasionada por su comportamiento con el mendigo? En cada entrevista, el doctor Baumard cronometró el intervalo entre pregunta y respuesta.

Los participantes, en general, no encontraron conexión moral entre los dos acontecimientos. Sin embargo, cuando el comportamiento del transeúnte hacia el mendigo había sido rudo y la caída de aquél había sido accidental, el intervalo para dar la respuesta fue mucho mayor que cuando el peatón había sido cortés o el mendigo había puesto la zancadilla.

Reconociendo que no lo puede comprobar, el doctor Baumard sugiere que el tiempo sustancial adicional tomado por los voluntarios para juzgar los casos “dudosos” refleja la apreciación intuitiva de que los peatones groseros, por arreglos de un destino universal, estarían simplemente recibiendo un adecuado castigo.

La maldad y el consecuente justo merecido en “Los hombres que no amaban a las mujeres” son fruto de la imaginación; los aficionados a las novelas los encontramos entretenidos y nadie sale preocupado de la película. ¿Qué sucede cuando los hechos son reales?

Hace algún tiempo fueron ultimados, en operaciones y continentes separados, dos de los mayores criminales de la historia reciente, Osama Bin Laden en Pakistán y alias el Mono Jojoy en Colombia. Confieso que en ambos casos sentí una silenciosa satisfacción que me invitó a reflexiones. ¿Está bien alegrarse en la muerte de alguien?

La investigación del Doctor Baumard, sin llegar todavía a conclusiones definitivas, aplaca un poco mi desasosiego. Sus primeros resultados dan pistas de que la búsqueda del castigo a los malvados y la consiguiente complacencia por la sanción no son totalmente culturales; la evaluación moral de los actos humanos bien podría tener componentes genéticos.

Hay acuerdo generalizado (si excluimos extremistas fanáticos, sean musulmanes o comunistas) que el mundo está ahora mejor sin esos dos malhechores. Así mismo, y en esto también hay acuerdo, habría muchos menos crímenes en el planeta si no existieran binladenes ni jojoys. Y si esas calañas ni siquiera nacieran, tampoco habría la necesidad de ejecutarlas. Quizás algún día, cuando nadie quiera imponer sus creencias a la fuerza y todos respetemos el derecho ajeno, ambas intenciones podrán hacerse realidad.

Gustavo Estrada

Autor de Hacia el Buda desde el occidente


viernes, 27 de mayo de 2011

Dios, el alma y Einstein

Casi todos los científicos —físicos, astrofísicos, biólogos, genetistas, neurólogos— se inclinan, desde mediados del siglo XX para acá, por la tesis de que el universo, desde el micro-mundo de los quarks, pasando por todas las formas de vida, hasta el macrocosmos de las súper-galaxias, consiste únicamente de materia y energía. Quienes compartimos tal afirmación, desconocemos o nos abstenemos de opinar sobre la existencia de entidades espirituales asociadas con los fenómenos naturales o con los seres vivos, incluidos entre estos, por supuesto, la raza humana.

Los investigadores contemporáneos que admiten la existencia de un Ser Supremo lo desvinculan de cualquier entidad que tome partido, intervenga en los asuntos humanos, haga favores a sus preferidos, persiga a los infieles, otorgue paraísos o imponga castigos a los trasgresores de sus reglas.

Así pensaba Albert Einstein. Para el autor de la teoría de la relatividad Dios no es una entidad distinguible o discernible. Más como filósofo que como científico, el eminente sabio cuestiona las devociones comunes cuando expresa: “Mi religiosidad es una humilde admiración de un espíritu infinitamente superior que se revela en lo poco que, con nuestro entendimiento limitado y transitorio, podemos comprender de la realidad. La moral es de la mayor importancia —pero solo para nosotros, no para Dios—. Yo creo en el Dios del filósofo Baruch Spinoza que se manifiesta en la armonía de todo lo que existe, pero no en un dios que se ocupa él mismo del destino y de las acciones de los seres humanos”.

Como sucede con toda noción abstracta, la afirmación o negación de la divinidad depende de lo que queramos decir con el vocablo. Definido como la armonía del universo, Dios sí existe y es el Orden Natural intrínseco, el gran conjunto de todas las leyes de la naturaleza. Definido como gobernador, gendarme y juez, Dios no existe, no puede existir, y carece de cualquier significado. Las personas de la clase numerosa que creen en este dios y, además, tienen relación directa con él, constituyen una mezcla curiosa de humildad y soberbia: «Soy tan especial que el Todopoderoso no me desampara». Esta devoción parece que ofrece a muchos creyentes cierta dosis de tranquilidad interior y una resignada aceptación de Su voluntad en las situaciones difíciles.

A diferencia de su conformidad con la existencia de un Principio Supremo, Albert Einstein es más explícito cuando expresa su concordancia con la doctrina de que somos temporales y desaparecemos al morir. Dice el ilustre físico: “No podría concebir la idea de un individuo que sobrevive a su muerte; dejemos que las mentes frágiles, por miedo o por egoísmo, acaricien tales divagaciones. Yo estoy satisfecho con el misterio de la eternidad de la vida y con la consciencia y la visión de la maravillosa estructura del mundo existente, junto con una devota dedicación para comprender una porción, así sea muy pequeñita, de la Razón Divina que se manifiesta en la naturaleza”.

El concepto del alma humana comienza a evaporarse en el pensamiento moderno cuando Charles Darwin publica en 1859 su teoría de la evolución de las especies y nos aclara con brillantez incomparable que no fuimos creados en nuestra forma actual. Para la aceptación generalizada de la nueva hipótesis transcurrieron cien años. Y para que la naturaleza de toda forma de vida fuera reconocida como un fenómeno estrictamente biológico fueron necesarios los asombrosos avances de la genética a partir del descubrimiento de la estructura helicoidal de la molécula de DNA en 1953.

Con Einstein coincide casi todo el estamento científico actual. No hay una esencia etérea dentro, detrás o al lado de nuestro cuerpo; no hay un fantasma en o detrás de la máquina, como dice el filósofo inglés Gilbert Ryle. El ser humano es un organismo material y la vida, en sus diversas expresiones, sean hongos, plantas, animales o seres humanos, está regulada por principios físicos y bioquímicos, así muchos de éstos jamás los logremos entender.


Gustavo Estrada


Autor de HACIA EL BUDA DESDE EL OCCIDENTE
y de LA RIQUEZA DE LA INFORMACION

sábado, 23 de abril de 2011

¿Cuál es el sufrimiento que sí podemos eliminar?

En la India, el Buda habló de “dukkha” en idioma maghadi hace veinticinco siglos; en Sri Lanka, la misma palabra fue transcrita a hojas de palma en lenguaje pali cuatro siglos después. “Dukkha” vino a traducirse a idiomas europeos hace apenas unos ciento cincuenta años y entonces se convirtió, con tantos defensores como detractores, en el sufrimiento del budismo occidental.

Entre los labios del Buda y esta nota se han atravesado, además de dos milenios y medio, unos cuantos diccionarios, formales (los más recientes) o solo en la cabeza de los traductores (los más antiguos). Según Jorge Luis Borges, “los diccionarios son repertorios artificiosos, muy posteriores a las lenguas que ordenan. El danés que articulaba el nombre de Thor o el sajón que articulaba el nombre de Thunor no sabía si esas palabras significaban el dios del trueno o el estrépito que sucede al relámpago”. ¿Qué quiso decir entonces el Buda con “dukkha”? ¿Cuál sufrimiento? ¿Sus causas de afuera? ¿Sus consecuencias adentro? Como resulta difícil contradecir a Borges y evitando terciar en polémicas, para proveer alguna luz sobre el vocablo prefiero acudir a tres metáforas de fuentes budistas. Vamos con la primera.

El Buda consideraba que en el mundo hay gente de mente ecuánime (los que han seguido las enseñanzas del Sabio) y gente de mente condicionada (aquellos que sólo viven desde su ego). Unos y otros enfrentan por igual adversidades y contratiempos pero sus reacciones son bien diferentes. Dijo el Buda:

“Los condicionados, cuando tropiezan con alguna desgracia, experimentan pena y dolor, como es natural e inevitable, y después se afligen, se lamentan y se obsesionan con la tragedia que les ha golpeado. Su reacción es como si inicialmente se les clavara una flecha corporal seguida luego por otra flecha mental; esta segunda flecha, más duradera y punzante, termina haciéndoles esclavos del sufrimiento. Los ecuánimes, por su parte, también sienten la pena y el dolor de las desgracias pero, sin afligirse ni lamentarse, pasan de largo por ellas. Ellos también sienten el dolor y la pena de la primera flecha y corrigen las cosas que sean remediables. A diferencia de los condicionados, la segunda flecha no hace blanco en ellos y los ecuánimes nunca se convierten en esclavos del sufrimiento”.

Esta segunda flecha —la que no se clava en los ecuánimes— describe el sufrimiento que el Buda se propone acabar. La segunda flecha incluye todas las insatisfacciones humanas, desde las preocupaciones imaginarias y los bajones de ánimo hasta las amarguras más intensas y dañinas. Ajaan Maha Bua, un monje budista tailandés, lo expresa bellamente en nuestra segunda metáfora: “Sufrimiento es todo lo que nos arruga el corazón”. La opresión que nos ponen las cosas “arrugadoras” determina la intensidad de nuestro sufrimiento.

Hay segundas flechas que parecen carecer de primer dardo o lo tienen escondido. De aquí surge la tercera metáfora cuyo origen se pierde en el tiempo: “En su peregrinación dos monjes Zen llegan a algún sitio empantanado donde una bella joven no se atreve a cruzar por no ensuciar su traje de seda. El monje mayor, sin pensarlo dos veces, levanta a la mujer en sus brazos y la baja tan pronto alcanzan la otra orilla. Tras varias horas de caminar sin pronunciar palabra alguna, el monje más joven rompe su silencio: ‘¿Cómo se atrevió usted a tocar a esa mujer tan hermosa?’ ‘Yo la solté tan pronto crucé el pantano’, respondió el veterano monje. “Usted todavía la lleva cargada’”.

La segunda flecha que nos pincha, el apremio que nos arruga el corazón y la carga que no logramos soltar son el sufrimiento del budismo. Si la palabra “sufrimiento” no la encontramos suficientemente descriptiva de los estados mentales allí asociados pues utilicemos entonces… “dukkha”. Su denominación es secundaria, diría Borges; su eliminación es lo verdaderamente importante, diría el Buda.


Gustavo Estrada
Autor de Hacia el Buda desde el occidente