viernes, 26 de diciembre de 2008

Mi YO físico ni es permanente ni es mío *

Usted y yo dizque somos organismos multicelulares —el multi es bien multi: diez millones de millones de células—. Las bacterias son microorganismos unicelulares —el micro es bien micro: millonésimas de metro—. Las bacterias son mucho más pequeñitas que las células pero, si en nuestro cuerpo hubiera elecciones para definir quién manda, las bacterias ganarían por diez a uno. Somos pues mucho más multibacteriales que multicelulares. “Debajo de nuestras diferencias superficiales todos somos comunidades caminantes de bacterias“, dice la bióloga Lynn Margulis. Nuestros huéspedes viven en su gran mayoría en los intestinos formando la llamada flora bacteriana (¿seremos nosotros la fauna?)
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¿Constituyen las bacterias algo de mi “yo”? Esos bichitos nacen, se reproducen y mueren dentro de nosotros y a todos nos toca regalarles el arriendo y la alimentación. En kilogramos son como la décima parte de nosotros. Unos pocos son perjudiciales, otros cuantos benéficos y otros más absolutamente necesarios para nuestra supervivencia. Si se mueren estos últimos, nos morimos con ellos; son pues candidatos perfectos para considerarlos una parte integral de mi “yo”. ¿O no? Desafortunadamente, de la mayoría de las quinientas especies invasoras desconocemos por completo su utilidad o daño. Así como el proyecto del genoma humano se dedicó a identificar la secuencia de los pares de bases (nucleótidos) de nuestros veinticinco mil genes, un proyecto denominado microbioma, iniciado en 2007, pretende censar y caracterizar a nuestros co-residentes e identificar la relación entre sus variaciones de cantidad y la salud (o la enfermedad) de sus anfitriones.
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El asunto del “yo” no es solo de masa y volumen sino además de duración y tiempo. Nuestras células como las bacterias también nacen y se mueren; muchas inclusive se suicidan. Nuestra mucosa gástrica, por ejemplo, se regenera totalmente cada tres días. Otras células duran muchos años —quince en el caso de huesos y músculos— y parece que las neuronas escasamente se reemplazan. (¡Ojo los tomadores! Cada borrachera puede matar ochenta millones). Sin embargo, aunque una célula dure años, las moléculas que la conforman entran y salen permanentemente manteniéndose constante, eso sí, el ADN o codificación genética. El ADN es lo único que permanece a lo largo de nuestra vida siendo algo así como un software y unas bases de datos, más o menos invariables, que se procesan en el hardware cambiante de nuestro cuerpo.
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Sin los detalles que provee la ciencia, el Buda comprendió intuitivamente estas características de los seres vivos. “Todo lo que le hace creer al ser humano que posee una esencia perdurable —su cuerpo, sus sensaciones, sus percepciones, sus reacciones condicionadas, su cognición— es transitorio (se renueva permanentemente) y, por lo tanto, no existen entidades eternas asociadas a ningún ser vivo”, dijo hace veinticinco siglos. En uno de sus análisis del asunto, el Buda se hizo las mismas preguntas que se hacen los biólogos y los psicólogos modernos: ¿Dónde reside mi “yo” eterno? El antiguo sabio examina los elementos del cuerpo humano para sugerir que, uno por uno, ellos son solo fenómenos físicos en los que no hay ni ego eterno ni espíritu perpetuo. La lista que examina el Buda es interesante; en nuestro “costal de piel” aparecen cerebro, corazón, huesos, intestinos, hígado, sangre, dientes… pero además sudor, lágrimas, saliva, heces y orines (con los cuales expelemos células y bacterias por cantidades).
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Los últimos dos elementos son una buena adición en peso a nuestro diez por ciento bacterial. Bien sabemos que si no producimos y retiramos las heces y los orines también nos morimos. Dependiendo de la hora del día, los tales elementos que llevamos dentro pueden ser un porcentaje importante de nuestro peso total. En cualquier caso, de eso sí estoy seguro, sin necesidad de investigaciones científicas o ponderaciones filosóficas: Nadie, absolutamente nadie, —por ególatra, egoísta, egomaníaco o egocéntrico que sea— se atrevería a decir que sus excrementos son parte fundamental de su “yo”. Y, mucho menos, de su alma.

Gustavo Estrada
http://innerpeace.sharepoint.com/Pages/aboutus.aspx

Enlaces relacionados
Sobre la flora bacteriana:
http://en.wikipedia.org/wiki/Human_flora
Sobre la edad de las células: http://www.nytimes.com/2005/08/02/science/02cell.html?pagewanted=print

viernes, 14 de noviembre de 2008

Entre lo exotérico y lo esotérico *

Los territorios de la física racional (lo exotérico material) y la metafísica animista (lo esotérico inmaterial) carecen de comarcas comunes y los habitantes de sus puntos extremos jamás se aproximarán; ellos hablan idiomas distintos y sus cerebros funcionan de manera diferente. En una punta están los radicales ateos que ya respondieron todas sus preguntas y cuya suficiencia de razón está por encima de cualquier tipo de duda. En la otra, se encuentran los fanáticos religiosos —los creacionistas para quienes el universo tiene seis mil años, los musulmanes de guerra santa, los creyentes fervorosos que conversan con Dios— a quienes les sobra fe pero se quedaron cortos en raciocinio.
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Para fortuna humana, hay un gigantesco terreno en el medio de esos polos opuestos. Allí caben los tolerantes de todos los credos, los creyentes que aceptan posibilidades de error, los ateos respetuosos de la opinión ajena y los agnósticos que reconocen las limitaciones de la mente para comprender el Orden Universal. Y en esa amplísima gama de grises, sobresalen algunos grupos interesantes, dos de los cuales quiero resaltar en esta oportunidad.
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El primer grupo, de generación espontánea en los años recientes, es una especie de Nueva Espiritualidad (nada que ver con la Nueva Era o con la Era de Acuario donde se mezclan en una extraña amalgama la astrología, los ángeles, los médiums y las vidas anteriores ), un centro "radical" que se adhiere a la investigación científica pero reconoce al mismo tiempo que el cerebro es el resultado de la selección natural para supervivir y favorecer descendencia y no para resolver todos los misterios ni descifrar todas las verdades del cosmos. Allí bien caben la espiritualidad atea de filósofo francés André Comte-Sponville y el sentido de Dios que, según el biólogo norteamericano Stuart Kauffman, uno de los pioneros de la teoría de sistemas complejos, se encuentra en “la incesante creatividad del universo, la biósfera y la vida humana”.
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El segundo grupo, con antigüedad de veinticinco siglos, es el budismo pragmático, la esencia y el subconjunto reducido de conceptos que quedan del budismo religioso una vez se le retiran todos los componentes de dogma y culto. El Buda sencillamente recomienda no perder tiempo con los temas metafísicos. Dice así en uno de sus discursos: «La afirmación o negación de hipótesis sobre asuntos sobrenaturales, sean estos la eternidad del universo, la existencia del alma, el renacimiento o la reencarnación, es solo un manojo de opiniones, un desierto de opiniones, una manipulación de opiniones que en nada conducen a la cesación del sufrimiento». Todo lo que no esté orientado a la eliminación del sufrimiento, también lo declara el Buda, es una pérdida completa de tiempo. ¿Y qué queda cuando se termina el sufrimiento? La armonía y la paz interior que tanto anhelamos todos los humanos, en todos los rincones del planeta, sin distinciones de idioma, origen o color.

Gustavo Estrada
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viernes, 7 de noviembre de 2008

La facilidad de complicar *

El budismo está rodeado de una aureola de misticismo, de mito y de misterio que lo hacen casi inaccesible al ciudadano corriente. Los tres términos provienen del mismo vocablo griego, el verbo myein, que significa «cerrar tanto los ojos como los labios», esto es, incomunicarse visual y verbalmente. Algo de myein sí hay en la meditación budista pero poco de los otros tres vocablos evolucionados. Mysterion era un rito secreto en el cual una persona era iniciada; mystes (de donde se originan místico y misticismo) era el iniciado; mythos quería decir «palabra» en el sentido de «última palabra», un pronunciamiento final y decisivo, algo no demostrable e incuestionable (como las verdades reveladas), en contraposición a logos, una afirmación «lógica» cuya validez podía ser explicada.

Las aclaraciones a las verdades obvias tienden a complicarlas. De allí surgen los mitos y los misterios y respaldo la aseveración con un cuento de J. Krishnamurti. El pensamiento de este filósofo hindú del siglo XX es semejante en muchos aspectos a las Enseñanzas del Buda pero entre los dos sabios hay una evidente disparidad de estilos. J. Krishnamurti muy rara vez utiliza parábolas para ilustrar o apoyar sus mensajes, a diferencia del Buda que lo hace extensivamente. En unas de las pocas ocasiones en las cuales se separa de su costumbre, Krishnamurti resalta en un relato, de manera alegórica y humorística, lo escurridiza y difícil de captar que es la «verdad», cualquiera que sea la idea que alguien tenga de ella. Dice Krishnamurti entonces:
Ustedes deben recordar el cuento de cuando el diablo y un amigo iban caminando por la calle.

Delante de ellos, los dos vieron a alguien recoger algo del suelo, mirarlo con detenimiento y guardarlo alegre en su bolsillo.
— ¿Qué recogió ese señor? —preguntó el amigo.
—Se encontró una muestra de la verdad —contestó el diablo.
— ¿La verdad? Muy malas noticias para usted —comentó el acompañante.
—De ninguna manera —remató el diablo sonriendo. —Yo le voy a ayudar a organizarla.

El diablo, desde su punto de vista, hizo un excelente trabajo en la «organización» de las Enseñanzas del Buda. Por su lamentable efectividad (la del diablo), la elementalidad del budismo se enredó. Su doctrina —o, mejor dicho, la variedad de sus doctrinas—, bien sea como religión, sistema filosófico o escuela psicológica, es extensa y complicada. La extensión resulta del volumen descomunal de las escrituras, las canónicas y las no canónicas. La complicación proviene del alto grado de abstracción de la filosofía, de las particularidades conceptuales de las numerosas corrientes, de la intromisión de leyendas y eventos inexplicables dentro del cuerpo mismo de los textos y de las dificultades de la traducción de los escritos más antiguos a los idiomas occidentales. Como ocurre con todas las doctrinas cuando se vuelven credos, los ritos del budismo y las leyendas alrededor del Buda terminan atrayendo más atención que sus aspectos prácticos.

Hay mucho por hacer en la divulgación de la esencia del budismo en su prístina simplicidad. Cuando las Enseñanzas básicas se esparzan por todas partes, los mensajes del Buda, anteriormente solo orientales y ahora en proceso de «occidentalización», se volverán entonces universales. En el curso de esta “globalización”, las Enseñanzas retornarán a las cualidades con que las predica el Buda en sus comienzos: sencillas, únicas y universales, todo con el loable y único propósito de acabar con el sufrimiento.

Gustavo Estrada
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martes, 28 de octubre de 2008

Las dos iluminaciones *

Las diferencias conceptuales en materias metafísicas son irreconciliables. No puede haber acuerdo sobre preferencias divinas, seres etéreos, vidas previas, reencarnaciones posteriores, paraísos celestiales, infiernos castigadores o apariciones milagrosas. Las opiniones o suposiciones en estos temas, atribuidas por cada credo a sus correspondientes profetas o elegidos, no son ni evidentes por sí mismas ni demostrables. Las verdades “reveladas” en asuntos sobrenaturales son, desde la perspectiva del Buda, opiniones incorrectas. Las opiniones incorrectas obnubilan el entendimiento; la iluminación del budismo —la iluminación oriental— es la cesación de la obnubilación, el despertar interior. (La palabra “buda” quiere decir “despierto mental”).
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Todos los dogmas religiosos parten de opiniones —de suposiciones, de proposiciones cuya verdad se admite sin pruebas— y sobre las cuales, mediante ulteriores razonamientos, se construye el cuerpo de doctrina. Si los postulados iniciales de dos sectas difieren, los sistemas resultantes serán completamente divergentes. No habrá forma de que creyentes y adherentes, por más que discutan y revisen sus argumentos, logren ponerse de acuerdo en cuanto a lo que es correcto; en los peores casos, lucharán y se matarán por sus causas. Stephen Colbert, el humorista norteamericano, dice con irónico ingenio: «No soy un fanático de los hechos. Los hechos no cuentan. Son las emociones las que interesan. Los hechos pueden cambiar, pero las opiniones nunca cambiarán, sin importar cuales sean los hechos».
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La iluminación occidental, el movimiento intelectual del siglo XVIII, tiene similitudes y diferencias con la iluminación oriental. Immanuel Kant, uno de sus exponentes más importantes, la definió como “la emergencia del hombre —el surgimiento, el escape, la salida— de su inmadurez autoimpuesta, de su incapacidad para usar su propio entendimiento sin la guía o dirección de otros”. (Para distinguir las dos perspectivas de la iluminación, la precisión del idioma alemán utiliza términos diferentes).
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Las opiniones incorrectas no necesariamente resultan de la falta de inteligencia o conocimientos, sino de la inmadurez autoimpuesta que describe Kant. Tal inmadurez explica por qué muchas personas, por lo demás instruidas y sagaces en sus disciplinas profesionales, aceptan creencias irracionales e innecesarias. Muchas mentes brillantes han sostenido opiniones incorrectas. El psiquiatra suizo Carl Jung creía en la astrología; el antropólogo y naturalista inglés Alfred Russell Wallace pasó los últimos años de su vida intentando comunicarse con los espíritus de los muertos; el físico y matemático inglés Isaac Newton pensaba que los planetas necesitaban de vez en cuando empujones de los ángeles para seguir su rotación, sin sucumbir a la atracción de la gravedad del sol; el astrónomo alemán Johannes Kepler se ganaba la vida haciendo horóscopos.
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Según Arthur Schopenhauer, nada bloquea tanto el acceso a la verdad como los prejuicios y las opiniones preconcebidas que resultan de las creencias que hemos adoptado voluntaria o involuntariamente de terceros —las suposiciones incorrectas, los enunciados no evidentes, no verificables, no demostrables—. La emancipación mental de estas creencias demanda un coraje superior y una capacidad intensa de observación desprevenida de la realidad.
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El Buda se adelanta a Kant en más de dos milenios cuando establece que debemos liberarnos de todas las especulaciones sobre los dominios metafísicos pues son opiniones o suposiciones inútiles e incorrectas que en nada contribuyen a la eliminación de la desarmonía y el sufrimiento emocional. Ambos pensadores llegan hasta sus correspondientes concepciones de la iluminación: El Buda lo hace a través de la meditación y el silencio de la mente; Kant, mediante el análisis y la razón. Y también ambos sabios coinciden en la necesidad de una decisión firme por parte del aspirante a la verdad. El Buda exhorta al esfuerzo: “¡Siga el camino noble! Ese le lleva al conocimiento intuitivo y al fin de la obnubilación”. Kant recomienda resolución: “¡Tenga coraje para utilizar su propio entendimiento sin depender de terceros! Ese es lema de la iluminación”.

Gustavo Estrada
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lunes, 27 de octubre de 2008

La vida, la consciencia y el ego *

La vida y la consciencia son magia; magia blanca debo decir. Nunca comprenderemos los encantamientos ni los hechizos que están detrás de tales fenómenos. Pero debemos apreciar el espectáculo sin ninguna preocupación acerca de quién es el mago o de cómo funcionan los trucos. El EGO —el sentido de identidad— es la ilusión suprema; tal ilusión es tan real que nos obnubila y nos distorsiona lo que quiera que exista allá afuera. De acuerdo con los sabios, cuando el EGO se disuelve, los nubarrones se esfuman y percibimos el mundo de una manera diferente. Esta nueva manera de ver es el conocimiento intuitivo —el conocimiento directo, la tercera manera de conocer que describía Spinoza—. Hipotéticamente la nueva realidad así descubierta es la REALIDAD VERDADERA. Llamémosla Cielo, Dios. Consciencia Pura, lo Eterno… pero nosotros no podemos verla con los ojos de la razón corriente.

Gustavo Estrada
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martes, 30 de septiembre de 2008

El Tamaño del Ego *

El tamaño de mi ego (y del ego de cualquier persona) es, además de variable, extremadamente difuso. El ego no es una entidad con límites, bordes o marcos de referencia; tampoco tiene peso, masa o volumen, ni hay metros, básculas o probetas graduadas que puedan dimensionarlo. La parte visible, audible y perceptible de mi ego está conformada por su expresión, por las actuaciones que él programa para que yo ejecute, esto es, por mi comportamiento físico y emocional. La parte invisible, silenciosa e imponderable, la que yo llevo y siento en mi interior, la constituyen todas las codificaciones cerebrales de lo que me identifica, caracteriza y diferencia, de lo que es mío (versus lo que es ajeno), de lo que yo soy (versus lo que son los demás). De esta identificación y de esta delimitación —del miedo a no ser y del miedo a perder lo que es mío— provienen los apegos y los fastidios, las ansias y los rechazos, las compulsiones y las aversiones, las adicciones y las fobias, las pasiones y los odios; en menos palabras, desde allí se origina el sufrimiento emocional que la psicología budista reconoce como una característica de la naturaleza humana.
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No es posible medir el ego de nadie. De hecho, no se puede dimensionar ningún fenómeno mental, sea un sueño, un pensamiento o una emoción. Se puede hablar de un sueño más vívido que otro, un pensamiento más claro que otro, una emoción más fuerte que otra. En los tres casos, las primeras situaciones utilizan más neuronas que las segundas. Y esto es todo lo que se puede decir del tamaño de los eventos mentales. No hay duda, eso lo sabemos, que hay egos más grandes que otros; todos conocemos a alguien cuyo ego no cabe en su despacho y frecuentemente requiere de un vehículo grande para transportarlo.
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Existen numerosas pruebas que buscan cuantificar o, al menos, calificar las tendencias innatas y los comportamientos demostrados. Tales mediciones, sin embargo, apenas cubren características específicas del individuo, tales como religiosidad, disciplina, generosidad, introversión o gula, y siempre lo hacen en cifras porcentuales con respecto a la muestra total (nunca en valores absolutos). Pero ni siquiera con porcentajes se puede estimar la dimensión del ego; no obstante, un atributo que va de cero en un recién nacido hasta un cierto nivel en un adulto ha de tener una magnitud.
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A pesar de la imposibilidad de medirlo, el tamaño del ego no es constante. Justamente su elasticidad —la capacidad que tiene el «propietario» del ego de disminuirlo y de llevarlo a una expresión mínima— es la que abre la puerta a la posibilidad de disminuir el sufrimiento. De aquí proviene la creciente importancia que está adquiriendo la psicología budista en el tratamiento de desórdenes como los comportamientos compulsivos, las fobias, la depresión y la dificultad de concentración. El dolor físico es muchas veces inevitable; el sufrimiento emocional, en cambio, siempre es opcional. La existencia del sufrimiento es un hecho que todos presenciamos o vivimos; la perspectiva de eliminarlo es lo que lo convierte en opcional. Esto, incluyendo la forma de cómo hacerlo, es lo que enseñó el Buda.

Gustavo Estrada
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jueves, 11 de septiembre de 2008

Sobre la inteligencia *

Durante el último medio milenio la historia de la anatomía documenta la curiosa costumbre de utilizar la tecnología más avanzada de cada época como el modelo definitivo del funcionamiento del cerebro humano. El primer símil fue con el reloj en el siglo XVI; posteriormente con la máquina de vapor, en el siglo XIX; luego con los conmutadores telefónicos, en la primera mitad del siglo XX y, en las décadas recientes —por supuesto— con los computadores electrónicos. Todas estas comparaciones han resultado inadecuadas, así sonaran razonables en su tiempo, y todas se han quedado cortas —cortísimas— al cotejar equipos de fabricación humana con el prodigio extraordinario del órgano que las diseñó.
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Jeff Hawkins, arquitecto de numerosas tecnologías y exitoso empresario de California, resolvió hace veinte años darle vuelta completa a la metáfora y recorrerla en contravía. En vez de partir de equipos ya inventados para crear asociaciones, Hawkins decidió entender primero las operaciones del cerebro —más específicamente de la corteza cerebral— y arrancar desde allí hacia el diseño de una nueva tecnología. Con semejante reto en mente y después de estudiar por su propia cuenta numerosos textos de neurología y de trabajar con muchos científicos, el ambicioso empresario inicia un proyecto monumental —sino quimérico— para diseñar y construir equipos electrónicos que operen de manera similar al cerebro humano. Numenta, una empresa fundada por Hawkins en 2005, tiene como misión la puesta en marcha de tal iniciativa. Su libro Sobre la inteligencia (On Intelligence, en inglés), escrito con la periodista científica Sandra Blakeslee, describe el razonamiento que está detrás de su aventura, los factores que respaldan la idea, los obstáculos que la hacen extremadamente compleja y las evoluciones científicas que contribuirán a su materialización.
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Exceptuando un capítulo complejo y difícil de leer, dedicado al modelo detallado del funcionamiento de la corteza cerebral, la delgada capa de treinta mil millones neuronas que rodea el cerebro, Sobre la inteligencia es un libro entretenido y didáctico. La descripción de los cuatro atributos de la corteza cerebral que la hacen radicalmente diferente de los computadores electrónicos es fascinante. El primer atributo es el almacenamiento de secuencias de patrones (y no de datos aislados interrelacionados por bases de datos) que permite el registro y recordación de relatos o series. El segundo es la capacidad de retomar un relato o una secuencia completos con solo una fracción de cualquier parte del mismo, sea del inicio, de un punto intermedio o del final, sin necesidad de tener acceso al patrón completo. El tercero es la conservación de la esencia de un patrón aunque el resto de la información sea variable (por ello reconocemos objetos incompletos o identificamos personas que no hemos visto en años a pesar de los cambios de edad, contextura o maquillaje). El cuarto, el capítulo complicado del libro, es el almacenamiento de los patrones en una estructura jerárquica.
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Estos atributos le proveen a la corteza cerebral una capacidad intelectual diferente a aquellas propuestas en interpretaciones anteriores. Según Hawkins la corteza es un órgano de predicción; predecir es la función principal del cerebro humano y esta capacidad es el cimiento mismo de la inteligencia. Las neuronas involucradas en cualquier actividad (o neuronas asociadas a ellas que pueden no haber sido descubiertas aún) se activan con anterioridad a la llegada de las correspondientes señales sensoriales, sean éstas luminosas, auditivas o táctiles, anticipando los eventos a ocurrir con base en todos los patrones que tiene la corteza en su memoria. Por ejemplo, cuando alguien entra a un restaurante donde nunca ha estado, puede “predecir” con un buen grado de certeza en qué dirección se encuentra el baño. Si al completarse el evento el resultado coincide con las expectativas (ello ocurre la gran mayoría de las veces), el dueño del cerebro ni siquiera se da cuenta de que en el proceso ocurrió una verificación. Si, por el contrario, las expectativas no coinciden con la realidad, ocurre una sorpresa, una corrección y un aprendizaje que eventualmente genera nuevos patrones.
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En la perspectiva de Hawkins, el cerebro humano es un órgano que construye modelos basándose en patrones y analogías y con ellos genera creativas predicciones. Cuando no encuentra correlaciones, se las inventa, a como dé lugar, siendo muchas de ellas descabelladas. De estas invenciones resultan la pseudociencia, los prejuicios, la intolerancia y las religiones.
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El concepto de predicción que Hawkins desarrolla en 1986 —recordemos que él no es un neurólogo de profesión— es más tarde confirmado en estudios científicos independientes. Dice Rodolfo Llinás de la Universidad de Nueva York en 2001: “La capacidad de predecir el resultado de eventos futuros es ultimadamente la más común de todas las funciones globales del cerebro”.
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Creo que el desarrollo de máquinas realmente pensantes es un proyecto irrealizable pero que con seguridad llevará a muchos nuevos descubrimientos. El brillante emprendedor reconoce que sus aspiraciones no llegan hasta el modelaje la consciencia ni a la producción de máquinas que digan “yo”; sus intereses principales apuntan al desarrollo de computadores con visión, al diseño de robots pensantes y a la construcción de máquinas con capacidad de aprender. La invitación a la ambición de las nuevas generaciones para que se unan de alguna forma a la gran idea se sale del contexto del tema central; el utilitarismo no debería ser la fuerza motriz de los desarrollos científicos. Pero, sin lugar a dudas, desde mi punto de vista de aficionado a las ciencias cognitivas, las solas explicaciones del funcionamiento la corteza cerebral (supongo que más de un neurocientífico puede estar en desacuerdo con ellas) y el concepto de predicción como fundamento de la inteligencia ameritan con creces la lectura de este excelente libro.

Gustavo Estrada
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miércoles, 27 de agosto de 2008

La fisiología de la meditación: Cómo y por qué funciona *

La meditación: un ejercicio neuronal
De la misma forma como el ejercicio físico crece y fortalece los tejidos musculares, el ejercicio mental hace otro tanto con los tejidos nerviosos. Los músculos se adiestran tensionándolos y aflojándolos; las neuronas, estimulándolas y silenciándolas. El ejercicio mental consiste en la adquisición y reutilización de nuevos conocimientos así como en el desarrollo y práctica de nuevas habilidades, sean estas físicas o intelectuales. Las destrezas nuevas, como aprender a multiplicar o a efectuar piruetas con una pelota, son actividades cuyos programas neuronales se siembran y codifican en el cerebro; en cada recordación del conocimiento y en cada repetición de la actividad, los programas cerebrales se ejecutan nuevamente, fortaleciendo durante el proceso las correspondientes conexiones cerebrales. Si las conexiones originales no se usan, se «borran», se olvidan; si se usan con frecuencia, se fijan permanentemente, se retoman con facilidad.
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Neuroplasticidad es la capacidad que tiene el cerebro humano de desarrollarse y modificarse continuamente en su estructura misma. Los estudios sobre esta facultad recién descubierta han demostrado que el ejercicio continuado de las habilidades físicas y mentales no solo mejora la utilización de las neuronas existentes y recupera las neuronas deterioradas, sino que también conlleva la generación de neuronas nuevas. En todos los casos, siempre hay mayor conectividad y más circuitos disponibles para hacer más tareas; de manera escueta, hay más cerebro —más materia pensante y actuante— dentro del mismo cráneo.
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La comunicación interneuronal ocurre mediante señales eléctricas transmitidas, moduladas o amplificadas a través de neurotransmisores, unas sustancias químicas producidas y almacenadas en cada neurona. Las señales le ordenan a la neurona receptora la repetición de los mensajes a sus neuronas vecinas, con la orden perentoria de continuar una cadena en forma de cascada, o sea, repitiendo la instrucción a terceras neuronas, para que estas continúen sucesivamente con la serie propagadora hasta otra región cerebral o hasta el órgano donde se ejecuta la labor requerida. No todos los impulsos son retransmisión de mensajes. Por el contrario, muchos impulsos le exigen a la neurona vecina que se quede quieta y callada, que suspenda toda actividad y que interrumpa la cadena de mensajes.
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Las neuronas que generan mensajes del primer tipo —órdenes de hacer— se denominan excitadoras o activadoras; las que producen mensajes del segundo tipo —órdenes de no hacer—, son inhibidoras o desactivadoras. Cada neurona desde su nacimiento se especializa en una u otra función. Cuando las neuronas inhibidoras están ocupadas, su trabajo pasa desapercibido y el dueño del sistema nervioso no se percata del esfuerzo bloqueador de este tipo de neuronas. La gran mayoría de las neuronas son excitadoras pero las neuronas inhibidoras trabajan con mayor frecuencia; se estima que en todo el sistema nervioso el número de señales excitadores que se envían es más o menos igual al de señales inhibidoras. Cabe anotar que los movimientos musculares son una compleja alternación de instrucciones de ambos tipos de neuronas funcionando con la más extraordinaria sincronización.
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Al igual que la gimnasia mental, las diversas técnicas de meditación son ejercicios neuronales, pero de naturaleza muy diferente a los adiestramientos mentales corrientes. Para efectos de este artículo, nos referiremos únicamente a dos modalidades de meditación y, más específicamente, a dos modalidades de meditación budista. La primera, a la cual denominamos meditación de la atención, pues es una aplicación de la recta atención, la séptima práctica del camino noble, es la observación cuidadosa de las sensaciones corporales. Más específicamente, la meditación de la atención que nos interesa en este artículo es la contemplación voluntaria y dedicada del cuerpo y de las sensaciones que en él ocurren. A la segunda modalidad de meditación la denominamos meditación del éxtasis, dado que es esencialmente la aplicación de la octava práctica noble, el recto éxtasis. La meditación del éxtasis es una secuencia de cuatro niveles progresivos de introversión por los que atraviesa un practicante cuando se aísla de la sensualidad y de los estados mentales perjudiciales. En la meditación de la atención, el meditador entra con un mapa —con un plan predefinido— a su bosque mental y observa lo que quiere a su voluntad; el meditador busca la experiencia. En la meditación del éxtasis, el meditador entra a su bosque mental y observa lo que se va presentando; el meditador se entrega a la experiencia.
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El entrenamiento neuronal de los ejercicios físicos como la gimnasia o el baile y de los ejercicios mentales como el ajedrez o los crucigramas adiestra, primordial pero no exclusivamente, las neuronas excitadoras que están inactivas o laborando a media marcha. El entrenamiento neuronal de la meditación se concentra en las neuronas inhibidoras, aquellas cuyo oficio consiste en reprimir, aquietar y silenciar.
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Revisemos ahora algunas de las investigaciones científicas recientes acerca de la fisiología de la meditación. El doctor Herbert Benson, profesor de medicina de la Universidad de Harvard, define cuatro elementos o requisitos para la práctica de la meditación: ambiente tranquilo, actitud pasiva, posición confortable y dispositivos mentales. Los dispositivos mentales son las cosas (por ejemplo, una parte o un área del cuerpo) o los fenómenos (por ejemplo, la respiración o las sensaciones corporales) en los cuales se centra la atención durante la práctica. Relacionemos, para explicar el papel de la inhibición, estos cuatro elementos con las dos clases de neuronas.
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Los tres primeros requisitos de la meditación ordenan descanso o reducción de ritmo a los millones de neuronas excitadoras que manejan la rutina diaria. El bajón de velocidad ocurre tan pronto como el meditador se queda quieto, guarda silencio, se aísla de interrupciones y se sienta cómodamente. Una vez inmóvil, callado y con la boca y los ojos cerrados, el meditador deja sin oficio, por el rato que dure la práctica, a una amplia variedad de neuronas, «las motrices, las parlanchinas, las glotonas y las fisgonas». Por ejemplo, con solo cerrar los ojos silenciamos alrededor del veinte por ciento de las neuronas del cerebro, pues la función de la visión es una de las usuarias más exigentes de la materia gris. La quietud y el silencio conllevan recesos similares de neuronas, aunque en proporciones menores. El cierre de la boca no solo apunta al silencio verbal sino también a la abstención de alimentos; vale la pena resaltar que no solo no se ingieren comestibles mientras se medita (esto resulta más que obvio), sino que tampoco debe consumirse cosa alguna durante las dos horas que anteceden a la práctica con el fin de que el aparato digestivo y las neuronas que lo controlan también entren en receso.
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Hay mucho sentido en todo lo anterior. ¿Qué hacemos cuando queremos descansar o dormir? Pues adoptamos medidas similares —quietud, silencio, comodidad— de la forma más natural. Las ventajas del sueño, así lo entiende la ciencia actual, son primordialmente de carácter mental y su principal beneficiario es el cerebro, el órgano que más lo necesita.
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Hasta aquí coinciden sueño y meditación. Pero es en las neuronas inhibidoras donde se encuentra el campo exclusivo del juego de la meditación y el territorio primario de su influencia. Las neuronas inhibidoras son directamente manipuladas por los dispositivos mentales, el cuarto elemento de Herbert Benson. Los dispositivos mentales de la meditación budista son su ingrediente diferenciador con respecto a cualquier otro ejercicio; estos dispositivos mentales son también los que la distinguen del sueño (donde la atención se apaga) y le dan a la meditación budista (donde la consciencia es total) las ventajas mentales y vitales que el solo acto de dormir no proporciona. Nuestro sistema nervioso, por necesidad o por conveniencia, acalla permanentemente multiplicidad de sensaciones en la vida diaria. Con la práctica continuada de la meditación es posible encender y apagar las sensaciones mencionadas, rutina esta que no es otra cosa que el ejercicio —el adiestramiento, la gimnasia— de las neuronas inhibidoras.
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Inhibición y meditación de la atención
Durante la meditación de la atención el meditador observa, serena y desprevenidamente, todas las sensaciones que él o ella perciben. En la inspección detallada de su cuerpo el practicante repasa, parte por parte, todo su organismo y se percata, imparcialmente y sin ninguna expectativa, de una amplia variedad de sensaciones que, en circunstancias normales, no siente y, por lo tanto, le pasan inadvertidas.
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A lo largo de nuestro sistema nervioso (el cerebro es parte del sistema nervioso) se mueven incontables intercambios neuronales de información a todo momento. Los procesos fisiológicos generan de manera permanente millones de señales nerviosas; la mayoría de ellas están diseñadas para «no hacer ruido», para moverse «muy calladas», pero una elevada proporción es silenciada intencionalmente por el mismo sistema nervioso. Si así no fuera, todos enloqueceríamos en medio de una confusa y estruendosa «bulla». Las encargadas de proteger nuestra cordura son justamente las neuronas inhibidoras, que ejercen con juicio cauteloso su función desactivadora, y nos dejan detectar y procesar conscientemente solo la fracción de los impulsos nerviosos que nos interesa. En la meditación de la atención, las células inhibitorias suspenden parcial y temporalmente su trabajo —se dedican a descansar— y nosotros podemos percibir una variedad de señales, a medida que movemos la vigilancia mental por las distintas partes del cuerpo. El oficio de las neuronas inhibidoras es similar al de los porteros que controlan el ingreso a un espectáculo; es en la suspensión o interrupción de su función cuando su papel se hace relevante. Las sensaciones suprimidas se perciben cuando sus correspondientes neuronas inhibitorias dejan de trabajar; las personas que no tienen boleta se cuelan a los espectáculos cuando los porteros abandonan el puesto.
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El lector puede formarse una idea somera del funcionamiento de los procesos inhibitorios simplemente manteniendo su atención por unos segundos en el contacto de alguna parte de la ropa con su piel o de su cuerpo con la silla donde está sentado. Con la práctica y el tiempo, el practicante detectará señales mucho más sutiles, no necesariamente de contactos físicos.
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En los movimientos de la atención hacia distintas partes del cuerpo y en la percepción de sensaciones normalmente ignoradas, el meditador ejercita sus neuronas inhibidoras, permitiendo que se enciendan y apaguen durante la práctica. Esta técnica de activar y desactivar circuitos neuronales en el sistema nervioso durante la meditación de la atención es equivalente a la de tensionar y soltar tendones y fibras en un subsistema muscular durante cualquier ejercicio físico.
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Inhibición y meditación del éxtasis
En la meditación del éxtasis, el meditador se aísla, tanto física como mentalmente, y se hunde progresivamente en niveles más y más avanzados de ensimismamiento. Mediante su actitud pasiva, el practicante permite lentamente que muchas señales nerviosas, cualesquiera que ellas sean, vayan desvaneciéndose. Aquí los dispositivos mentales son el silencio mental, el sosiego y la ecuanimidad que experimenta el meditador. En el proceso, el practicante penetra en niveles de introversión cada vez más profundos; millones de neuronas excitadoras se apagan (adicionales a las que ya lo estaban por efecto de los tres primeros elementos de Benson) y millones más de neuronas inhibidoras, que estaban apagadas, se encienden y comienzan a ejercer su función bloqueadora. Como resultado de estas acciones, el cerebro recibe menos y menos señales o, lo que es equivalente, ignora más y más cosas.
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El radiólogo Andrew Newberg y el psiquiatra Eugene D’Aquili fueron los pioneros de las investigaciones sobre la relación entre la actividad neuronal de monjes budistas practicando la meditación del éxtasis y las diferentes partes del cerebro; sus experimentos, utilizando tecnología computarizada de imágenes, tuvieron lugar en el Centro Médico de la Universidad de Pensilvania a finales de los años noventa. ¿Por qué monjes budistas? Porque la meditación del éxtasis demanda mucha más consagración y experiencia que la meditación de la atención y los monjes budistas son los «pesos pesados» de la meditación. Conectados a sofisticados equipos, los meditadores efectuaron sus prácticas en un cuarto aislado y, mediante una cuerda que jalonaban a voluntad, les indicaban a los investigadores, que se encontraban en una habitación vecina, el instante en el cual alcanzaban un nivel elevado de introversión. En ese momento el doctor Newberg entraba en el cuarto y le inyectaba al monje de turno una sustancia radioactiva que señalaba en un escáner los puntos del cerebro donde estaba ocurriendo la actividad neuronal.
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Las imágenes logradas mostraron que mientras más profunda la meditación, mayor el flujo sanguíneo a la corteza prefrontal, un área identificada como el asiento de la atención, indicando un aumento de la actividad electroquímica en ese sitio. Al mismo tiempo, también indicaron que en un sector de la parte posterior superior derecha del cerebro, conocido como el área de asociación de la orientación, muy poco o nada estaba allí ocurriendo. Es en esta área donde el individuo procesa el sentido del espacio y del tiempo, donde tiene información de los límites de su cuerpo, y donde entrelaza los datos del fin de su contextura física y del comienzo del resto del mundo.
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¿Qué explicaciones se sugieren para estos contrastes de la actividad neuronal en los monjes meditadores? Si al área de orientación del cerebro de una persona no le llega señal alguna, resultado esperable del trance inducido, es como si el sujeto se quedara sin reloj, metro, brújula o radar —sin ningún instrumento, para todos los efectos—. Según la explicación de Newberg, «el cerebro no tiene otra alternativa que percibir a su dueño como ilimitado, como unificado con toda la creación, como fundido con todos y con todo». No entro en las consideraciones teológicas o psicológicas de estos hallazgos, pero ellos sí proveen un buen sentido a algunas de las descripciones de las experiencias de estados alterados «buscados» en cuanto se refiere a la disolución del ego y a la desaparición de la noción de tiempo.
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Por otra parte ¿por qué ocurre tanta actividad neuronal en la corteza prefrontal, el asiento de la atención? ¿No debería el asiento de la atención acallarse como sucede con el área de asociación de la orientación? La meditación del éxtasis es una vigilancia pasiva, sin ninguna comparación, juicio o análisis; no hay cálculos, rememoraciones o procesos creativos; no hay rotación de la observación alrededor del cuerpo como ocurre en la meditación de la atención. La vigilancia mental simplemente se focaliza silenciosa e imparcialmente en los resultados del ejercicio. La actividad neuronal debería ser, por lógica aparente, mínima en la corteza prefrontal. ¿No es paradójico este resultado?
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En realidad el fenómeno tiene una explicación razonable. Cuando los monjes budistas del experimento alcanzan los niveles más profundos de su éxtasis, las neuronas del asiento de la atención están «activamente» dedicadas a enviar señales inhibitorias, están ocupadas, en grado superlativo, deteniendo el tráfico de todas las impresiones que alejen al meditador de lo que está sucediendo durante su experiencia. En consecuencia, la interacción de los órganos de los sentidos con sus correspondientes objetos se encuentra bloqueada por las neuronas inhibidoras, generándose así en las imágenes computarizadas una manifestación de intensa actividad. En particular, estas neuronas bloquean cualquier flujo de señales hacia el área de asociación de la orientación; allí, en verdad, no ocurre nada y, por lo tanto, las imágenes muestran «silencio completo».
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Beneficios de la meditación budista
La literatura, tanto la científica como la popular, documenta con tanta abundancia las ventajas de la meditación en la disminución de los efectos negativos del estrés de la vida moderna que se hace innecesario y redundante el cubrimiento del tema. Nos concentramos, por lo tanto, en los beneficios de las meditaciones de la atención y del éxtasis.
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Comencemos por relacionar la fisiología del sistema nervioso con la perspectiva budista. Todo evento cerebral genera señales nerviosas cuyos movimientos en nuestro organismo, por tratarse de impulsos físicos —flujos de sustancias químicas y de cargas eléctricas—, conllevan sensaciones sutiles, la gran mayoría de las cuales es silenciada por las neuronas inhibidoras o amortiguada por la disminución del nivel de actividad de las neuronas excitadoras. Para el budismo, el sentido de identidad —el ego— consiste de cinco componentes conocidos como los cinco agregados de la individualidad: el cuerpo físico, las sensaciones, las percepciones, las formaciones o reacciones condicionadas, y la cognición o memoria cerebral. Las sensaciones siempre están ocurriendo; su percepción se encuentra bloqueada en la mayoría de los eventos, para conveniencia de la persona. Aquí es donde las reacciones o formaciones condicionadas pueden opcionalmente entrar a jugar un papel decisivo. Las formaciones condicionadas (las codificaciones de ejecución automática en la cadena sensación agradable-percepción placentera-reacción repetible, asociadas con todas las percepciones que cada persona haya experimentado) están registradas en el cerebro —en el quinto agregado, la cognición o memoria cerebral—; allí permanecen siempre al acecho. En las formaciones condicionadas está el origen de los apegos y los rechazos (los apegos negativos) que, cuando crecen desordenadamente, se convierten en adicciones y odios enfermizos.
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El propósito central de la meditación budista es la purificación —la descontaminación— de la mente. El ejercicio de los mecanismos inhibitorios del sistema nervioso y la consciencia que durante la meditación el practicante desarrolla del encendido y del apagado de conexiones neuronales le apoyan de manera notable en el manejo y control de sus apegos y de sus aversiones. Allí se encuentran los grandes beneficios de la meditación. Es a las adicciones y a los odios hacia donde el Buda apunta la acción purificadora
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El Buda sabe que no es a las bebidas alcohólicas a las que nos volvemos adictos (muchas personas las consumen sin desarrollar la adicción), sino a las sensaciones que ellas desencadenan en cada uno de nosotros. Los vicios se adquieren cuando los deseos de revivir experiencias placenteras se vuelven reacciones condicionadas automáticas e incontrolables. El Buda recomienda la abstención de las sustancias tóxicas a quienes quieran mantener una mente descontaminada; esa es la medida preventiva. Para quienes ya son víctimas de la adicción y necesitan, por supuesto, acciones purificadoras, la meditación es la medida correctiva. (Por supuesto que la meditación es una práctica recomendable para cualquier individuo, no solamente para los adictos). Pero es en la prevención y el tratamiento de problemas más complejos que las adicciones corrientes y los apegos rutinarios, con los cuales todos estamos familiarizados, donde la meditación budista está mostrando recientemente sus mejores beneficios.
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El descontrol de los mecanismos neuronales inhibitorios parece estar en la raíz de muchos problemas psiquiátricos y psicológicos. Si una fracción importante de nuestras neuronas permaneciera activa durante un buen rato, perderíamos rápidamente la cordura. Las neuronas inhibitorias son un factor importante en el mantenimiento del orden mediante la retención de las señales innecesarias, el silenciamiento de los ruidos superfluos y la conservación del equilibrio en los procesos nerviosos.
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Las investigaciones sobre la aplicación de la meditación de la atención y la meditación del éxtasis (o de versiones adaptadas de estas técnicas) en desarreglos de comportamiento han aumentado notablemente durante la última década. El malfuncionamiento de las neuronas inhibidoras ha sido asociado con una variedad de problemas tanto neurológicos (por ejemplo, la hiperactividad infantil y el déficit de atención) como psicológicos (por ejemplo, las fobias y los desórdenes compulsivos obsesivos).
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Para estos últimos problemas, el razonamiento de la psicología evolutiva para explicar la relación es simple. El miedo a las sensaciones dolorosas (hambre, dolor físico, soledad) y el agrado de las sensaciones placenteras (alimentación, bienestar, sexo) jugaron un papel crucial en nuestro desarrollo evolutivo. Los miedos promovieron la supervivencia de nuestros antepasados; las sensaciones agradables aseguraron la permanencia de la especie. Pero una vez desaparece el origen del miedo —saciado el hambre, desaparecida la causa del dolor, satisfecha la ansiedad sexual— las neuronas inhibitorias suprimen los correspondientes deseos y hacen un llamado a la inacción. No obstante, cuando las neuronas inhibitorias no cumplen su papel, aparecen entonces la gula, la adicción a los calmantes o la obsesión por el sexo (compulsiones o manías) o los miedos infundados a una amplia variedad de riesgos normales o peligros inexistentes (repulsiones o fobias). Los resultados iniciales de la meditación budista en el tratamiento de tales padecimientos son promisorios en grado superlativo; el ejercicio de las neuronas inhibidoras, que las estimula y silencia durante la práctica, parece ser la causa de estos resultados positivos. El Buda nunca habló en sus discursos de manías o fobias; él siempre se refirió a deseos desordenados o aversiones. Para el Buda, sin llamarlo de esa manera, las manías y las fobias eran simplemente impurezas de las cuales era necesario descontaminar a la mente.

Gustavo Estrada
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martes, 29 de julio de 2008

¿Buda agnóstico? ¿Buda pragmático?

En aquel entonces «el mundo era tan reciente que muchas cosas todavía carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo». Así, con esta imaginativa metáfora, califica Gabriel García Márquez la lejanía inmemorial del comienzo de sus Cien años de soledad. De manera similar, el dedo erudito moderno señala que el Buda —el Maestro, el Sabio de Sakya— fue agnóstico y fue pragmático muchas centurias antes de que los tales vocablos se filtraran en los idiomas en el siglo XIX, tras ser acuñados respectivamente por el biólogo inglés Thomas H. Huxley y el filósofo norteamericano Charles S. Peirce.
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Bastan dos párrafos, que aparecen en varios discursos del Maestro, para corroborar esta aseveración. El primero, el objetivo resumido de sus Enseñanzas, lo repite el Buda centenares de veces cada vez que se refiere a sus cuatro verdades nobles: «Sólo explico la realidad del sufrimiento, el origen del sufrimiento, la cesación del sufrimiento y el camino para llegar a la cesación del sufrimiento». El segundo forma parte de las respuestas que ofrece el Buda a un discípulo suyo cuando este le exige claridad sobre ciertas cuestiones etéreas como la eternidad o temporalidad del cosmos, la inmanencia o diferenciación entre cuerpo y alma, y la existencia o desaparición del Buda después de su muerte. Dice con respecto a ello el Sabio de Sakya: «En la discusión de hipótesis sobre asuntos sobrenaturales —sean estos la eternidad o infinitud del universo, la existencia o inexistencia del alma, la inmortalidad de esta o su desaparición, el renacimiento o la reencarnación— cualquier afirmación o negación en uno u otro sentido es solo un manojo de opiniones, un desierto de opiniones, una manipulación de opiniones que en nada conducen a la cesación del sufrimiento». En fin de cuentas, para el Maestro lo único que cuenta es la eliminación del sufrimiento y la especulación sobre cualquier cosa que no conduzca a ello es una pérdida de tiempo.
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Hablemos un poco de los dos términos que nos interesan. Agnóstico es aquel que reconoce la incapacidad humana para llegar a conclusiones definitivas sobre ciertas preguntas, particularmente aquellas de orden metafísico o teológico, cuya complejidad excede la capacidad de la razón humana. En vez de ingeniarse argumentos para apoyar un punto de vista en una u otra dirección, el agnóstico no niega ni confirma, no rechaza ni asevera, no gasta cerebro en lo que es lógicamente imposible de refutar o comprobar. El agnóstico se limita a decir: «Yo no sé».
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Un siglo después de Huxley y de ahí en adelante hasta el presente, docenas de científicos generosamente apoyados por la investigación moderna, comienzan a compartir la «cautelosa ignorancia» del biólogo inglés. Para neurólogos y antropólogos, la evolución del cerebro humano hasta llegar al prodigio actual del homo sapiens ha sido exclusivamente para la supervivencia de su dueño y no, de ninguna manera, para el entendimiento de las leyes del cosmos. Para los físicos como Steven Weinberg, Premio Nobel en 1979, la realidad de la materia y la energía resulta demasiado misteriosa hasta para los científicos más avezados. El ensamblaje del universo no ocurrió con la intención de que fuera comprendido por la mente humana y las ciencias, casi siempre materialistas, también terminan chocando eventualmente contra un muro que las obliga a ser agnósticas. La razón es simple: Existe una inmensa disparidad entre el problema y la herramienta; no se puede pintar un círculo rojo —la interpretación del cosmos— con un marcador azul —el cerebro humano—. El Buda, según el ex monje budista escocés Stephen Batchelor, es ciertamente agnóstico; el Sabio de Sakya, frente a todos los temas complejos, guarda silencio o se abstiene de formular hipótesis. (Por supuesto que el Buda no habla de física y este párrafo no implica que deba suspenderse la investigación).
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Refirámonos ahora al pragmatismo. El pragmatismo es la aproximación práctica a los problemas y los asuntos de la vida diaria; la verdad es aquello que funciona y que, por lo tanto, ha de tener consecuencias útiles. La teoría y la práctica no deben pertenecer a esferas diferentes. (Pragmático proviene del griego pragmatikos que significa «versado en asuntos de negocios»). Las Enseñanzas del Buda son pragmáticas, dice el erudito budista anglo-alemán Edward Conze, porque evitan las especulaciones y apuntan exclusivamente hacia los hábitos y las prácticas que conducen a la eliminación del sufrimiento. Las cuatro verdades nobles son las únicas verdades «absolutas»; de su comprensión y vivencia resultan el fin del sufrimiento y el despertar interior.
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¿Tiene algún propósito esta dicotomía? El Buda agnóstico resulta interesante para los racionales que desconfían de los creyentes y siempre se guían por los silogismos y la lógica. Pero es el Buda pragmático el que debe atraer a todos aquellos que solo buscan la eliminación del sufrimiento y prefieren una aproximación que deje de lado conceptos abstractos y proscriba creencias inútiles.
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Tengo la convicción de que las Enseñanzas del Maestro son más pragmáticas que agnósticas —en verdad el Buda no dice «no sé»—, aunque ambos adjetivos son calificativos adecuados para ellas. Pero también estoy seguro de que el Buda se reiría de cualquier intento que, como este, buscara catalogar su propuesta dentro de cualquier diccionario de filosofía. «Por favor, señores», —me imagino que diría— « esa discusión en nada contribuye a la eliminación del sufrimiento».

jueves, 10 de julio de 2008

¿Es natural la meditación?

Que un rasgo o una función sea natural significa que está determinado por la naturaleza, esto es, que se produce o presenta como resultado de las solas leyes o fuerzas de la misma y que es resultado de la evolución por selección natural. Para el ser humano son naturales, entre millares de características, la respiración, la alimentación, el lenguaje y el sexo. ¿Es natural la meditación? ¿Le proveyó a algún antepasado nuestro alguna ventaja de supervivencia el hecho de haberse sentado con los ojos cerrados para ponerse a meditar? O, de otra manera, ¿existe alguna mutación genética que indujo a algún homínido a meditar y, al hacerlo, favoreció su conservación como especie? La respuesta es negativa.

Comencemos por definir meditación. Para el Buda, quien sí sugiere que es una expresión de la naturaleza, la meditación es la aplicación del pensamiento para cultivar la serenidad y la sabiduría. Para el doctor Herbert Benson (1935- ), profesor médico de la Universidad de Harvard, la meditación es un ejercicio para apaciguar la mente que requiere de cuatro componentes: (1) un ambiente apacible, (2) una actitud pasiva, (3) una posición cómoda y (4) unos dispositivos mentales en los cuales se sostiene o se rota la atención por un período largo de tiempo (digamos de treinta a sesenta minutos). Los dispositivos mentales más utilizados en la meditación budista son la respiración, las sensaciones físicas de todo tipo y las partes del cuerpo.

No obstante, a pesar de la ausencia de componentes genéticos directos, la actividad mental involucrada en la meditación tiene similitud con la focalización que los ambientes salvajes le imponían a nuestros antepasados lejanos. Ellos eran vegetarianos y fueron presas de otras especies mucho antes de volverse carnívoros y convertirse ellos mismos en depredadores. Solo aquellos individuos que estaban atentos todo el tiempo, tanto a los movimientos de su cuerpo como a las señales de sus sentidos, lograron anticipar los constantes peligros que les acechaban. Fueron estos vigilantes permanentes quienes sobrevivieron lo suficiente para dejar descendencia.

Es fácil especular que en el camino de la selección natural se haya desarrollado una predisposición genética hacia la aplicación “vigilante” de la atención. En tal caso, nuestro cerebro sí tendría una inclinación natural para centrar la atención y existen razones adicionales para pensar que así sea, pues hay placer y satisfacción en el ejercicio de tal predisposición (posible herencia de la complacencia rutinaria de no ser cazado y engullido). Los vestigios de esta capacidad los utilizan en el mundo moderno los practicantes de las numerosas disciplinas de alto riesgo que demandan concentración absoluta en la tarea que se está ejecutando. Abundan los ejemplos: los deportes de alta velocidad, el equilibrismo y la acrobacia a grandes alturas, la tauromaquia, el montañismo en cumbres empinadas y el surfing sobre olas gigantescas. Una desviación mínima de la atención cuando se ejecutan estas faenas es causa cierta de azarosos accidentes; los peligros son enormes, permanentes e inesperados. No obstante, sus practicantes expresan un placer inverosímil en estas experiencias hasta el punto de convertirse en verdaderos adictos a las mismas.

Por otro lado, no hay comparaciones inmediatas que puedan hacerse entre las actividades comunes del hombre antiguo y los largos silencios e inacciones implicados en la meditación. En su quietud mental, el estar dormido (cuando no hay sueños o pesadillas) es la experiencia más cercana al ensimismamiento de la meditación; la frecuencia de las ondas eléctricas cerebrales desciende en ambos casos, pero es mucho más baja durante el sueño que durante la meditación. El grado de consciencia —total en el meditador, casi nulo en el dormilón— hace completamente diferentes las dos experiencias. En cualquier caso, es obvio que los milenios que antecedieron al descubrimiento del fuego y al invento del lenguaje debieron acostumbrar a nuestros prehistóricos antepasados, con un cerebro elemental que apenas pensaba, a permanecer despiertos, a oscuras, muy quietos y muy callados corporal y mentalmente, por millones de largas noches. La razón única de esta última especulación es convencernos de que el sosiego y el silencio de la contemplación meditativa no le son genéticamente extraños al hombre moderno.

Con estas consideraciones en mente, no puede decirse que la meditación —la sugerida por el Buda, la del yoga o cualquiera de sus versiones más recientes— está registrada en nuestra naturaleza. Pero tampoco es apropiado calificar como artificiosas o antinaturales a los ejercicios de la introversión mental, por más rara y exótica que mucha gente considere su práctica.

La meditación no es ni más ni menos natural que la gimnasia o el deporte. Nuestros lejanos ancestros corrían mucho y pensaban poco, caminaban a todas partes y carecían de poltronas, conseguían con gran esfuerzo físico su sustento y no tenían «sitio fijo de trabajo». El hombre moderno aquietó su cuerpo y agitó su mente. Para compensar la inactividad de lo primero, el Homo sapiens inventa el ejercicio con sus múltiples opciones; para aplacar la inquietud de lo segundo, desarrolla la meditación con sus numerosas variedades.

martes, 10 de junio de 2008

Budismo y genética

La noción de renacimiento, el flujo permanente entre muertes y nacimientos de una corriente continua de consciencia, es fundamental en el budismo. Matthieu Revel, ex biólogo y monje budista activo, dice que “este continuo es como el fuego de un leño que pasa a otro leño, que a su vez enciende un tercero, y así sucesivamente; la llama del último leño no es la misma del comienzo, pero tampoco es una diferente”.

Soy practicante de las Enseñanzas del Buda, no religioso, no afiliado y no suficientemente disciplinado, y tengo serias dificultades en entender, no obstante lecturas, reflexiones y meditaciones, el concepto de renacimiento. Y, como me apoyo en el Buda para desechar hipótesis metafísicas, tampoco lo puedo creer como acto de fe. En las brillantes teorías del biólogo evolutivo Richard Dawkins he encontrado una metáfora que de cierta forma compagina ciencia con budismo y genética con renacimiento y que quiero resumir a continuación. Veamos.

Diez mil millones de años después del comienzo del universo, tras una fortuita combinación de colisiones, emulsiones y reacciones químicas, se forma en la Tierra una extraña molécula que es capaz de captar los materiales a su alrededor, manipularlos de alguna forma y generar con ellos copias de sí misma. “Replicadores” es el nombre que Dawkins le asigna a estas moléculas. El proceso autocopiador de los replicadores no es perfecto; durante él ocurren errores que producen cadenas moleculares diferentes, estas también con capacidad de reproducirse. Aparecen entonces nuevas y numerosas variedades de replicadores, que empiezan a competir por la materia prima inerte requerida para la manufactura de sus congéneres o a utilizarse unos a otros, los más fuertes a costa de los más débiles, como materia prima orgánica.

La proporción de los replicadores más efectivos aumenta; los replicadores menos eficientes desaparecen. En la complejidad creciente de las duplicaciones, surgen unos compuestos con paredes protectoras de proteínas que favorecen su estabilidad para originar así las primeras células. Cito ahora textualmente a Dawkins: “Los replicadores comenzaron no meramente a existir, sino a construir contenedores para ellos mismos, especies de vehículos para su propia existencia. En tiempos difíciles, los replicadores que sobrevivieron fueron aquellos que construyeron máquinas de supervivencia para vivir en ellas… Nosotros somos máquinas de supervivencia, pero ‘nosotros’ no somos solo los humanos; el pronombre abarca animales, plantas, bacterias y virus”.

Para llegar hasta la complejidad actual del ADN, la evolución de los replicadores tarda millones de años; la variación es primero molecular, después unicelular, luego multicelular y, por último, orgánica. En el proceso resultan formas muy diversas de copiado y reproducción y, tras otros tantos millones de años, la evolución llega hasta el hombre, la más compleja de las máquinas de supervivencia.

La unidad funcional y estructural de todos los seres vivos es la célula, el bloque de construcción de la vida, y el núcleo de la célula es el custodio de los secretos de la genética. Allí, en los genes del ADN (23.000 en el caso del ser humano), se encuentran las instrucciones precisas para el desarrollo y la funcionalidad vital del organismo al que pertenece la célula. El diseño codificado en cada gen es eterno. Dice Dawkins que “los genes saltan de cuerpo a cuerpo, a través de generaciones, dejando atrás una sucesión de organismos perecederos antes de que se hundan en senilidad y muerte. LOS GENES SON INMORTALES o, más bien, están definidos como entidades merecedoras de tal título”. Algunas de nuestras instrucciones genéticas bien pueden tener la antigüedad misma de la vida, unos 3500 millones de años.

Pregunto ahora: ¿No están pues los genes muy cerca de “la corriente de consciencia que renace”, con la que Matthieu Revel explica la propagación de la vida? ¿Y en el instante mismo de la concepción de nuestro ser, no están utilizando los genes a la recién construida máquina de supervivencia para “renacer” en ella y buscar la eternidad a través del nuevo cuerpo temporal?

lunes, 14 de abril de 2008

¿Tiene usted necesidad de Dios?

Exceptuando una carta que recibí desde Estocolmo algún tiempo después, nunca supe más de Peter, después de nuestro breve encuentro en Budapest durante la Semana Santa de 1974. Peter era un brillante y educado joven socialista; su vasta cultura y su sosegada ponderación creaban un exquisito ambiente intelectual para cualquier charla que se sostuviera con él. En la semana más importante de los cristianos, la conversación con tan especial personaje inevitablemente tenía que pasar en algún momento por los vericuetos de la religiosidad, los dogmas y los mandamientos.
— ¿Crees en Dios? —le interrogué cuando llegó la oportunidad.
—Tu curiosidad está mal planteada —me respondió. —La pregunta correcta que se debe hacer a cualquier persona es si tiene necesidad de Dios.
— ¿Tienes necesidad de Dios? —insistí entonces adaptándome a su formato.
—No, Gustavo —exclamó con una ecuanimidad que raras veces he presenciado, aún entre los más piadosos creyentes.

Le doy ahora vuelta a la moneda. La historia que sigue también ocurrió durante el apogeo del imperio soviético, esta vez dentro de su esfera directa de control y mando. Carlos, un periodista colombiano en viaje de invierno por la Europa socialista de 1978, tuvo oportunidad de pasar la noche de Navidad en Vilnius, la capital de Lituania, la pequeña república —ahora ex socialista y ex soviética— sobre el Mar Báltico. Carlos llegó a Vilnius justamente la tarde del 24 de diciembre y para aquella noche recibió especial invitación de la administradora del hotel para asistir a la tradicional misa de gallo. Ella supuso las creencias del huésped por su proveniencia de un país tradicionalmente católico. Le sorprendió a mi amigo que, de acuerdo con la anfitriona, se necesitara reservación especial para el evento y fuera además imprescindible salir con mucha anticipación (la catedral quedaba muy cerca del hotel).

Muy pronto Carlos comprendió la razón de ambas precauciones. Con una temperatura de hielo y con nieve por encima de los zapatos, todas las calles que conducían a la iglesia, en un radio de varias cuadras a la redonda, plaza principal incluida, estaban totalmente colmadas con fervorosos creyentes desde tempranas horas de la noche. La anticipación, exagerada para Carlos, fue apenas suficiente para cubrir a pie el corto recorrido. Más de tres décadas de régimen comunista y el rigor breshneviano de aquellos días no habían hecho mella alguna en la profunda devoción religiosa de los lituanos.

Aunque las muestras de las dos anécdotas anteriores difícilmente pueden ser más desiguales —un ateo húngaro y varios millares de devotos lituanos—, sí contienen el mensaje que quiero comunicar: posiblemente existe una predisposición genética hacia la religiosidad pero, justamente como predisposición que es, la religiosidad es discrecional en el ser humano —imprescindible en muchos, opcional en otros cuantos, innecesaria en Peter—. Si la religiosidad fuera una característica genética, firmemente codificada como lo son el lenguaje o la capacidad de razonar, todas las personas corrientes serían invariablemente devotas y creyentes. Sin embargo, no existen genes para mandamientos, paraísos, dioses o ceremonias sagradas.

A diferencia de la religiosidad que, como inclinación a la espiritualidad, es individual, la religión —la estructuración de la religiosidad de grupos de personas alrededor de unos cuantos dogmas— es una evolución cultural. Así como los atributos físicos se transmiten mediante los genes, las características culturales se traspasan a través de los memes, los equivalentes sociales de los genes. Al igual que los genes, aunque no de la misma manera, los memes luchan por su supervivencia. Los memes toman ventaja de predisposiciones e inclinaciones humanas y su influencia en lo social es tan poderosa como la de los genes en lo individual. Esto es particularmente cierto en la propagación y mantenimiento de los memes de la religión. De acuerdo con el filósofo norteamericano Daniel C. Dennet, «las religiones son fenómenos culturales de supervivencia extremadamente bien diseñados».

Las religiones, en consecuencia, no están en camino hacia la extinción; muchos intelectuales lo creen así como resultado de la creciente comprensión de la naturaleza de la materia, de la vida y, en general, del universo. La situación es diferente, sin embargo. La participación religiosa en la gran mayoría de países sigue siendo muy elevada, siendo Europa occidental la gran excepción. Ni las acciones gubernamentales, sean escarnio, prohibición o persecución, ni la tecnología en ninguna de sus manifestaciones parecen afectar el fervor espiritual. Los largos períodos de «abstinencia espiritual» en sociedades enteras, como los impuestos por los regímenes comunistas durante varias generaciones de supresión, no han apagado las llamas de la fe. En el otro extremo, dentro del concierto de las naciones modernas, Estados Unidos es simultáneamente el país de vanguardia en aplicación de tecnología (y en los consecuentes avances materiales) y el segundo con mayor participación religiosa; sus iglesias, en todas las denominaciones occidentales que allí se practican, son también financieramente las más prósperas del planeta.

Los ya centenarios pronósticos de la desaparición de las religiones por aquellos que las consideran como el adormecimiento de la razón —«la religión es el opio del pueblo», dijo Karl Marx, el padre de la fracasada «religión» comunista— lucen completamente desacertados en los comienzos del tercer milenio. Los “Peters”, que no necesitan de Dios y para quienes no existe un ser supremo que define su existencia, seguirán siendo una minoría.

lunes, 7 de abril de 2008

La religiosidad: Una conveniencia genética

El fanatismo ha ocasionado desde siempre perjuicios descomunales a innumerables sociedades y el tercer milenio, desgraciadamente, no está siendo una excepción a este desafortunado acontecimiento. Todas las grandes religiones han promovido o permitido guerras santas que han ocasionado daños atroces en el nombre de Dios. Pero el hecho de que las religiones subsistan, a pesar de los crímenes y las devastaciones por ellas motivados, indica que tienen que haberle provisto ventajas de supervivencia al hombre antiguo, programándose en sus genes de alguna manera, y deben continuar ofreciéndole beneficios de subsistencia al hombre moderno. De no ser así, habrían desaparecido. Indudablemente el fanatismo religioso le ha hecho y le sigue haciendo mucho daño a la humanidad. Pero el impacto histórico de las religiones es mucho más benéfico que dañino; el saldo neto es ciertamente positivo.
Las teorías sobre las evoluciones culturales prehistóricas son muy especulativas y cuestionables pero, trasladándonos al presente, ¿tiene la religión ventajas tangibles para el hombre moderno? Aparentemente sí. Más de doscientos estudios, que cubren millares de personas (noventa mil en el mayor de todos) durante prolongados períodos (veintiocho años en el más largo), establecen que las personas que rezan son más saludables y viven más tiempo. Un subconjunto de los estudios sostiene que la longevidad es mayor en las personas que rutinariamente asisten a los templos y a las sinagogas. Por el tamaño de las muestras, la duración de las evaluaciones y la medición de una variable tan exacta como la edad al momento de fallecer, es difícil descalificar la conclusión central; la religión sí tiene, en verdad, un impacto positivo en la salud.
¿Cuál religión es la que apoya la salud? Casi todos las investigaciones documentadas se han llevado a cabo en Estados Unidos y cubren grupos cristianos; el hecho, sin embargo, de que al menos una de las evaluaciones corresponde a una fe diferente (tres mil novecientos judíos en Israel durante dieciséis años) indica que los resultados son independientes de las creencias y que es la práctica religiosa, indistintamente de la denominación, la que conlleva beneficios en la salud.

De los tres componentes de una religión —rituales, normas de conducta, creencias— ¿cuál es el que favorece la salud? Los tres en conjunto y cada uno por su cuenta lo hacen, así como todo lo que gira alrededor de ellos. La participación frecuente en los servicios de culto, el componente ritual, es la expresión visible y externa de la religiosidad. Su beneficio inmediato para los feligreses es una satisfacción de la necesidad de pertenencia del ser humano (familia, amigos, identificación con un grupo…), exigencia ésta que, en la reconocida jerarquía del psicólogo humanista norteamericano Abraham Maslow (1908-1970), solo es superada por las necesidades fisiológicas (aire, sueño, agua…) y las necesidades de seguridad (techo, trabajo, estabilidad…). Pertenecer a algo —a una secta, a un club, a un círculo— es imperativo para el ser humano; la religión satisface convenientemente esa urgencia.
El componente normativo promueve, de manera diferente en cada secta, conductas que favorecen el bienestar individual e impulsan el bienestar del grupo. Las personas religiosas son comúnmente moderadas en su alimentación, no consumen sustancias alucinógenas, tienen en promedio uniones matrimoniales más sólidas y, en general, son ciudadanos responsables (con la estabilidad emocional que ello conlleva). No sorprende, de ninguna manera, que el ritualismo semanal y los códigos de conducta contribuyan a la buena salud y a la longevidad.
¿Y las creencias? «Fe es creer lo que no vemos porque Dios lo ha revelado», decía el antiguo catecismo del padre Gaspar Astete. Así de sencillo. Creer es muy fácil, es dar por cierto algo que no está comprendido o comprobado; es más que fácil, creer es conveniente. Comprender o comprobar, en cambio, es difícil, incierto y, por sobretodo, estresante —no entender nos hace sentir torpes—. Pensar demanda recursos intelectuales, creer no. La química es más difícil que la alquimia, la astronomía más complicada que la astrología, las matemáticas más arduas que la numerología.
En la evolución humana, las creencias antecedieron a las teorías lógicas en todos los campos del saber. Las religiones aparecieron decenas de milenios antes que la ciencia. El hombre antiguo se inventó propuestas metafísicas, cuyas reglas de juego podía crear a su amaño, mucho antes de plantear leyes estructuradas a las cuales tendría que ajustarse. Cuando se cree en poderes superiores, todo resulta sencillo de explicar —el castigo de Dios para las tragedias, la bendición de Dios para las buenas cosechas—. Creer es relajante, divertido y hasta cierto punto irresponsable; basta apreciar el desconcertante furor de siempre por la interpretación de los sueños, la lectura de las cartas, el poder de los amuletos y la invocación de ángeles y demonios.
La inteligencia lógica produce progreso material y conocimiento, pero también genera incertidumbre y angustia. «La vida es difícil», dijo el Buda. «La vida es estresante», traduce Thanissaro Bhikkhu, el monje budista norteamericano. La vida, en verdad, nunca ha sido fácil para nosotros ni para los animales (solo que estos no se dan cuenta); la existencia siempre ha tenido complicaciones, ahora y hace dos millones de años, seamos Homo sapiens u Homo ciberneticus, fuéramos Homo habilis u Homo erectus. El sistema de cómputo que nos amenaza el empleo de hoy es la bestia que nos podía devorar en los tiempos prehistóricos. Creer —tener fe en algo que no se comprende, sea sagrado o fetichista— disminuye el estrés y provoca despreocupación; las oraciones repetitivas sosiegan, los rituales simbólicos aplacan.

¿Qué tiene que ver todo esto con evolución y genética? Un porcentaje elevado de los casos de impotencia sexual masculina, no cuantificado de manera concluyente, tiene su origen en factores mentales (no en disfunciones físicas); el estrés encabeza la lista de las causas psicológicas. Otro tanto ocurre con la infertilidad femenina, donde las evidencias son categóricas. No es pues aventurado suponer que nuestros remotos antepasados, aquellos más controlados y menos estresados, vivieron más años y tuvieron más descendencia; la selección natural bien pudo ocurrir alrededor de quienes creyeron en el dios del momento y tuvieron fe en el hechicero de turno; la conveniencia relajante de tener fe engendró los objetos de las creencias. Y en la proliferación y predominio numérico de estos primitivos creyentes apareció por las mismas leyes de la evolución la predisposición genética a la religiosidad.