viernes, 24 de septiembre de 2010

Sufrimiento, armonía y budismo pragmático

Sufrimiento emocional es el conjunto de sentimientos negativos producido por los deseos desordenados de lo que se carece (riquezas, sustancias estimulantes, prestigio…) y por las aversiones hacia lo que sí nos rodea (gente, hechos o cosas desagradables). Los miedos recíprocos –los temores a perder lo que ya se posee y los temores de que nos caiga lo que repudiamos– completan el portafolio de las causas para sufrir emocionalmente. Armonía interior es la ausencia de sufrimiento emocional.
El Buda diagnosticó hace veinticinco siglos que el sufrimiento emocional se podía eliminar mediante la supresión de sus causas e hizo de este mensaje el punto focal de sus discursos. Sus enseñanzas, por el fervor de sus seguidores, se desencaminaron hacia una religión, la cuarta más grande del mundo. El budismo pragmático, el subconjunto del budismo que excluye leyendas, ritos y renacimientos, se concentra en el objetivo original de acabar con el sufrimiento emocional, tal como lo propuso el gran Sabio.
El sufrimiento emocional es un sentimiento que, si bien resulta de emociones, no es una emoción. El neurólogo Antonio Damasio hace una distinción sutil entre emociones y sentimientos. Emociones son las reacciones del organismo a ciertos estímulos externos (por ejemplo, una amenaza) o internos (por ejemplo, un recuerdo). Sentimientos son las percepciones de una emoción, esto es, el registro consciente que hace el cerebro de tales reacciones. Aunque pueden ser casi simultáneos, las emociones anteceden a los sentimientos; nosotros nos percatamos de los sentimientos, no de las emociones.
Los sentimientos derivados tienen con frecuencia denominaciones similares a las emociones asociadas pero no es así siempre; una emoción de ira puede convertirse en un sentimiento de euforia. De igual forma, las emociones se “alían” para generar “especies” de sentimientos unificados. El doctor Damasio llama sentimientos de trasfondo (‘background feelings’ en inglés) a los sentimientos que resultan de la percepción de emociones y que producen el tono general de nuestra vida.
Muchos de los sentimientos de trasfondo se manifiestan en dúos opuestos no directamente conectados con las emociones originales: desasosiego, bienestar; tensión, calma; inestabilidad, estabilidad; discordia, concordia. Los primeros rasgos de cada pareja (desasosiego, tensión…) caracterizan el sufrimiento emocional; los segundos (bienestar, calma…), a la armonía interior. Los sentimientos de trasfondo ayudan a definir nuestro estado mental; ellos decoloran o colorean nuestra existencia.
El sufrimiento emocional proviene de toda la gama de insatisfacciones humanas, comenzando con las simples preocupaciones imaginarias, pasando por depresiones y bajones de ánimo, y llegando hasta las amarguras más intensas y dañinas. Allí se encuentran muchas de las emociones nocivas incluyendo, entre otras, ansiedad, angustia, desesperación, odio, celos y envidia. El potencial de cortar el sufrimiento emocional se encuentra en la interfaz de las emociones a sentimientos de trasfondo.
La palabra “sufrimiento”, por sí sola, se refiere tanto a causas físicas como mentales; de ahí proviene la necesidad del calificativo “emocional”. El dolor es sufrimiento físico y es algunas veces inevitable; su tratamiento puede requerir drogas. El sufrimiento emocional es mental, casi siempre opcional y eliminable sin necesidad de medicamentos (excepto en las enfermedades psiquiátricas con una clara base orgánica). El dolor no está en la mira del budismo pragmático; el sufrimiento emocional, sí.
A la armonía interior se llega aplacando deseos y aversiones. “Cuando los deseos desordenados y las aversiones están ambos ausentes, todo se vuelve perfectamente claro”, dijo Seng-Tsan, tercer patriarca chino del Zen. A la armonía interior se arriba indirectamente mediante “la extinción del fuego de los deseos y las aversiones”. (Ésta es la definición budista de “nirvana”). La armonía interior nos surge desde adentro y no depende de factores externos; si así fuera, hablaríamos de armonía exterior. ¬
La eliminación del sufrimiento emocional es pues una tarea personal, sin intervención de maestros o colectividades. La armonía interior no se alcanza mediante la adhesión a ningún credo, la afiliación a ninguna doctrina o el procedimiento de ningún ritualismo. La armonía interior no se persigue; a la armonía se llega espontáneamente después de arrancar las raíces –de silenciar los orígenes– del sufrimiento emocional. Cuando alguien busca la armonía interior en sectas, grupos o ceremonias, podría sin darse cuenta estar renunciando a ella… O, cuando menos, se está arriesgando a hipotecarla.



Gustavo Estrada
Autor de Hacia el Buda desde el occidente

lunes, 26 de abril de 2010

Confesión de un ateo budista

El título del libro Confesión de un ateo budista (Confession of a Buddhist Atheist, en inglés; aún no traducido al español) resume tres aspectos de su vida que Stephen Batchelor, el autor, quería compartir con sus lectores: su religiosidad —la confesión es una declaración de creencias religiosas—, su adhesión al Buda, y su ateísmo con el sentido de no-teísmo.
La "confesión" como tal, es un registro detallado de su evolución espiritual, que le lleva a una iluminación de un carácter muy diferente del de "las experiencias místicas ‘estándar’ de inmersión y unificación con el universo". Tal como la relata Batchelor, esta confesión, sincera y casi ingenua, que incluye diez años de vida monástica en la India, Corea y Suiza, describe vívidamente la viabilidad de aceptar la religiosidad de las Enseñanzas del Buda, sin suscripción a los dogmas religiosos de reencarnación y karma y sin renunciar a las cosas buenas y bellas de la vida
En cuanto al segundo punto del título, el “ista” del budista en el cual se convirtió el escritor está mucho más cerca del “ista”" de quienes tocan un instrumento (pianista, violinista) que del “ista” de los seguidores de una doctrina (socialista, comunista) o de los fanáticos de opiniones sesgadas (racista, machista). Usted no necesita de opiniones sectarias para ejecutar el piano o el violín, usted simplemente, si sabe hacerlo, los toca; no es necesario tener un credo especial para ser budista porque ser budista es una experiencia, una forma de vida, una “interpretación musical”. En este libro, el autor, un erudito impresionante, narra su proceso personal y reconstruye la evolución del Buda; ambas travesías son descritas con abundancia de detalles espirituales, históricos y geográficos.
Es bien sabido que en el Canon Pali no aparecen fechas. Sin embargo el autor propone una secuencia cronológica muy interesante de diversos eventos en la vida de Buda; ésta es la primera vez que he leído una propuesta de esta naturaleza. A pesar de que la tarea implica detallado análisis y mucho conocimiento, Stephen Batchelor es lo suficientemente humilde como para decir que la fuente de los datos en bruto ya existía en el Diccionario de términos pali (Dictionary of Pali Terms, en inglés) y que su papel consistió simplemente "la conexión de los puntos". En la realidad, este trabajo fue mucho más que eso y sólo podía ser ejecutado por alguien tan conocedor de las escrituras sagradas budistas como Batchelor.
Para describir sus puntos de vista cosmológicos y teológicos, la última porción del nombre del libro, Stephen Batchelor parece preferir el término "ateísmo" (como no-teísmo, repito), en contraposición a "agnosticismo" (la imposibilidad de conocer la realidad última), y evita utilizar (probablemente a propósito) la palabra "espiritualidad". Encuentro el punto de vista del autor muy cercano a la espiritualidad atea que el filósofo francés André Comte-Sponville define como "nuestra apertura y nuestra conexión con el infinito, lo eterno y lo absoluto." Sea como no-teísmo o como espiritualidad atea, estos planteamientos, renovados y renovadores, tanto de Batchelor y como de Comte-Sponville, son muy necesarias en el confuso mundo moderno que, aunque más secular todos los días, necesita ciertamente alguna forma de espiritualidad. Estos no-teísmos intelectuales conllevan un antiautoritarismo similar al del filósofo indio J. Krishnamurti (que rechaza dogmas y maestros y que Stephen Batchelor de cierta forma considera autoritario) y excluyen el anti-teísmo radical e intransigente de los “richarddawkinses” y los samharrises".
Hay abundancia de anécdotas interesantes y eventos históricos en el libro de Batchelor; ellos cubren desde los tiempos remotos del Buda y de su época (que provienen de los conocimientos y las investigaciones del autor) hasta la era moderna del Dalai Lama (que son el fruto de experiencia directa de Batchelor y de sus interacciones personales).
El entusiasmo del autor por la belleza y la racionalidad de las Enseñanzas le lleva a algunas exageraciones. Dice, por ejemplo, que "aún no encuentra un fragmento del Canon Pali que no agregue luz al conjunto." (Esto me parece exagerado; muchas partes del Canon no sólo son repetitivas y aburridas sino también oscuras y con observaciones en contradicción con otras secciones). Estos son, sin embargo, inconvenientes de menor importancia que de ninguna manera reducen la calidad general de la Confesión de un ateo budista. El libro es excelente no sólo para los recién llegados a las Enseñanzas en busca de direcciones sin afiliación y para los ya religiosos budistas de mentalidad abierta, sino también para agnósticos, ateos, pragmáticos, escépticos y mentes independientes e inquisitivas de todo tipo, a quienes Batchelor ofrece una perspectiva intelectual novedosa.

Gustavo Estrada
Autor de Hacia el Buda desde el occidente

miércoles, 31 de marzo de 2010

Rama y Alá

Cuando vemos de nuevo una excelente película, descubrimos en ella sutilezas que antes habíamos pasado por alto. Así me ocurrió recientemente cuando disfruté por segunda vez ¿Quiere usted ser millonario? (Título original en inglés: Slumdog Millionaire), la muy galardonada cinta británica. Comedia y tragedia reunidas, ¿Quiere usted ser millonario? narra las aventuras y desventuras de Jamal, un joven musulmán de las barriadas de Mumbai, desde su temprana y paupérrima niñez hasta su exitosa participación en un adinerado concurso de conocimientos de una cadena de televisión india. El comentario que hace Jamal cuando la pregunta de turno es acerca de Rama, el dios más popular de la religión hinduista, fue el motivador de esta nota.
En Mumbai, la tercera urbe de nuestro planeta, viven casi veinte millones de habitantes, la mayoría de los cuales (68%) son hinduistas con un importante segundo lugar (25%) para los seguidores del islam. Al igual que en otras ciudades de la India, esta pronunciada polarización conduce frecuentemente a violentas luchas religiosas. En nuestra película, durante una asonada hinduista en la barriada donde subsiste Jamal, aún niño entonces, es asesinada su joven madre.
Mientras que los musulmanes adoran a Alá como su único Dios, los hinduistas, más polifacéticos, tienen centenares de deidades; Vishnú, el Omnipresente, con sus numerosas expresiones y reencarnaciones, representa el nivel cumbre de la jerarquía divina. El renombrado Rama, su más importante reencarnación, es siempre caracterizado en sus imágenes sosteniendo en sus manos un arco con sus flechas como armas simbólicas del adiestramiento permanente para batallas campales.
Una de las preguntas que Jamal debe responder durante el concurso es justamente acerca de esos objetos, del arco y de las flechas, que exhibe el Rama mitológico en sus pinturas y estatuas. Tras formular el interrogante correspondiente, el animador del programa indaga cauteloso: “¿Conoce usted la respuesta?”. El comentario de Jamal fue lo que no discerní la primera vez que vi la película: “No podría jamás olvidarla, señor; si Alá y Rama no existieran, mi madre estaría viva”. ¡Hay tanta profundidad en el dolor y en la sencillez de esta frase!
Los conflictos de las culturas lejanas —hinduistas y musulmanes en la India, hinduistas y budistas en Sri Lanka, la religión gubernamental de Beijing y todas las demás religiones en China— tienen la misma raíz de las pugnas que están a la vuelta de nuestra esquina; la misma copa aunque con distinto contenido. En aquéllos, en los problemas lejanos, dado que ambas partes nos son ajenas, permanecemos indolentes y neutros. En los del mundo cercano, en cambio, tomamos posición inmediata y calificamos de fanáticos e intolerantes a los otros, a quienes no comparten nuestro punto de vista.
En toda creencia desprovista de respaldo racional se encuentran las semillas del fanatismo y, por ende, del conflicto y de la violencia. Sólo quienes carecen de creencias emotivas e infundadas pueden aseverar que no son sectarios. Por supuesto que las religiones no son el único territorio donde se trazan rayas limítrofes y donde se toma partido aunque, eso sí, ellas conforman el dominio más metafísico y etéreo. Pero los otros fanatismos —los raciales, los partidistas, los patrióticos, los deportivos— son igualmente dañinos tanto para el individuo como para toda la sociedad.
Ciertamente siempre es y siempre será demasiado difícil lidiar con cualquier forma de fanatismo, particularmente cuando nosotros creemos tener la verdad revelada. ¿Estaríamos dispuestos a agregar en la frase de Jamal, además de Alá y Rama, a todos nuestros propios dioses, celestiales y terrenales por igual, que si no existieran dejarían de causar tantas muertes y conflictos? Bien dice Thich Nhat Hanh, el monje vietnamita de budismo Zen: “Recta opinión es la ausencia de opiniones”.

Gustavo Estrada
Autor de Hacia el Buda desde el occidente

lunes, 22 de febrero de 2010

Ego, grego y necesidades humanas

Las necesidades humanas —agua, techo, sexo, prestigio, amistad, trascendencia...— son demasiadas para estructurarlas dentro de unas pocas categorías y, en consecuencia, es difícil construir teorías psicológicas serias que tengan respaldo razonable de las ciencias naturales y sociales. Por su complejidad, es apenas natural que no haya unanimidad acerca del tema.

Las diversas teorías existentes discrepan en número, definición y categorías para agrupación. No obstante tales diferencias, hay dos características —la necesidad de logro y la necesidad de pertenencia— que figuran en la mayoría de las propuestas acreditadas. Logro y pertenencia, como necesidades esenciales del ser humano, aparecen, con denominaciones equivalentes, en la jerarquía de Abraham Maslow, las necesidades adquiridas de David McClelland y la escala de Manfred Max-Neef.

La necesidad de logro, que proviene del sentido de identidad —el ego codificado en nuestro cerebro—, es la necesidad tanto de tener respeto y autoestima como de sobresalir y recibir reconocimiento. La necesidad de pertenencia, que se origina en lo que denomino “grego” —el instinto gregario genético—, es la necesidad de formar parte de algo, sean núcleos pequeños (pareja, familia, círculo de amigos, compañeros de estudios) o grupos numerosos (clubes, barras deportivas, iglesias, partidos políticos). Los animales, en general, tienen ego cero y grego elevado.

El dualismo pertenencia-logro es curioso e interesante por la paradoja que implica. El ego (soy distinto) y el grego (soy igual) nos crean necesidades diferentes que van en contravía; todos sufrimos la tensión que tal dualismo genera. Dice el antropólogo Ernest Becker: “El comportamiento individual excluyente (del ego) se opone al resto de la naturaleza (del grego), generándole a la persona el aislamiento intolerable que justamente necesita para sobresalir”.

El ego tiene un “tamaño” difuso pero real. Es cero cuando nacemos, sube en la niñez y la adolescencia, y alcanza un cierto nivel, más o menos estable pero no fijo, en la madurez. Como casi todo atributo en su expresión extrema, la inflación abultada del ego se convierte en defecto. Los problemas de un ego “crecido” van desde la antipática autoestima excesiva, pasando por la invasión abusiva de lo que no es nuestro y terminando en los terrenos de lo nocivo o lo ilícito. (A propósito, no existe ninguna relación idiomática entre auto-estima-grande y el viejo chiste de los carros gigantescos que compran algunos para poder transportar sus egos). El egoísmo daña inicialmente al individuo y en sus manifestaciones extremas afecta al conjunto social.

Algo parecido puede suceder con el grego exagerado. La fidelidad desmedida a un grupo no ocasiona ningún daño social pero sí es un problema mayor cuando el grupo mismo o su líder transforman al sumiso seguidor en un agresivo fanático del equipo de futbol, de la causa religiosa o del partido político. Para complicar el asunto, los gregos anormalmente altos son excelentes marionetas de otros egos descomunales y manipuladores; la combinación de los dos resulta explosiva —literalmente— para toda la sociedad.

¿Dónde está la línea saludable que marca la satisfacción de las necesidades de logro y pertenencia, la luz roja que nos ordena detenernos? Siendo universales, todos tenemos nuestra cuota de ambas exigencias: pertenencia al grupo para igualarnos y logro individual para ser distintos. La raya no es tan definida como ocurre con las necesidades fisiológicas; bien sabemos cuando estamos saciados de comida o saturados de agua.

Ego y grego comparten un territorio común saludable; si ambos se elevan fuera del rango, se excluyen y son perjudiciales. Los atributos que, como ego y grego, son simultáneamente contrapuestos y complementarios no tienen líneas divisorias claras que demarquen lo razonable. A manera de ejemplo, la firmeza y la tolerancia son ambas cualidades pero demasiada firmeza es terquedad y demasiada tolerancia es apocamiento. La definición de los límites de lo sano entre egos y gregos —entre logro y pertenencia— conlleva pues una dificultad mayor, complicada aún más por el carácter personal de las necesidades humanas (las mías son diferentes de las suyas). No hay respuesta concluyente; la resolución de esta dificultad —la aproximación al apropiado balance y a su vivencia permanente— es el fruto exclusivo de la muy esquiva sabiduría.


Gustavo Estrada
Autor de Hacia el Buda desde el occidente *

lunes, 8 de febrero de 2010

La fe salva aquí en la Tierra

El efecto placebo —la mejoría de un paciente cuando recibe un medicamento inerte o un tratamiento ajeno a la enfermedad— tiene en jaque a la farmacología. Cuando un enfermo se alivia, ¿curó la droga formulada? ¿El médico que la prescribió? ¿Ambas cosas? ¿O simplemente la fe? Hay buenas razones para creer que en cualquier tratamiento la expectativa positiva del paciente, generada por la fe que le inspira el facultativo, juega un papel fundamental en la recuperación; en algunos casos, el poder de convicción del recetador relega a segundo plano la acción curativa de la receta.
Seamos claros: Los placebos nunca le darán mate a los fármacos y la partida de ajedrez jamás se va a terminar; hay hoy y habrá siempre drogas sanando dolencias y salvando millones de vidas. Pero la extraña forma cómo funciona el efecto placebo está complicando sobremanera la verificación de la bondad de las drogas en desarrollo.
Una serie de análisis comparativos efectuados durante los últimos años pone ahora en entredicho la efectividad no de un nuevo producto, todavía en etapa de prueba, sino de uno de los desarrollos farmacológicos más exitosos de los tiempos recientes, los denominados inhibidores selectivos de la recaptura de serotonina (ISRS), que están en el mercado desde 1986. Antes de estas evaluaciones, nadie se había atrevido a cuestionar la acción benéfica de los ISRS —Prozac, Paxil y Zoloft, entre otros— en el tratamiento de la depresión, los pánicos, la ansiedad social y los desórdenes obsesivos compulsivos. Sólo en los Estados Unidos, unos veintiocho millones de personas utilizaron antidepresivos durante el año 2008 y generaron ingresos a la industria farmacéutica por 9.600 millones de dólares.
El primero de estos estudios fue realizado por los investigadores Irving Kirsch y Guy Saperstein de la Universidad de Connecticut en 1998. Para comenzar, los doctores Kirsch y Saperstein confirman que los antidepresivos sí producen resultados positivos, notables en muchos casos. Ellos, sin embargo, resolvieron profundizar en el cómo del éxito hurgando la documentación que respaldó la aprobación de los ISRS. En su exploración, Kirsch y Saperstein encontraron que los conejillos de control, quienes recibieron pastillas inertes durante los paralelos clínicos, también experimentaron mejoría en sus síntomas depresivos en el 75% de los casos. Dicho de otra forma, sólo un 25% del alivio de quienes tomaron la droga real es atribuible a los ISRS; ganan pues aquí los placebos por tres a uno.
Kirsch extrapola su escepticismo en los antidepresivos y su confianza en el efecto placebo para poner en duda el 25% que favorece a los ISRS. Según el psicólogo norteamericano, muchos fármacos tienen frecuentemente efectos colaterales negativos en tanto que las píldoras paralelas no hacen ni fu ni fa. Aunque ninguno de los voluntarios de los estudios sabe lo que le están dando, todos confían estar recibiendo la droga experimental y, en consecuencia, esperan mejorías a su problema. Cualquier malestar tolerable (náuseas, estreñimiento, disminución de libido) les anuncia su buena fortuna y, con un efecto placebo “de segundo nivel”, terminan experimentando el alivio deseado por la razón equivocada.
Por el “milagroso” efecto placebo, una droga “inútil” puede sanar en muchos casos y, así hubiera algo de brujería —de “placebería— en el asunto, mal harían los entes reguladores en retirarla del mercado. En el caso de los antidepresivos, llorarían los millones de beneficiados a quienes los ISRS les “han devuelto su vida normal”.
¿Qué pueden hacer los investigadores y los laboratorios ante estas paradójicas situaciones? La respuesta obvia —descubrir el funcionamiento del efecto placebo para activarlo a propósito— no es conducente y los científicos tienen pocas ideas acerca de cómo iniciar tal proyecto. Encontrar un algo del que se ignora todo —qué, cómo, dónde, cuándo, por qué— parece misión imposible.
Nuestro organismo posee unos mecanismos extraordinarios de recuperación y balance que retornan el equilibrio biológico normal cuando hay agentes externos que lo perturban. Por razones desconocidas, estos mecanismos dejan a veces de funcionar —se quedan en PAUSA— ante las amenazas que nos enferman y que deberían poder manejar. El efecto placebo, cuando de forma extraña entra en acción, vuelve a poner el proceso restaurador en marcha e inicia la curación. La fe —en la droga, en el agua bendita, en la poción mágica, en el médico, en el santo, en el curandero— es la que oprime el botón de “PLAY”. Desafortunadamente pa ra la ciencia médica, ella, la invisible e inexplicable fe, es la única que tiene en sus manos un CONTROL REMOTO.

Gustavo Estrada
Autor de Hacia el Buda desde el occidente *

miércoles, 27 de enero de 2010

La atención plena

El cerebro humano es la estructura más compleja conocida por… bueno, por el mismo cerebro humano. Para programar sus tareas, sus cien millardos de neuronas (un uno más once ceros) se organizan en un número también enorme de módulos o circuitos neuronales, unas especies de microchips nerviosos, que permanentemente intercambian instrucciones en una asombrosa sinfonía de mensajes electroquímicos. De esos módulos neuronales, unos, los que le ordenan acciones al organismo, se conocen como excitadores mientras que otros, los que impiden o controlan tales acciones, se denominan inhibidores. Estos últimos son responsables tanto de parar cosas bloqueando los módulos excitadores como de autorizar su activación y definir la intensidad con la cual han de operar.

Para no atrofiarse, las neuronas requieren gimnasia. Las excitadoras se fortalecen con la repetición continuada de la tarea a su cargo; las inhibidoras se ejercitan mediante la práctica de la meditación de la atención plena (mindful meditation en inglés), frecuentemente referida como meditación budista.

Cuando un módulo inhibidor está al ciento por ciento de su facultad, su socio excitador se encuentra en cero, totalmente bloqueado; recíprocamente cuando uno inhibidor está en su nivel cero, el correspondiente excitador está a máxima capacidad. El alumbrado de una habitación, por analogía, consiste de una lámpara “excitadora”, la función iluminadora, y un interruptor graduable “inhibidor” que decide tanto si envía o no electricidad a la lámpara como la intensidad con la cual quiere hacerlo. Si la luz está apagada, el interruptor está cortando todo el flujo y bloqueando la función de la lámpara; si la luz está prendida, el inhibidor no solo está permitiendo el paso de la corriente sino que además está regulando el nivel de iluminación.

Los módulos inhibidores, en su mayoría, están permanente ocupados, a plena carga, bloqueando a sus contrapartes excitadoras las cuales, en consecuencia, se encuentran inactivas y quietas. Si así no ocurriera, enloqueceríamos en cuestión de segundos, pues nuestro cerebro intentaría hacer demasiadas cosas al mismo tiempo.

La armonía no es siempre perfecta y desafortunadamente la orquesta sinfónica cerebral se desafina con cierta facilidad. Cuando los módulos inhibitorios hacen mal su trabajo y comienzan a permitir lo que deben evitar o a dosificar mal sus señales, entonces mente y cuerpo dejan de funcionar correctamente. La glotonería, por ejemplo, resulta de trastornos en los módulos inhibitorios del apetito cuando, una vez estamos satisfechos y con el estómago razonablemente lleno, se abstienen de emitir oportunamente las órdenes de cerrar la boca.

Todas las adicciones —sean gula, lujuria, avaricia o alcoholismo— operan de manera similar. Y de la misma forma también operan las aversiones dañinas: El miedo es una señal nerviosa natural para que evadamos o enfrentemos peligros, señal ésta que debe apagarse tan pronto las amenazas se manejan o desaparecen. Si los módulos inhibitorios no paran las órdenes de alarma cuando los peligros ya han desaparecido, entonces desarrollamos pánicos o fobias recurrentes. En las adicciones (los deseos descontrolados) y en las aversiones (los temores desordenados) se encuentra la raíz del sufrimiento; así lo enseñó el Buda. Los desórdenes mentales son una forma extrema de sufrimiento.

¿Cómo se ejercitan los módulos inhibitorios para que recuperen su forma correcta de operación? La meditación budista es una de las opciones. Los psicólogos cognitivos están exitosamente aplicando las técnicas de atención plena en el tratamiento de numerosos desórdenes mentales como las depresiones y los comportamientos compulsivos. Así como la práctica continuada de crucigramas y sudokus fortalece los módulos excitadores de las habilidades mentales asociadas a estos pasatiempos, las técnicas de meditación ejercitan los módulos inhibitorios de apetitos y miedos y les devuelven su capacidad y flexibilidad bloqueadoras.

El sufrimiento emocional es lo que el Buda busca acabar. Sufrimos con el deseo y la búsqueda de lo que carecemos; cuando lo obtenemos siempre queremos más. Sufrimos también con lo que tememos y cuando nos deshacemos de la amenaza nos asustamos con cosas nuevas. Arrancando de raíz las adicciones y las aversiones se eliminan las ansiedades y las angustias. El Buda, por supuesto, nunca habló de neuronas ni usó jamás la palabra psicoterapia. Pero para el Sabio era claro que las técnicas de meditación que él recomendaba no solo apaciguaban la mente sino que aplacaban las reacciones condicionadas de las adicciones y las aversiones. Veinticinco siglos después las ciencias cognitivas están llegando a conclusiones similares.



Gustavo Estrada

Autor de Hacia el Buda desde el occidente *

viernes, 8 de enero de 2010

La negación de la muerte

Un par de cosas son claras con respecto al temor a la muerte. Una, que llegó a nosotros por selección natural darwiniana; dos, que es un rasgo universal y exclusivo de la especie humana. En cuanto a la primera, nuestros antepasados homínidos precavidos, los que esquivaban los peligros mortales, fueron los que tuvieron más prole y de ellos, en consecuencia, provienen nuestros genes temerosos; los más osados e ingenuos, en cambio, morían tempranamente y debieron dejar menos herederos. Con respecto a la segunda, es necesario resaltar que antes de las mutaciones genéticas que nos aceleraron la consciencia nadie experimentaba terror alguno por su propia extinción de la misma forma que tampoco sienten miedo a la muerte nuestros actuales contemporáneos animales. Salvo los sobresaltos que los incitan a pelear o huir ante amenazas inminentes, los animales desconocen la ansiedad o la angustia de su eventual desaparición.
¿Qué nos diferencia de los animales en este respecto? Ernest Becker responde con detalle en su libro más reconocido, La negación de la muerte, escrito en la década de los setenta y por el cual fue galardonado post mortem con el Premio Pulitzer. Explica el antropólogo norteamericano que los seres humanos somos paradójicos porque poseemos simultáneamente una identidad física, que crece, respira, sangra, se deteriora y desaparece, y una identidad simbólica, con consciencia, razón, memoria y… miedos.
Según el teólogo danés Sören Kierkegaard, citado por Becker, los animales no padecen de ansiedad o depresión porque su naturaleza carece de la identidad simbólica; siendo inocentes, en ellos no hay espacio para dualidades. En los seres humanos, por el contrario, nuestra identidad simbólica —etérea, sutil, viajera imaginativa en el espacio y en el tiempo— sabe que su paralelo cuerpo material se va a extinguir y se rehúsa a aceptar tan fúnebre destino. A esta paradoja Becker la denomina la individualidad dentro de la finitud. Erich Fromm, el filósofo alemán también referido por el autor, se pregunta por qué todo el mundo no enloquece ante la contradicción existencial de una esencia simbólica “angelical” que le asigna un valor infinito a su humanidad y un cuerpo “bestial” de costo reducido (que comparte el 97% de su código genético con un chimpancé, agrego yo).
Siendo el temor a la muerte algo tan intrínseco a nuestra naturaleza, algo tan palpable por todo el mundo, su reto y su vencimiento —el heroísmo— siempre han recibido la mayor admiración en todas las culturas. El heroísmo es fundamentalmente un reflejo del terror a la muerte y, por ello, los humanos le hemos dado al coraje un encumbrado nivel de culto
¿Por qué se arriesgan los héroes? La razón es inmediata, sugiere Becker. Los actos de heroísmo le proveen a los héroes, dentro de su grupo social, una representación de memoria y reconocimiento no solo inmediata sino imperecedera.”Creemos que trascendemos la muerte con nuestra participación en algo de valor perdurable”, anota el escritor Sam Keen en el prólogo de La negación de la muerte.
El heroísmo, a nivel individual, tiene expresiones simplificadas que no incluyen riesgos mayores ni derramamientos de sangre. Todos, en diferentes escalas, desarrollamos nuestros “proyectos de inmortalidad”, bien sean de trabajo, estudio, familia, aficiones o habilidades, que de alguna manera proveen algún sentido o “eternidad” a nuestra existencia. Becker sostiene, dentro del mismo orden de ideas, que las religiones son un proyecto de trascendencia al cual entregamos nuestra individualidad por algo más grande que nosotros mismos. Y generaliza: “La sociedad misma es un sistema codificado de heroísmo y cada sociedad es un mito viviente del significado de la vida humana, una creación desafiante de sentido vital. Toda sociedad, sépalo o no, es una religión”.

Independientemente del proyecto de inmortalidad, “nuestra principal tarea en este planeta es lo heroico”, dice Becker, y se respalda en William James cuando el psicólogo americano escribe que “el mundo es esencialmente un teatro para el heroísmo”. A pesar de no presentar ninguna recomendación específica sobre la selección de “nuestro proyecto de inmortalidad” —estoy seguro de que no existe respuesta última en tal dirección— “La negación de la muerte”, completada cuando ya padecía de cáncer, es el reflejo del “exitoso” heroísmo de Ernest Becker. En el mundo de la psicología, de manera simbólica, el nombre del antropólogo sobrevive ciertamente a su temprana muerte física seis meses antes de cumplir cincuenta años.


Gustavo Estrada

Autor de
Hacia el Buda desde el occidente *