viernes, 6 de noviembre de 2015

Absolutismo y pensamiento grupal

La propensión hacia la corrupción de la autoridad indiscutible y la tendencia a la obnubilación ante la realidad de los grupos demasiado aglutinados son hechos reconocidos por sociólogos y psicólogos. Ambos sesgos han sido estudiados por el mundo académico. El problema de cualquier sociedad empeora cuando los dos fenómenos se conjugan en un mismo escenario.
Hablemos primero del absolutismo. Como ningún gobernante aceptaría que su comportamiento fuera analizado por científicos, los psicólogos sociales Joris Lammers y Adam Galinsky, entre otros, han acudido a estudios con voluntarios que han sido ‘cebados’ como poderosos, esto es, condicionados a la posesión de autoridad artificial categórica durante los experimentos.
Las técnicas de  condicionamiento incluyen, entre muchas, la repetición vigorosa de frases como “yo soy el jefe aquí” o la recordación de circunstancias pasadas en las cuales los participantes tuvieron mando tajante. En Insight II, un taller de motivación al cual este columnista asistió años atrás, los facilitadores utilizaban como música de fondo para estimular la sensación de autoridad el triunfador tema ‘Voy a volar ahora´ (Gonna Fly Now) de la película Rocky´. Cuando sonaba Gonna Fly Now´ los asistentes nos sentíamos, debo confesarlo, empoderados´ para la ejecución inmediata de las actuaciones asignadas.
En uno de los ‘juegos’ de los doctores Lammers y Galinsky, los participantes calificaron el comportamiento propio o el de terceros con base en una escala ética de uno (totalmente inmoral) a nueve (completamente aceptable). Los resultados de la prueba mostraron no sólo influencia negativa del poder en la conducta ética sino que los dueños de la autoridad, además de hacer más trampas, tienden a juzgar a los otros con una vara moral más estricta que aquella con la cual ellos se miden.
Los débiles -los ‘descondicionados’-, en contraposición, engañaron menos y utilizaron métricas similares tanto para juzgarse ellos mismos como para calificar a los poderosos. Según el doctor Galinsky, el poder inclina a quienes lo tienen al rompimiento o interpretación libre de las reglas vigentes como, por ejemplo, manipulando evidencias para adaptarlas a sus propósitos.
El segundo daño alrededor del liderazgo excesivo proviene del mal llamado ‘pensamiento grupal’ (groupthink en inglés), un vicio social, así su denominación suene positiva. El pensamiento grupal es una manera anómala de actuar en la cual los miembros de un conjunto, buscando mantener unanimidad, tienden a cerrar sus ojos ante realidades inobjetables y a ignorar caminos razonables de acción. Los grupos cohesivos de apoyo que siempre aparecen alrededor de los poderosos -los devotos de la causa, los fieles servidores del líder, los beneficiarios del sistema autocrático- son especialmente proclives a este comportamiento.
En los años setenta el psicólogo norteamericano Irving Janis documentó detalladamente las causas y los síntomas del pensamiento grupal. Entre las causas están la homogeneidad del grupo (política, social, religiosa…), el aislamiento espontáneo o provocado de fuentes externas de información y, el tema de esta nota, el liderazgo autoritario de quien ejerce el mando. Los síntomas incluyen la creencia ciega en la moralidad del grupo, la descalificación indiscriminada de quienes no pertenecen a él, la presión para ‘enderezar’ a los desleales, y la censura a las ideas que se desvían del consenso.
El estudio científico detallado de los perjuicios del pensamiento grupal está restringido por las dificultades implícitas en la medición de factores subjetivos. No obstante, el impacto perjudicial del pensamiento grupal es evidente y los ejemplos abundan. Dos fiascos contemporáneos sobresalientes, originados en el pensamiento grupal, son la invasión norteamericana a Irak sin pruebas contundentes que la justificaran y la concentración de la investigación de la física moderna durante las últimas tres décadas en la denominada Teoría de las Cuerdas, un campo con futuro cuestionable.
Es pues evidente que un dirigente fuerte y un séquito incondicional ocasionan daños mayores a cualquier sociedad o grupo. Los dueños del poder que manipulen hábilmente a sus dirigidos para ganar su lealtad, para ‘agruparlos’ diría el doctor Janis, resultan funestos en cualesquiera circunstancias. Nada puede ser tan nocivo socialmente como una corrupción con respaldo mayoritario.
Por esta razón las reelecciones de gobernantes autoritarios con elevado capital electoral, sea este legítimo o negociado, son tan inconvenientes como riesgosas. Tales reelecciones, de moda en la Latinoamérica del siglo XXI -unas de personas, otras de dinastías- están ya mostrando sus consecuencias lamentables en esta región.
Gustavo Estrada
Autor de ‘Hacia el Buda desde el occidente’
http://www.harmonypresent.com/Armonia-interior

domingo, 25 de octubre de 2015

Sonidos y silencios

Hay momentos cuando queremos concentrarnos en algo -leer un texto, escuchar una presentación, efectuar una tarea cuidadosa- y, sin darnos cuenta, nuestra mente se nos vuela en otra dirección. Nos enviamos entonces mensajes de apoyo ¡estoy atento!, ¡no puedo divagar!, ¡ánimo! pero pronto vuelven, juegan y ganan las distracciones. Nuestro cerebro carece de módulos que ordenen la concentración mental, como sí los tiene y utiliza para iniciar cosas más sencillas como hacer una llamada telefónica o salir a almorzar.
Concentrarnos es inhibir señales perturbadoras; distraernos es rendirnos a ellas. La concentración no resulta de la excitación de circuitos nerviosos para que nos mantengan atentos en la tarea de turno sino de la inhibición de las señales distractoras disparadas al azar por nuestros condicionamientos mentales -las preferencias y antipatías que nos han sembrado los medios y la cultura-. Los mecanismos neuronales que comandan acciones se conocen como circuitos excitadores; aquellos que suspenden tareas se denominan circuitos inhibidores. Estos son tan importantes como aquellos y el balance entre ambos es fundamental en nuestro desempeño.  
¿Existen ejercicios para mejorar la concentración? Sí y ayudan: Practicar hatha yoga, mantenerse quieto por largo rato, detectar diferencias entre dos dibujos... Por el diseño mismo de su práctica, sin embargo, la meditación de atención total es la mejor forma para desarrollar nuestra concentración.
Una vez inmóvil, callado, con boca y ojos cerrados, el meditador deja sin oficio, por el tiempo que dure la práctica, a una amplia variedad de circuitos cerebrales: los ‘motrices´, ‘los parlanchines´, los ‘glotones´ y los ‘mirones´; ‘dejar sin oficio’ es inhibirlos. Por ejemplo, con solo cerrar los ojos silenciamos la quinta parte de nuestras neuronas, pues la visión es una de las funciones más demandantes de cerebro.
El lector puede formarse una idea somera del funcionamiento de los mecanismos inhibitorios sosteniendo su atención por unos segundos en el contacto de alguna parte de su piel con la ropa, o de su cuerpo con la silla donde está sentado. Con la práctica y el tiempo, el interesado detectará señales mucho más sutiles que las de puro contacto.
En los movimientos de la atención hacia distintas partes del cuerpo y en la percepción de sensaciones comúnmente ignoradas, el meditador ejercita sus circuitos inhibidores, llevándolos a que se enciendan y se apaguen durante la práctica. Esta técnica de activar y desactivar circuitos neuronales es equivalente a la de tensionar y soltar tendones y fibras musculares durante un ejercicio físico.
Los mecanismos inhibitorios son los encargados de mantener la consciencia libre de la información irrelevante que la desvía de la culminación exitosa de la tarea del momento. El ejercicio continuado de estos mecanismos conlleva un incremento sustancial de nuestra facultad de concentración.
¿Conducen a mejoras similares otras formas de meditación? Sí, aunque en menor escala. Con el ejercicio continuado de la atención total, el meditador alcanza, sin buscarlo, un estado de placentero silencio. No ocurre así con otros enfoques que apaciguan la mente con artificios caprichosos. Por ejemplo, hay prácticas que incluyen la repetición, verbal o mental, de mantras o palabras ‘sagradas´ que perturban inevitablemente el silencio mental puro. En la meditación de atención total no hay cánticos, esencias, dibujos o sonidos… Hasta la palabra ‘silencio’, cuando la pronunciamos, produce ruido.   
“En toda interpretación”, le escuché decir a un guitarrista magistral, “los sonidos son tan importantes como los silencios”. Ocurre igual con nuestra actividad cerebral. Agregaba este virtuoso que durante los ensayos su atención siempre la enfoca tanto en las notas como en las pausas -los sonidos y los silencios-. Nuestra acelerada rutina diaria nos impide escuchar las algarabías de nuestra mente y menos aún prestarle atención a sus poco frecuentes sosiegos.
La atención total, mindfulness, es la observación permanente de los sonidos y los silencios en nuestra cabeza. La meditación de atención total, a su vez, es el ejercicio de los circuitos inhibitorios para que, una vez fortalecidos, detengan los ruidos innecesarios. La concentración se vuelve entonces una actividad natural y espontánea que no requiere de fuerza de voluntad.   
Gustavo Estrada
Autor de ‘Hacia el Buda desde el occidente’
http://www.harmonypresent.com/Armonia-interior

domingo, 11 de octubre de 2015

¿Podría un robot meditar?

La meditación de la atención total es un ejercicio de concentración durante el cual el practicante vigila desinteresada, imparcial y cuidadosamente algunas funciones orgánicas como la respiración, las sensaciones o los estados mentales.  Un robot ‘moderno´ es una máquina computarizada que puede hacer autónomamente el trabajo de una persona.      
La palabra ‘robot’, acuñada por Isaac Asimov en 1941, fue del dominio exclusivo de la fantasía hasta hace pocas décadas. Sin embargo, con los adelantos científicos, las máquinas inteligentes invadieron todos los campos de la actividad humana y están ahora ejecutando tareas jamás antes soñadas. ¿Podrían los robots avanzados meditar?       
Tres décadas atrás el término ‘robot’’ me traía inmediatamente a la cabeza a R2-D2, el simpático autómata de ‘La guerra de las galaxias’; ahora la misma palabra pronto la asocio con el automóvil sin conductor de Google. Cuando veo los videos que hay en la red sobre este equipo, debo pellizcarme para asimilar que, a diferencia de R2-D2, el carro Google no es ciencia ficción y que será de uso común en menos de una década. Por ello utilizo sus características para discutir el tema de esta nota.      
Según Sridhar Lakshmanan, un experto en coches autónomos, un vehículo realmente autónomo necesita tres componentes: (1) un sistema de posicionamiento global (GPS en inglés), (2) un sistema de reconocimiento de los alrededores del carro, y (3) un súper-software que, integrando las funciones anteriores, coordina la ejecución de las labores equivalentes que haría un chofer.      
Con su teléfono, para comenzar, el pasajero le informa al carro su destino. El componente 1, el GPS, ubica la localización actual y, con una tecnología de imágenes satelitales existente desde hace rato, planea la ruta solicitada. Una vez ubicados inicio y punto final,  el componente 2, un conjunto de radares, cámaras y láseres, entra en acción para monitorear los 360 grados alrededor del coche durante todo el recorrido.      
 El sistema de reconocimiento ejerce una ‘atención total’ de proporciones mayores a las que podría lograr un ser humano. El componente 2 no se descuida un segundo y, por los cuatro lados del vehículo, identifica sin cesar todo lo que se mueve (carros, ciclistas, personas, obreros en la vía…) y todo lo que está quieto (coches parqueados, semáforos, señales, postes…). El súper-software es el componente 3 que propiamente reemplaza al chofer incluyendo, al final de la ruta, su recomendación verbal para que el pasajero no olvide sus pertenencias.      
¿Podría el carro de Google meditar? Aquí es necesario aclarar la palabra ‘meditación’ pues este ejercicio tiene muchas variaciones.  Es obvio que semejante máquina tan sofisticada bien podría hacernos creer que está meditando con una de las tantas aproximaciones existentes, sea repitiendo mantras ‘potentes’, contando los granos de un rosario (mala), ocupándose en descifrar paradojas impenetrables (koans), o coreando cánticos sagrados en sánscrito.      
No obstante, como un aparato electrónico no funciona con señales nerviosas y carece de funciones orgánicas (respiración, sensaciones, estados mentales…) para focalizarse en ellas, lo máximo que los carros Google podrían hacer a fin de convencernos de que están practicando meditación de atención total sería quedarse quietos, con sus radares, láseres y cámaras fuera de servicio. Un observador desprevenido no se imaginaría que el aparato está meditando sino que está apagado.      
La pregunta de la nota y su respuesta son ambas ingenuas: Un  robot jamás logrará hacernos creer que está practicando meditación, de cualquier tipo, y menos de atención total. Hay que resaltar, sin embargo, que los robots, a no ser que estén dañados, nunca se distraen y, en consecuencia, cualquier ejercicio para mejorar su capacidad de concentración carece de sentido y les sobra.      
En el momento mismo que un automóvil Google se descuide, ocurrirá un accidente; el equipo en acción siempre tiene que permanecer atento y ‘consciente’: O está concentrado trabajando o está apagado descansando. Somos los humanos -no los robots- quienes, por la volatilidad de nuestra cabeza, sí necesitamos practicar meditación de atención total, esperando que la concentración en nuestras actividades mejore, como está comprobado que en realidad ocurre. Paralelizando de alguna forma con los carros Google, los humanos siempre deberíamos estar conscientes (esto es concentrados) o dormidos (esto es apagados). La meditación de atención total nos ayuda para hacer bien ambas cosas.      
Gustavo Estrada
Autor de ‘Hacia el Buda desde el occidente’
http://www.harmonypresent.com/Armonia-interior

domingo, 20 de septiembre de 2015

Fanatismo y ecuanimidad

En junio pasado el gobierno de Libia anunció que Mokhtarcon  Belmokhtar, iniciador del grupo islamista Al-Murabitoun y cerebro de la toma de una planta de gas en In Amenas, Argelia, había sido ultimado con otros seis terroristas. El asalto a la planta de gas, que ocurrió hace ya más de dos años, condujo a la muerte de 38 extranjeros, entre ellos mi hijo Carlos, quienes allí trabajaban o se encontraban visitando las instalaciones. ¿Sentí complacencia cuando supe de la caída del malvado terrorista? No fue así.
La muerte de Belmokhtar no pudo ser confirmada y, desde el comienzo, Al Qaeda negó la noticia; las pruebas de reconocimiento no lograron identificar  su cuerpo entre los siete cadáveres. La búsqueda del asesino está activa y todo indica que aún continúa delinquiendo. ¿Me sacó de casillas la negación de la noticia inicial? Tampoco.
El dolor en la desaparición de mi muchacho es inconmensurable y me acompañará hasta el final de mis días. Mi indiferencia ante la suerte del criminal, sin embargo, no me permite ufanarme de ecuánime; la evasión o la eliminación de ese bandido no alteran de forma alguna mi aflicción aunque, por supuesto, sí es importante que haya justicia. Mi gran frustración no está asociada con un nombre ingrato ocasional sino con la siniestra y continuada estupidez de los fanatismos de cualquier índole, sean estos religiosos, políticos o raciales. Las atrocidades de los fanáticos no paran de generar despiadado sufrimiento a millones de seres humanos.
Hay poca diferencia entre la violencia proveniente de un credo religioso, un dogma político o una segregación racial. ¡Horror de horrores cuando las tres cosas se juntan! En todos los casos, el terrorismo y la violación de los más elementales derechos se convierten pronto en herramientas apropiadas de lucha. Y, cuando los dirigentes fanáticos son los dueños del poder en cualquier sociedad, las tragedias llegan a excesos absurdos.
Los extremistas de la religión musulmana, el lamentable ejemplo del momento, quieren imponer a cualquier costo sus creencias metafísicas de forma similar a cómo pretendieron hacerlo muchos regímenes cristianos y católicos hasta no hace mucho tiempo. Esta tendencia es intrínseca a todos los credos. Hasta las sabias enseñanzas del Buda, cuando sus seguidores las vuelven religión o política, conducen a las persecuciones que están padeciendo los musulmanes rohinyá en Myanmar occidental y los tamiles en Sri Lanka.
La bien intencionada justicia social de la izquierda socialista llevó a los horrores soviéticos y chinos, y a los innumerables actos de terrorismo que han ocurrido y siguen repitiéndose gracias al populismo promovido por demagogos corruptos y ególatras, solo interesados en enriquecerse y en imponer modelos reconocidos como inservibles. Y la supuesta superioridad de la raza ‘aria’, ejemplo macabro de tragedia, condujo a las barbaridades nazis.
Los creyentes de una religión, los seguidores de una doctrina política o los supremacistas de un grupo racial se enorgullecen de sus posturas, ilusorias e irracionales; no obstante, casi todos estos alienados se autocalifican de imparciales: “Yo no soy fanático y respeto el pensamiento de los demás”. ¿Cuántos de estos supuestos tolerantes aceptarían con sinceridad que su religión puede no ser verdadera, que su doctrina puede estar errada o que su raza no es genéticamente superior? Quien no logre abrir su mente a la eventual falsedad de sus opiniones sesgadas, lleva semillas de violencia en su corazón. Por desgracia, cuando se trata de respaldar una causa ‘justa’ y ‘cierta’, muchísimas de estas semillas siniestras en algún momento germinan.        
Bien dijo Steven Weinberg, Premio Nobel de Física 1979: “Con o sin religión siempre habrá gente buena haciendo cosas buenas y gente mala gente haciendo cosas malas. Pero para que la gente buena haga cosas malas se necesita que haya religión”. O creencias políticas, o hipótesis raciales, agrego yo. 
No, la desaparición de Mokhtar Belmokhtar no disminuye mi tristeza de padre ni tampoco su supervivencia la aumenta. En cambio, la presencia permanente del fanatismo en cualquiera de sus múltiples expresiones, asesinando inocentes a nombre de causas etéreas o absurdas, sí hace más agudo mi dolor. Siendo intransigente ante el fanatismo, como este columnista, ¿es posible disfrutar de ecuanimidad? No estoy seguro. Responda cada cual la pregunta.
Gustavo Estrada
Autor de ‘Hacia el Buda desde el occidente’
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lunes, 14 de septiembre de 2015

La consciencia: el misterio primario

A pesar de las incontables leyes de la física, la química y la biología que la ciencia ha descubierto y de los avances extraordinarios que se han logrado con la aplicación práctica de tales leyes, los investigadores están lejísimos de quedarse cortos de enigmas por resolver. Aún desconocemos si existen o no otros universos, como lo sugiere la teoría de las cuerdas; no nos imaginamos cómo fue la primera molécula que se replicó por sí sola para abrirle la puerta a la vida hace casi cuatro mil millones de años; ni tampoco tenemos idea de qué son la materia o la energía oscuras que juntas e invisibles representan el noventa y cinco por ciento del contenido del universo conocido.             
Sin restarle importancia alguna a semejantes incógnitas, remotas del diario vivir, el gran misterio primario, sin embargo, está bien cerca de nuestros ojos, más exactamente detrás de ellos. ¿Cómo crean las neuronas la consciencia en nuestro cerebro? ¿Cómo surge el sentido de identidad,  crece en la temprana infancia, se estabiliza después por unos cuantos años, declina en la tercera edad y se extingue cuando el cuerpo expira?                           
La consciencia nos provee una convicción irrefutable e íntima de un ‘yo’ que nos traza límites y nos diferencia de los demás. Al igual que todas las características de la vida humana, la consciencia y todos los enlaces y porciones orgánicos asociados con su funcionamiento son fruto de la evolución por selección natural en procesos secuenciales que tardaron millones de años. No obstante, poco sabemos más allá de esta descripción.    
El surgimiento del sentido de identidad es la recompensa de la evolución a la 'memorización' genética de los eventos que beneficiaron la supervivencia de nuestros primitivos antecesores. La estabilización de las mutaciones favorables conformó poco a poco la codificación genética de la consciencia, aunque todavía no sabemos cuáles son los genes involucrados ni cómo estos generan los mensajes cerebrales que nos hacen sentir ‘individuos’.             
Las explicaciones detalladas del surgimiento de la consciencia en nuestros antepasados remotos están apenas un poco menos recónditas que en 1858 cuando por primera vez el naturalista Charles Darwin y el antropólogo Alfred Wallace postularon públicamente la teoría de la evolución de las especies por selección natural.             
Wallace era espiritualista y pasó sus últimos años intentando comunicarse con los muertos. Dentro de este marco metafísico, Wallace llegó a dudar de su intuición ‘materialista’ genial (en su época no existían las palabras ‘neurona’, ‘gen’ o ‘byte’) y expresó en algún momento que la selección natural era insuficiente para explicar la evolución de la consciencia. “Espero que usted no haya matado completamente su propio niño y el mío”, le escribió con preocupación Darwin. Para fortuna de la ciencia, así no ocurrió.             
La inicial carencia de explicaciones para la consciencia parece estarse moviendo en los últimos años hacia el otro extremo. Ahora la abundancia de hipótesis podría crear confusión antes de llegar a una teoría definitiva, y el otorgamiento del Nobel correspondiente, sea en física, química o medicina, podría demorarse varias décadas.              
Veamos dos ejemplos que están haciendo ruido científico. Bernard Baars, neurocientífico del Instituto de Neurociencias en La Jolla, California, asimila la consciencia a la memoria de un computador que conserva los datos de las experiencias después de haberlas vivido. Según esta teoría, el pensamiento, la planeación y la percepción son generados por algoritmos adaptativos biológicos.             
El cosmólogo Max Tegmark del Instituto Tecnológico de Massachusetts, por su parte, sugiere que la consciencia es un estado de la materia y  surge de un conjunto particular de condiciones matemáticas. Según el doctor Tegmark, hay diversos grados de consciencia, al igual que existen diferentes estados para el agua: vapor, líquido o hielo.             
La consciencia es, sin duda alguna, el misterio primario y no solo porque todos la experimentemos patentemente. Para que un problema sea reconocido como tal debe haber alguien que lo identifique y lo quiera resolver. Si nadie tuviera consciencia, esto es, si no hubiera seres humanos conscientes y curiosos, pues no habría ni explorador ni zona por explorar. Y ningún fenómeno sería enigma  si no hubiera alguien que lo quisiera resolver. Porque tenemos el privilegio de tener consciencia, así no la comprendamos, existen todos los demás misterios.             
Gustavo Estrada
Autor de ‘Hacia el Buda desde el occidente’
www.harmonypresent.com/armonia-interior

viernes, 4 de septiembre de 2015

Ahora Les Luthiers son solo cuatro

Cuando hace muchos años, para una navidad, íbamos hacia una concurrida fiesta en mi tierra natal, mis hijos, de diez, trece y dieciséis años en aquel entonces, comenzaron a rochelear con una ‘zarzuela náutica’ que, como ellos bien sabían, me divertía mucho:  “Hola marineros decidnos qué hacéis, por qué lucháis y por quién navegáis”. Tres minutos más tarde, al notar que no paraban de cantar, recitar y reír, les pregunté: “¿Ustedes se saben el texto completo de “Las majas del bergantín”? ¿Podrían actuarla en la reunión? Ambas respuestas fueron afirmativas.
Esa noche, sin acompañamiento musical o arreglo teatral alguno, mis muchachos hicieron reír a carcajadas a la admirada audiencia, en una función espectacular (desde mi punto de vista paternal, ciertamente parcializado). Pocos en mi pueblo tenían entonces noción de quiénes eran ‘Les Luthiers’, el extraordinario conjunto argentino, autor e intérprete de la divertida opereta.  El reciente fallecimiento de Daniel Rabinovich, integrante del grupo desde cuando apareció en 1967, trajo a mi mente esta grata memoria familiar.
Desde sus primeras presentaciones, con sus libretos, su actuación, su música, sus extraños instrumentos y su ‘seriedad’, Les Luthiers comenzaron a agregarle ingredientes al humor en español que los convirtieron pronto en fenómeno cultural. Ellos mezclan magistralmente solemnidad (siempre actúan de smoking) y compostura (jamás utilizan vocabulario vulgar en sus diálogos) con el humor más sensato, inofensivo y original que pueda concebirse.
En la mayoría de los chistes corrientes el arrogante frecuentemente menosprecia al humilde, el educado ridiculiza al ignorante, el adinerado desdeña al pobre…  Casi siempre ha sido así. Muchos pensadores anteriores al siglo XX fueron mordaces con el humor. Para algunos filósofos de la Grecia antigua, en la comicidad predomina la burla sobre el ingenio.  Platón sostuvo que “nuestra risa expresa sentimientos de superioridad sobre otras personas”. Y siglos después Descartes consideró que la risa era una simple manifestación del sarcasmo y el ridículo. Demasiadas bromas modernas todavía giran exclusivamente alrededor de la prepotencia y la supremacía.
No ocurre así en las obras de Les Luthiers. Si Platón y Descartes hubieran escuchado al grupo argentino habrían apreciado la cara amabilísima de la risa como fenómeno saludable para el individuo y la sociedad. Sus burlas son inofensivas o demasiado sutiles: “¿No lo asalta de vez en cuando la melancolía, la memoria de las cosas perdidas? Eh, justamente lo que he perdido es la memoria”. Incluso se mofan de ellos mismos: “Hemos recibido innumerables pedidos de nuestro público, solicitándonos la presencia en nuestro programa de un gran artista... ¡aunque sea uno!”
Ocasionalmente, Les Luthiers necesitan adaptar sus argentinismos a las audiencias de otros países. Sin embargo, la mayoría de sus párrafos son en español ‘universal’; ni siquiera sus distorsiones del idioma requieren ajustes de vocabulario o gramática: “La vida merece ser vivida. En cambio, la muerte, ¿merece ser morida?” “Un suicida no es el que mata a un suizo. No, un suicida es alguien que se quita la vida a 'sui' mismo”.
Resulta extremadamente difícil efectuar comparaciones entre las motivaciones de la risa en culturas diferentes e imposible hacerlas entre distintos idiomas. La risa es universal pero las razones para reírnos cambian mucho con la geografía y los idiomas; es más, cualquier comunidad estable, formal o informal, y sin importar su tamaño u origen, desarrolla pronto sus propios modelos del humor. Es arriesgado pues dictaminar que este humorista, ese grupo o aquella comedia son lo máximo en el entretenimiento del planeta.
No obstante la advertencia, me atrevo a asegurar que Les Luthiers -con su ingenio, su imaginación, sus interpretaciones magistrales, su lenguaje, sea correcto o deformado- constituyen la cumbre más alta del humor en el idioma español; ellos son una especie de ‘Aconcagua de la risa’ entre la Patagonia y los Pirineos.
La desaparición de uno de sus miembros nos ha invitado a rememorar al brillante grupo. Reto inmenso será para Mundstock, Maronna, López y Núñez, las cuatro estrellas sobrevivientes, llenar el vacío que deja Daniel Rabinovich.  Estoy seguro que el extraordinario artista quisiera que lo despidiéramos con una carcajada. O, al menos, con una sonrisa, así sea de tristeza.
Gustavo Estrada
Autor de ‘Hacia el Buda desde el occidente’
www.harmonypresent.com/armonia-interior

domingo, 16 de agosto de 2015

Prodigios y obsesiones de la tecnología

Así carezcan de consciencia, los teléfonos inteligentes son… inteligentes. La función de sus antecesores celulares fue apenas la telefonía móvil pero sus habilidades  comenzaron pronto a quitarle territorio a los computadores portátiles y a actuar, al igual que estos, como ‘clientes’ de Internet. Los teléfonos inteligentes están ahora opacando, cuando no acabando, con calculadoras, grabadoras de sonido, cámaras fotográficas, sistemas de posicionamiento global (GPS), relojes y cronómetros.                 
En asocio con otros dispositivos, los teléfonos inteligentes se están metiendo en todo. Por ejemplo, ya están funcionando o se encuentran en desarrollo aplicaciones que, a través de ellos, recogen información de salud física o mental para propósitos tanto de investigación como de detección de problemas. ¡Quién hubiera soñado esto! Miremos dos casos.
La Facultad de Medicina de la Universidad de Standford completó hace poco una aplicación tanto para vigilancia de la salud cardíaca como para recolección de información que ayude a mejorar la comprensión del funcionamiento del corazón. El software, que opera en una plataforma Apple, utiliza los sensores de movimiento de los teléfonos. El programa no solo registra la actividad física de los dueños y los factores asociados de riesgo sino que genera ¡ojo! recomendaciones personalizadas. El día del anuncio el estudio inicial registró diez mil interesados.
En el lado de la salud mental, la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Connecticut está diseñando otra aplicación que espera recoger datos sobre variables asociadas con la actividad física y las interacciones sociales mediante los sensores y los micrófonos de los teléfonos. Por ejemplo, el GPS incorporado provee pautas para calcular la frecuencia con la cual el usuario está saliendo de su casa mientras que los micrófonos permiten estimar, de acuerdo con el tono de la voz, su estado de ánimo. Estas y otras piezas de información proveerán bases para ‘medir’ y comparar niveles de depresión.
Anteriormente la transferencia de nuevas tecnologías a los países menos avanzados podía tomar décadas; ahora la universalización de los nuevos desarrollos ocurre mucho más rápido. Estos avances, con tantos beneficios potenciales, se extenderán pronto por todo el planeta. Las cosas que se podrán hacer entre las aplicaciones especializadas y los celulares modernos solo estarán limitadas por la imaginación.
No todo es color de rosa, sin embargo. Abundan en Internet las caricaturas que ridiculizan la dependencia creciente y el comportamiento obsesivo que los teléfonos inteligentes están engendrando en sus usuarios. Hay preocupación real entre los académicos de las ciencias sociales sobre las posibles consecuencias dañinas de esta tendencia. ¿Disminuirá el contacto personal? ¿Desplazarán los textos a la comunicación verbal? ¿Se tornará la gente más introvertida?  Las respuestas no son claras ni predecibles.
No obstante, por sus logros positivos, nadie discute la inteligencia de los celulares modernos, así tales artefactos sean ignorantes de lo que están haciendo. Admiradores le sobran a esta ‘magia’ maravillosa, algunos con razonable cautela. Una frase que escuché hace poco resume la mezcla de admiración y temor alrededor del tema: “Los teléfonos actuales son tan extremadamente inteligentes que están manejando a sus dueños”.  Y, además, como que pronto estarán recetándoles.
Gustavo Estrada
Autor de ‘Hacia el Buda desde el occidente’
www.harmonypresent.com/armonia-interior