La
propensión hacia la corrupción de la autoridad indiscutible y la tendencia a la
obnubilación ante la realidad de los grupos demasiado aglutinados son hechos
reconocidos por sociólogos y psicólogos. Ambos sesgos han sido estudiados por
el mundo académico. El problema de cualquier sociedad empeora cuando los dos
fenómenos se conjugan en un mismo escenario.
Hablemos
primero del absolutismo. Como ningún gobernante aceptaría que su comportamiento
fuera analizado por científicos, los psicólogos sociales Joris Lammers y Adam Galinsky, entre otros, han acudido a
estudios con voluntarios que han sido ‘cebados’ como poderosos, esto es,
condicionados a la posesión de autoridad artificial categórica durante los
experimentos.
Las técnicas
de condicionamiento incluyen, entre
muchas, la repetición vigorosa de frases como “yo soy el jefe aquí” o la recordación de circunstancias pasadas en las
cuales los participantes tuvieron mando tajante. En Insight II, un taller de motivación al cual este columnista asistió
años atrás, los facilitadores utilizaban como música de fondo para estimular la
sensación de autoridad el triunfador tema ‘Voy a volar ahora´ (Gonna Fly Now)
de la película ‘Rocky´. Cuando sonaba ‘Gonna
Fly Now´ los asistentes nos sentíamos, debo confesarlo, ‘empoderados´
para la ejecución inmediata de las actuaciones asignadas.
En uno de
los ‘juegos’ de los doctores Lammers y Galinsky, los participantes calificaron
el comportamiento propio o el de terceros con base en una escala ética de uno
(totalmente inmoral) a nueve (completamente aceptable). Los resultados de la
prueba mostraron no sólo influencia negativa del poder en la conducta ética
sino que los dueños de la autoridad, además de hacer más trampas, tienden a
juzgar a los otros con una vara moral más estricta que aquella con la cual
ellos se miden.
Los débiles
-los ‘descondicionados’-, en contraposición, engañaron menos y utilizaron
métricas similares tanto para juzgarse ellos mismos como para calificar a los
poderosos. Según el doctor Galinsky, el poder inclina a quienes lo tienen al
rompimiento o interpretación libre de las reglas vigentes como, por ejemplo,
manipulando evidencias para adaptarlas a sus propósitos.
El segundo
daño alrededor del liderazgo excesivo proviene del mal llamado ‘pensamiento
grupal’ (groupthink en inglés), un
vicio social, así su denominación suene positiva. El pensamiento grupal es una
manera anómala de actuar en la cual los miembros de un conjunto, buscando
mantener unanimidad, tienden a cerrar sus ojos ante realidades inobjetables y a
ignorar caminos razonables de acción. Los grupos cohesivos de apoyo que siempre
aparecen alrededor de los poderosos -los devotos de la causa, los fieles
servidores del líder, los beneficiarios del sistema autocrático- son
especialmente proclives a este comportamiento.
En los años
setenta el psicólogo norteamericano Irving Janis documentó detalladamente las
causas y los síntomas del pensamiento grupal. Entre las causas están la
homogeneidad del grupo (política, social, religiosa…), el aislamiento
espontáneo o provocado de fuentes externas de información y, el tema de esta
nota, el liderazgo autoritario de quien ejerce el mando. Los síntomas incluyen
la creencia ciega en la moralidad del grupo, la descalificación indiscriminada
de quienes no pertenecen a él, la presión para ‘enderezar’ a los desleales, y
la censura a las ideas que se desvían del consenso.
El estudio
científico detallado de los perjuicios del pensamiento grupal está restringido
por las dificultades implícitas en la medición de factores subjetivos. No
obstante, el impacto perjudicial del pensamiento grupal es evidente y los
ejemplos abundan. Dos fiascos contemporáneos sobresalientes, originados en el
pensamiento grupal, son la invasión norteamericana a Irak sin pruebas contundentes que
la justificaran y la concentración de la investigación de la física moderna
durante las últimas tres décadas en la denominada Teoría
de las Cuerdas, un campo con futuro cuestionable.
Es pues
evidente que un dirigente fuerte y un séquito incondicional ocasionan daños
mayores a cualquier sociedad o grupo. Los dueños del poder que manipulen
hábilmente a sus dirigidos para ganar su lealtad, para ‘agruparlos’ diría el
doctor Janis, resultan funestos en cualesquiera circunstancias. Nada puede ser
tan nocivo socialmente como una corrupción con respaldo mayoritario.
Por esta
razón las reelecciones de gobernantes autoritarios con elevado capital
electoral, sea este legítimo o negociado, son tan inconvenientes como
riesgosas. Tales reelecciones, de moda en la Latinoamérica del siglo XXI -unas
de personas, otras de dinastías- están ya mostrando sus consecuencias
lamentables en esta región.
Gustavo
EstradaAutor de ‘Hacia el Buda desde el occidente’
http://www.harmonypresent.com/Armonia-interior
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