viernes, 22 de noviembre de 2013

Desaprendizaje y transformación personal


La transformación personal es responsabilidad exclusiva de quien quiere transformarse; ‘el aspirante a ser otro’ tiene que hacer o dejar de hacer, por sí mismo, todo lo que el cambio le demande. Nos toma muchos ensayos de alternativas antes de que esta elemental enseñanza se vuelva ‘nuestra’; creo que todos en algún momento nos declaramos ‘buscadores’ de algo diferente, así no tuviéramos remota idea de lo que andábamos buscando: ¿La felicidad? ¿El éxito? ¿El sentido de la vida? ¿El maestro que decidiera por nosotros? ¿El santo que nos enviaría al cielo?

La meta recóndita e indefinida que yo perseguía no la encontré en ninguno de los numerosos cursos, libros y recovecos donde me metí; cuando no se sabe para dónde va pues allá no llega. En mis exploraciones, eso sí, me divertí sobremanera -la búsqueda misma fue entretenida- pues casi siempre asimilé alguna enseñanza puntual u obtuve algún beneficio interesante. La lección principal, tan importante como paradójica, que saqué de todo estos entrenamientos, sin embargo, no estaba en la publicidad de turno pues era contraproducente para los promotores de los programas o textos. La ‘verdadera’ transformación personal no resulta de estudiar, seguir instrucciones o adquirir nuevos conocimientos sino de olvidar, dejar de hacer cosas y desaprender nuestras reacciones automáticas.

El desaprendizaje, que ocurre en la medida que sacamos de nuestra cabeza las formaciones mentales perjudiciales, hace espontánea la transformación. Las formaciones mentales perjudiciales -todos aquellos condicionamientos dañinos que adquirimos a lo largo de nuestra existencia- son de dos clases: La primera la componen los deseos intensos de lo que carecemos o de lo que queremos tener más (posesiones, poder, prestigio, sexo, entretenimiento, conocimientos…); la segunda, las aversiones hacia lo que real o imaginariamente nos rodea (personas desagradables, amenazas, enfermedades, soledad, corrupción, ineficiencia, inmundicia…). Las formaciones mentales perjudiciales conforman nuestro ego redundante.

Las formaciones mentales provechosas, la otra cara de la moneda, son los apetitos naturales (como alimentarnos cuando tenemos hambre) y los temores razonables (como protegernos cuando hay peligro) que favorecen nuestra supervivencia y la de la especie, y que constituyen nuestro ser esencial.

La verdadera transformación ocurre en la observación atenta, imparcial y permanente de nuestra vida a medida que se desenvuelve. Así desaprendemos y silenciamos los condicionamientos dañinos, nos liberamos de la tiranía del ego redundante y comenzamos a vivir desde nuestro ser esencial. (Para los fáciles de condicionar, como este columnista, esto es menos sencillo de lo que suena). Desde el ser esencial, comemos únicamente cuando tenemos hambre y nos calmamos tan pronto los peligros han pasado.

Si el ego redundante nos gobierna, reinan el caos y la confusión: antojos superfluos y disgustos inútiles, adicciones y fobias, obsesiones y odios. Cambiar es convertir algo en otra cosa, es dejar una situación para escoger o crear una distinta. Si nuestra mente, en manos del ego redundante, está caótica y confusa, no puede dirigir una transformación provechosa.

Cuando actuamos desde nuestro ser esencial, por otro lado, hacemos exactamente lo que tenemos que hacer a todo momento, volviendo innecesarios los cambios dirigidos. Con nuestro ser esencial al mando, fluimos en armonía con la vida y podemos seguir al pie de la letra la sabia exhortación con la cual Anthony de Mello, sacerdote jesuita y guía espiritual, cerró su último taller vivencial mes y medio antes de su muerte: “No intentemos cambiar nada -ni a nosotros mismos, ni a los demás, ni al mundo- y todo cambiará maravillosamente, a su tiempo y a su manera”.

Gustavo Estrada
 
 

viernes, 21 de junio de 2013

Las opiniones sesgadas causan sufrimiento

Los deseos desordenados y las aversiones son condicionamientos mentales, registrados en nuestro cerebro sin que siquiera nos demos cuenta, que se activan automáticamente en respuesta a ciertos estímulos; conocidos como formaciones mentales perjudiciales en la terminología budista, estos condicionamientos nos generan necesidades falsas o temores ficticios. Los deseos desordenados son formaciones mentales ‘demandantes’ que nos antojan de objetos innecesarios. Las aversiones son formaciones mentales ‘repelentes’ que nos hacer rechazar personas o cosas que nos rodean. Las formaciones mentales perjudiciales son grilletes que nos encadenan al sufrimiento.

Estas formaciones, sin embargo, no son nuestros únicos yugos. La adhesión a opiniones sin fundamento es otra forma de amarrarnos al sufrimiento. Las opiniones sesgadas son toda esa gama amplia de creencias y doctrinas que adoptamos ‘porque sí’ y que carecen de apoyo racional verificable. Nuestro apego a las opiniones infundadas las convierte en ‘nuestras’ posesiones mentales.

A diferencia de los bienes materiales, nadie puede robarnos las opiniones; no obstante, estamos siempre dispuestos a defenderlas cuando no a propagarlas: Mientras más ferviente la creencia, más férrea será nuestra acción. Las opiniones -religiosas, políticas, raciales, deportivas o sectarias de cualquier índole- obnubilan la razón, confunden el lenguaje y alteran el comportamiento.

Los apetitos básicos (de comida, agua o sexo) provienen de necesidades biológicas; los temores razonables a peligros reales (pistolas, depredadores o calamidades) son los mecanismos neuronales auto-codificados que protegen nuestra supervivencia. Las opiniones, en cambio, no satisfacen ningún requerimiento vital; no existen opiniones ‘naturales’ desarrolladas por el código genético o adquiridas como protección biológica.

Cuando un sesgo se posesiona en nosotros, sin embargo, consideramos interesante cualquier planteamiento que concuerde con nuestros prejuicios y experimentamos aversión contra cualquier opinión que contradiga la nuestra. En el primer caso, buscamos la compañía de quienes comparten nuestra ‘sabiduría’. En el segundo, el poseedor de opiniones enfrentadas es nuestro potencial enemigo.

Las personas prejuiciadas son incapaces de reconocer sus contradicciones o falacias pues su estructura mental les ofusca su visión. Ellas piensan que el color de su cristal es el único existente. No es posible explicar ‘verde’ a alguien que sólo ve ‘amarillo’ y su reacción siempre será: "No entiendo cómo usted no ve la amarillez en mi punto de vista”.

Las opiniones sesgadas son también formaciones mentales perjudiciales y dominantes con un impacto negativo en nuestros razonamientos. En cualquier análisis, las opiniones sesgadas son más destructivas que unos datos deficientes o una capacidad analítica limitada. Dice el filósofo alemán Arthur Schopenhauer (los paréntesis son agregados): "Las opiniones preconcebidas bloquean el hallazgo de la verdad con mayor efectividad que las falsas apariencias promotoras del error (información dudosa) o que los recursos débiles de razonamiento (falta de sentido común)".

Cuando buscamos exactitud y confiabilidad, la influencia dañina de datos inciertos o lógica deficiente se desvanece en comparación con las distorsiones creadas por los puntos de vista sesgados. Una revisión cuidadosa de los procedimientos seguidos en una evaluación, sea por terceros o por la misma persona que efectuó el análisis, permite siempre detectar las anomalías en datos o lógica. No es así cuando llegamos a conclusiones a través de opiniones sesgadas, pues nos volvemos incapaces de reconocer nuestros propios errores o de aceptar el asesoramiento correctivo que nos puedan brindar terceros. Solamente consideraremos ‘correctas’ aquellas opiniones que coincidan con la nuestra.

La gente rara vez cambia de opinión; mientras más sesgado el prejuicio, más difícil su modificación. Esta resistencia es particularmente evidente en el campo de las creencias religiosas y las doctrinas políticas. No sucede así en las ciencias naturales. A medida que avanza el conocimiento, los puntos de vista científicos evolucionan y reemplazan los modelos obsoletos.
Las personas con opiniones opuestas siempre tendrán imágenes diferentes de una misma realidad; ellas ven el mundo exclusivamente a través de los ojos mentales de sus propias opiniones. Sin lugar a dudas, los puntos de vista sesgados son el peor obstáculo para la verdad en cualquier territorio. Y ese no es el peor problema. Lo realmente grave es que las opiniones sesgadas, además de llevar al sufrimiento individual, son la raíz del fanatismo del cual surge inevitablemente la violencia social.

Gustavo Estrada
Autor de "Inner Harmony through Mindfulness Meditation"
gustrada1@gmail.com

lunes, 10 de junio de 2013

El surgimiento de la armonía interior


Armonía interior es un estado de ánimo que nos permite vivir en calma y actuar con serenidad, aún en medio de situaciones difíciles. La armonía interior no es la ausencia de problemas complicados ni de las emociones negativas asociadas con ellos; tampoco es la demostración continua de entusiasmo o de buen humor. La armonía interior no son ni sonrisas permanentes ni expresiones constantes de autoconfianza u optimismo. Esta cualidad se manifiesta como una ecuanimidad y un equilibrio que, cuando las contrariedades aparecen, nos permiten desplegar nuestras habilidades hacia acciones correctivas apropiadas, si las hay, o someternos serenamente a la aceptación de la realidad, cuando los problemas carecen de solución.
La armonía interior es un estado positivo -el estado ideal, por cierto- en el cual quisiéramos vivir. Cuando una persona está disfrutando de armonía interior, ella está viviendo bien, ¿qué mejor recompensa para cualquier vivencia? No obstante su atractivo, la armonía interior es paradójica: No existe una ruta con señales inequívocas o una secuencia detallada de pasos que nos permitan alcanzar con certeza tan deseable condición.
La experiencia de la armonía interior es más el resultado espontáneo de una forma de vivir que un objetivo planificado o programable. La gente casi siempre busca metas como el dinero, los amigos, el prestigio o los grados académicos; estos propósitos, aunque pueden llevar al éxito, no necesariamente conducen a la armonía interior. Mientras que la armonía interior es muy diferente del éxito, las dos cualidades no son excluyentes entre sí.
Quienes disfrutan de armonía interior bien pueden obtener riquezas, amistades, fama o títulos, pero tales cosas les llegan de forma natural y no hay frustración alguna si esos efectos no se materializan. A los ojos de los demás, tales individuos son gente exitosa; para sí mismos, ellos están en paz con todo lo que sucede en sus vidas. La armonía interior, que es personal e íntima, no puede provenir de afuera; eso la haría armonía exterior.
A diferencia del éxito, no debemos correr detrás de la armonía interior; cuando perseguimos la armonía interior, la estamos perdiendo. Si no debemos buscar la armonía interior, ¿cómo llegamos a ella? ¿Cómo conseguimos algo tan atractivo si no debemos procurarlo? La respuesta es simple: En lugar de andar detrás de la armonía interior, debemos dirigir nuestras acciones hacia la eliminación de lo que entorpece su aparición, más específicamente, hacia la supresión del sufrimiento, el enemigo ‘declarado’ de la armonía interior y con el cual no puede coexistir.
La palabra ‘sufrimiento’ necesita delimitación pues abarca diversas desazones tales como angustia, ansiedad, desesperación, dolor y aflicción. Sufrimiento es el conjunto de sentimientos negativos generados por deseos desordenados de cosas que nos faltan y por aversiones hacia cosas imaginarias o reales que nos rodean. Si los deseos desordenados y las aversiones son los generadores del sufrimiento, pues esas son las molestias que tenemos que suprimir en nuestras vidas; estas son las raíces que debemos arrancar.
Una metáfora resulta útil para la explicación del tema: La armonía interior es similar al silencio. Ambas circunstancias, en vez de ser el producto de acciones que las generan, surgen de la ausencia de perturbaciones. Cuando hay ruidos en el ambiente y deseamos tranquilidad, entonces nos ocupamos de las fuentes de los sonidos molestos: Apagamos los altavoces, suspendemos la charlatanería, aquietamos a la gente… Una vez controladas las causas de las estridencias, ‘aparece’ entonces el silencio.
Tampoco podemos diseñar o construir armonía interior; no hay instrucciones para producirla. Si queremos armonía interior, debemos actuar sobre las causas de los ruidos mentales que la obstaculizan, o sea, tenemos que destruir las raíces del sufrimiento. Los deseos desordenados y las aversiones son las fuentes de los ruidos molestos; ellos son los altavoces cuyas estridencias perturban nuestra mente. Es necesario apagar los ‘equipos de sonido’ para cortar el origen de la bulla, esto es, los ruidos molestos del sufrimiento. Cuando eliminamos los deseos desordenados y las aversiones, entonces desaparece el estrépito que ellos ocasionan. Es entonces cuando la armonía interior florece espontáneamente.
 


Gustavo Estrada
Autor de ‘Inner Harmony through Mindfulness Meditation

martes, 23 de abril de 2013

¿Es real el cielo?

El limbo, el lugar adonde iban los bebés al morir cuando no habían sido bautizados, fue eliminado por la curia romana en el 2007. El purgatorio, la cárcel temporal donde se pagan los pecados veniales, todavía aparece en el catecismo del 2005 de la iglesia católica. El mismo documento establece que el infierno es un espacio real (aunque no menciona su temperatura) y que el cielo es otro territorio, también real, “nunca visto por ojo alguno ni concebido por ningún corazón humano… Es el sitio que Dios ha preparado para aquellos que le aman”.

Muchas personas que, por diversos traumas, se han aproximado a la muerte, dicen que han estado en o cerca del cielo (nunca en el infierno), y lo describen como un lugar placentero y bello; algunas recuerdan claramente haber atravesado por “un túnel de paz al final del cual se hallaba un ser de luz.” Ahora el neurólogo Eben Alexander, ex profesor de la Universidad de Harvard, sostiene que él también estuvo allí durante un coma profundo por el que pasó hace cuatro años. Numerosos creyentes juzgan tal historia como una prueba contundente de la existencia de dominios celestiales. Nosotros no. Expliquémonos con otro encuentro cercano aunque de diferente tipo.

Hace poco me vi con Fernando (he cambiado su nombre), recién recuperado de una ‘muerte’ cerebral que, según sus médicos, lo tuvo ‘ido’ durante ocho minutos. “Mi hijo fue secuestrado y posteriormente asesinado. No quise que se escribiera sobre mi tragedia porque ello hubiera matado a mi esposa”, me dijo.

Dos allegados comunes, cuando les comenté la tragedia de Fernando, me aclararon que su hijo ‘fallecido’ reside en el extranjero y que él creó su drama después de su complicado episodio. Los relatos del recuperado paciente, narrados por separado, coincidieron en todos los detalles. Fernando no se ‘inventó’ su cuento; su cerebro lo ‘generó’ con un realismo inobjetable. Algo parecido debió sucederle al doctor Alexander.

“La razón por la cual las alucinaciones son tan vívidas es porque utilizan las mismas conexiones nerviosas que el cerebro pone en acción cuando las experiencias son reales”, dice el neurólogo Oliver Sacks, profesor de la Universidad de Columbia.  Ni Fernando ni Eben están diciendo ‘mentiras’; sus ‘sueños’ fueron para ellos hechos auténticos.

La credibilidad del cielo del neurólogo proviene, por supuesto, de su currículo; él mismo examinó los registros de su actividad neuronal y comprobó que su corteza cerebral estuvo paralizada. Para el doctor Alexander, la consciencia existe separada del cerebro y fue su ‘consciencia’, una entidad espiritual, la que visitó el cielo cuando él ya estaba fuera de este mundo.

La fantasía del distinguido paciente, sin embargo, ocurrió después de que su cerebro recuperó funcionalidad; sus recuerdos quedaron nítidamente grabados en circuitos neuronales que no conservaron la hora. Es obvio que el científico no pudo cotejar sus memorias, minuto a minuto, con el tiempo marcado por los instrumentos clínicos. (Si quisiéramos saber cuando ocurren nuestros sueños, necesitaríamos despertarnos e inmediatamente mirar el reloj).

No pretendemos convencer a los creyentes de la inexistencia de los paraísos ‘post mortem’; la opinión fervorosa de los devotos es muy difícil de modificar con razonamientos. “La fe no necesita de pruebas científicas”, dice la maestra espiritual norteamericana Marianne Williamson.

Tampoco queremos negar el cielo o la consciencia inmaterial. Nosotros nos atrevemos a lanzar hipótesis que a los espiritualistas deberían gustarles: El cielo podría estar localizado dentro de la misteriosa materia oscura y la consciencia podría ser una manifestación de la también extraña energía oscura. Los académicos conocen la realidad de estos fenómenos (la materia y energía oscuras constituyen el noventa y cinco por ciento de universo) pero carecen de teoría alguna para poder explicarlos.

Lo que sí tenemos claro, por otra parte, es que las alucinaciones no sirven para demostrar ninguna suposición. Las extrañas experiencias del doctor Alexander -y las de todos los que han recorrido el túnel placentero- no deberían jamás utilizarse como argumentos en favor de fenómenos sobrenaturales. Los sueños, sueños son.


Gustavo Estrada

viernes, 29 de marzo de 2013

De la fe a la violencia

La distancia entre la adhesión firme y bien intencionada a creencias insensatas y el uso de la fuerza para imponerlas a terceros es más corta de lo que nos imaginamos. Con sobrada razón, los pacifistas de algunas religiones juzgan como fanáticos irracionales a los adeptos de otras cuando estos delinquen en favor de su causa. No obstante, estos mismos pacifistas rehúsan aceptar que en sus propias creencias ficticias yace escondida la semilla de la violencia.

El terrorismo islamista es el que más dolor ha causado a la humanidad (y a este columnista) en las décadas recientes. “¡Qué barbaros fanáticos!”, clamamos quienes nos educamos en la cultura católica. Debemos, sin embargo, observar detenidamente nuestras creencias y ver cuánto hay en nosotros mismos del fanatismo ajeno.  Acudo para explicarme a dos relatos, desconectados entre sí, que me contaron mis padres en mi adolescencia.

Mi madre en su juventud conoció en Tuluá (Valle) a un devoto y apacible joven católico. Su nombre, León María Lozano, fue mucho menos conocido que su alias, el Cóndor, con el que años después se hizo tristemente célebre durante la violencia política colombiana del siglo pasado. Dadas la alucinada interpretación de sus convicciones religiosas y su adhesión incondicional al partido conservador, los dirigentes políticos de su pueblo no requirieron de mucho esfuerzo para que el ‘bondadoso cristiano’ participara sanguinariamente en el exterminio de ciudadanos liberales; la destrucción de librepensadores ateos bien cabía dentro de los mandamientos de la Ley de Dios y de las reglas de su religioso partido.

El otro evento lo contaba mi padre sobre algo que escuchó directamente de un sectario sacerdote en Ansermanuevo (también en el Valle). Según este ‘pastor’, asesinar liberales sí era pecado contra el quinto mandamiento pero tal falta apenas llegaba a pecado venial y, por lo tanto, no necesitaba confesión.

Historias semejantes abundaron en Colombia; refiero estas dos porque me fueron cercanas. En la violencia colombiana, hubo muchos destacados políticos y educados prelados que interpretaron a su amaño las doctrinas de su preferencia para manipular a sus ignorantes seguidores y perseguir a quienes entorpecían sus desmedidas ambiciones.

El fanatismo, por supuesto, no solo se fundamenta en hipótesis metafísicas. Nunca vi tantas efigies de santos como las que se exhibían de ‘San’ Vladimir Lenin en el Moscú que visité en 1974. Según los comunistas, la transformación económica y el progreso solo se consiguen a través de la lucha de clases y esta lucha solo termina cuando desaparecen las diferencias sociales. La sociedad sin clases es el cielo de los camaradas; los fracasos rotundos y continuados de numerosos regímenes comunistas no les alteran en nada la percepción de sus erróneas doctrinas. El advenimiento al edén marxista terrenal es similar a de los imaginarios paraísos islámicos; todo es lícito y tolerable en el viaje celestial de la extrema izquierda, incluidos el odio y la violencia.

Fueron muchos los sacerdotes que empuñaron las armas en su lucha contra la desigualdad social. “El amor al pueblo lo aprendí en el evangelio; no debemos perder en escaramuzas lo que podemos ganar en batallas,” escuché de boca del padre Camilo Torres, dos años antes de echarse un fusil al hombro y morir en su primer encuentro con el ejército. El brillante y confundido sacerdote nunca alcanzó a matar a alguien… Pero estaba dispuesto a hacerlo.

Las creencias sectarias irracionales son el comienzo del terrorismo y la violencia. Jamás los seres humanos nos iremos a la guerra en defensa de las leyes de Newton o del teorema de Pitágoras; si, en cambio, mataremos por nuestra lealtad a un dios, el color de un trapo o la resonancia de una consigna.
No hay diferencia alguna entre un prelado terrorista como el de Ansermanuevo y un clérigo musulmán que incita a la guerra santa. Ambos son firmes creyentes en hipótesis cuyo único soporte es la fe ciega, ambos justifican la violencia… Y ambos consideran reales a seres mitológicos como el arcángel Gabriel.

Gustavo Estrada



miércoles, 20 de marzo de 2013

Consejos bondadosos e inútiles


El objetivo principal de la meditación de la atención total es el desarrollo de nuestra facultad de permanecer conscientes de nuestro cuerpo, nuestras sensaciones y nuestros estados mentales. Cuando esto ocurre en nuestra vida diaria, la armonía interior surge espontáneamente y todos los demás beneficios de la meditación –mejor salud, menos estrés, superior desempeño, amable temperamento- son subproductos de su práctica constante. ¿Existen alternativas a la meditación de la atención total que también favorecen la armonía interior? No parece ser así o, al menos, no con el mismo nivel de certeza. 

Todos tenemos allegados que son lectores constantes de libros y revistas de ‘psicología popular’, devotos de algún inspirado misionero, o asiduos oyentes de programas motivacionales. Qué no se nos ocurra hablar frente a ellos de problemas emocionales o mostrar mal carácter en su presencia porque tendremos terapeuta gratuito para rato. Nuestro amigo nos explicará en detalle sus infalibles teorías del éxito o nos describirá con pormenores la aproximación de moda en superación personal.  

Miremos algunas recomendaciones comunes que, para abrir espacio a la armonía interior, hacen estos expertos; usted tal vez las ha escuchado recientemente. La primera sugerencia, bastante repetida por cierto, es “viva el presente, amigo”. Ocurre, sin embargo, que nuestro cerebro no percibe el tiempo; nuestro cerebro construye el tiempo -pasado, presente y futuro- porque nos resulta conveniente para nuestra supervivencia. “El tiempo no está fuera de nosotros, ni es algo que pasa frente a nuestros ojos como las manecillas del reloj: nosotros somos el tiempo y no son los años sino nosotros los que pasamos”, escribe el Nobel mexicano Octavio Paz.

Nuestro presente es nuestro cuerpo, nuestras sensaciones y nuestros estados mentales. Cuando estamos atentos a los movimientos y posturas del cuerpo, a las sensaciones y a nuestros estados mentales, nos encontramos en el presente. La experiencia del presente es el resultado de la atención total y no de una decisión consciente como dar un paseo por el parque o sentarme a ver el noticiero.

El segundo bondadoso y común consejo es “fluya con la vida, sea espontáneo” No podemos ser espontáneos cuando actuamos desde nuestros condicionamientos. Si los deseos desordenados, las aversiones o las opiniones sesgadas están en control, estos condicionamientos toman todas nuestras decisiones sin que siquiera nos demos cuenta; por ello no logramos detener la cuchara aún cuando estamos repletos. Podemos ser espontáneos solo cuando actuamos desde una mente cuyos condicionamientos han sido silenciados por la meditación; solo así fluimos con la vida.  Es imposible ser espontáneo a propósito.

Una tercera exhortación, tan magnánima como inservible, es “acepte las cosas tal como son”. Lo que nos bloquea la aceptación de la realidad son, por un lado, los deseos de cosas que nos faltan o que poseemos pero de las cuales queremos más y, por el otro, las aversiones hacia cosas reales o imaginarias que nos rodean. Aceptación es la ausencia de deseos desenfrenados y de aversiones incontrolables. A medida que la atención plena nos aplaca los condicionamientos, reconocemos la realidad tal como se nos presenta. No podemos admitir, a punta de fuerza de voluntad y sentido común, algo que nuestros condicionamientos dañinos están rechazando.

Los comentarios anteriores no significan que debemos siempre rechazar los bien intencionados consejos de los amigos; ellos tratan de transmitirnos mensajes estimulantes que podrían hacernos sentir mejor o nos ayudarían a ser más amables, tranquilos o saludables. Si ponemos una sonrisa en nuestro rostro, nos sentiremos en verdad mejor que cuando andamos con el ceño fruncido.

Sin embargo, las lecciones de serenidad no sustituyen la meditación de la atención total como la técnica más efectiva para permitir el florecimiento de la armonía interior en nuestras vidas. Sí, en cambio, tales recomendaciones distraen una determinación que deberíamos gastar sentándonos con los ojos cerrados a observar la respiración.
 

Gustavo Estrada
Autor de Hacia el Buda desde el occidente
http://innerpeace.sharepoint.com/Pages/default.aspx

domingo, 10 de marzo de 2013

Meditación y oración

La meditación y la oración, en sus numerosas variaciones, tienen enfoques comunes y componentes diferentes: Se asemejan en los aspectos procedimentales y se separan en sus propósitos. Mientras los meditadores generalmente buscan mejorar su bienestar o apaciguar su mente, los rezadores casi siempre suplican algún favor o agradecen otro ya recibido. No obstante, a medida que sus formalismos se simplifican y sus expectativas se aminoran, los ejercicios tienden a asemejarse.
 Tanto para meditar como para rezar, los practicantes buscan un lugar tranquilo y adoptan una actitud pasiva. Mientras que la meditación demanda posturas cómodas, la posición del cuerpo durante la oración no es siempre confortable, pudiendo llegar a ser molesta o desagradable.
Meditación y oración utilizan por igual ayudas especiales –mantras, rosarios, cánticos, figuras, etc.- para sostener la atención o fomentar la introspección; los detalles de estas ayudas conllevan diferencias considerables. Hablemos un poco de ambos hábitos.
Mi encuentro con la meditación fue en mis primeras lecciones de hatha yoga hace ya casi cuatro décadas; la sesión de meditación se efectuaba en los últimos quince minutos de cada clase, una vez se habían completado los ejercicios rutinarios. Después, por muchos años y por mi cuenta, hice meditación yoga siguiendo diversas guías. En una sesión típica, yo repetía mentalmente un mantra sánscrito, recibido del gurú hindú de mi escuela; para el conteo de mis repeticiones utilizaba una mala, una sarta de ciento ocho cuentas, que debía recorrer veinte veces.
En cuanto a la oración, recé con mi madre desde que tengo memoria. El rosario en familia, con sus tres mantras -avemarías, padrenuestros y gloriapatris- era un ritual diario de mi casa paterna. La mala que utilizaba mi progenitora era una camándula que había sido bendecida por Pio XII. (Curiosamente el rosario católico tiene cincuenta y cuatro cuentas, exactamente la mitad de la mala hindú).
El Día de la Santa Cruz rezábamos Los mil jesuses. El mantra Jesús se coreaba mil veces y al lado del Crucifijo se colocaba un símbolo de lo que se estuviera pidiendo en el rezo, fuera un puñado de arroz para asegurar la alimentación o el anuncio de un concesionario de vehículos, si lo que se imploraba era un auto. Mi madre aseguraba que la Santa Cruz era un ritual muy efectivo pues siempre disfrutamos de suficiente comida y de un carro donde cabían, no sé cómo, dos adultos y hasta ocho muchachos.
Tanto la meditación como la oración tienen versiones más sencillas. En la meditación de la atención total el practicante se dedica solo a observar su respiración o sus sensaciones, sin mantras, rosarios, cánticos o figuras. En la oración mental de Santa Teresa tampoco hay mantras, rosarios o cánticos pero aquí sí es fundamental la figura de Jesús.
En ninguna de las dos simplificaciones el practicante persigue beneficio alguno y en ambas el silencio mental es importante; este silencio despeja  espacio para armonía interior en la meditación de atención plena, y abre el corazón a Jesucristo en la oración mental. En sus trances extáticos, por supuesto, la santa de Ávila podía ver a Jesús pues Él era, en el estado alterado de consciencia que ella alcanzaba, la proyección del contenido de su mente; los místicos de otras religiones pasan por fenómenos equivalentes cuando rezan a sus correspondientes profetas o deidades.   
Cuando dejamos de lado nuestras creencias, la meditación y la oración silenciosa y desinteresada se aproximan todavía más. Sören Kierkegård, el teólogo cristiano del siglo XIX, escribe que “la oración es el sometimiento silencioso de nuestra totalidad ante Dios porque no es claro para mí ninguna otra forma de rezar”.
Concuerdo con el filósofo danés pero encuentro su definición un tanto retórica y verbosa.  Prefiero la simplificación magistral que de la misma frase hace Gonzalo Gallo, el escritor colombiano: “Rezar es callar para que Dios nos hable”.  La oración, descrita con estas ocho palabras, es casi sinónima de la meditación de la atención total.

Gustavo Estrada
Autor de Hacia el Buda desde el occidente
gustrada1@gmail.com