viernes, 18 de diciembre de 2009

¿Estuvo Jesús en la India?

Hay muchas incertidumbres en la cronología de la vida de Jesús. Los estudiosos del tema consideran que su nacimiento debió ocurrir entre los años 6 y 4 antes de la Era Común (escribir “antes de Cristo” suena contradictorio: “antes de Él mismo”) y que su crucifixión pudo ser entre los años 29 y 36. La predicación de su doctrina la inició hacia sus 30 años y la edad más aceptada para su muerte es 33. Estas fechas no son, sin embargo, la parte más imprecisa de la vida del Salvador; del período transcurrido desde su visita al templo de Jerusalén cuando era aún un niño hasta su bautizo en el río Jordán, unos 18 años después, los evangelios canónicos guardan un silencio absoluto.
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¿Qué hizo Nuestro Señor durante todo ese largo tiempo? Abundan las especulaciones y vamos aquí a comentar una de las más comunes. Desde mediados del siglo XIX diversos autores, buscando respaldo para algunas similitudes entre budismo y cristianismo, han desarrollado la hipótesis de que en ese lapso Jesús pudo haber visitado el norte de la India para estudiar las Enseñanzas de Siddhattha Gotama, el Buda. Más recientemente, ya hacia finales del siglo XX, Elmar Gruber y Holger Kersten, dos escritores alemanes, sostienen que Jesús sí se familiarizó con las doctrinas budistas pero que ello ocurrió en la misma Judea, sin necesidad de viajar al oriente, a través de los Terapeutas, un grupo de practicantes del budismo teravada que alcanzó a extenderse hasta las costas del Mediterráneo. La escuela principal de esta secta se encontraba en Alejandría y su existencia aparece referenciada en registros históricos de comienzos del siglo I.
Yo no creo que Jesús haya estado en la India o no, por lo menos, estudiando budismo. Es cierto que hay algunas similitudes en algunos aspectos figurativos de las biografías de Jesús de Nazaret y Siddhattha Gotama. Estas coincidencias incluyen eventos tales como la concepción metafórica de sus madres con la presencia de un animal (una paloma en el caso de María, un elefante en el caso de Maya), las tentaciones del demonio que enfrentaron ambos sabios, y los extraños fenómenos celestiales que sucedieron en sus nacimientos y en sus muertes. Pero estos elementos no son doctrinarios y las diferencias de sus biografías son, por supuesto, mucho mayores.
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Como sistemas religiosos, el budismo y el cristianismo son demasiados distintos, particularmente en su posición con respecto a la realidad o inexistencia de entidades metafísicas. Si bien es cierto que hay una razonable afinidad de las normas que en las dos doctrinas regulan la bondad o la malicia de las acciones humanas —no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no mentirás—, los mandamientos cristianos, que Jesús enfatizó repetidamente en sus sermones, son de origen judío; cronológicamente los mandamientos judeocristianos anteceden a los preceptos budistas en casi un milenio y a la época misma de Jesús en más de catorce centurias.
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En donde sí coinciden el Cristo y el Buda es en sus mensajes de amor y no-violencia, que tanto divulgan los medios y que nosotros apenas profesamos según las conveniencias. “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” y “amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen”, predicó Jesús. “Mantened una mente libre de codicia, de aversión y de violencia” y “que todos los seres vivan en paz, libres de avaricia y libres de odio”, dijo Siddhattha Gotama.
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La comprobación de si Jesús estuvo o no en la India o de si hubo o no influencia budista en la doctrina original cristiana es entonces secundaria. Lo verdaderamente importante sería nuestra adhesión sincera a los mensajes de respeto, de paz y de tolerancia que nos legaron los sabios. Ellos, los mensajes, siempre serán apropiados para las festividades de la venida de Jesús al mundo en el solsticio de invierno; para las conmemoraciones del nacimiento, la iluminación y la muerte del Buda en la primera luna llena de primavera… y, por supuesto, para la celebración cotidiana de nuestro devenir cósmico.

Gustavo Estrada*
gustrada@yahoo.com
*Autor de Hacia el Buda desde el occidente

sábado, 5 de diciembre de 2009

¿Existe la felicidad?

Vaga y etérea es la felicidad. Los creyentes la buscan en el premio que otorgan seres espirituales; los avaros, en los bienes terrenales; los románticos, en el sendero del amor; los filósofos, en la sabiduría de la naturaleza; los artistas, en la belleza que les inspira…
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Los biólogos investigan la felicidad en los diseños genéticos; los neurólogos, en las imágenes computarizadas de las áreas del cerebro donde tal vez se programa; los psicólogos cognitivos, los más sofisticados de todos, sugieren que la felicidad sería una consolidación cerebral de las vivencias que, como la salud, la alimentación, el emparejamiento y la seguridad, favorecieron nuestra supervivencia en los ambientes hostiles donde evolucionamos milenios atrás. ¡Qué horror! Si no sé lo que yo busco ¿cómo lo voy a encontrar?
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El consenso desprevenido de la gente considera que la felicidad ha de ser duradera y más o menos permanente. La Real Academia Española parece estar en desacuerdo: “La felicidad es el estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien o el logro de un deseo”; los bienes son transitorios, los logros son fugaces, luego la felicidad es efímera. Más preciso me parece, para cerrar la lista de propuestas, el canta-autor argentino Atahualpa Yupanki, cuando dice que “la felicidad es un conjunto infinito de cuartos de hora”; usted será tan feliz, agrego yo, como cuartos de hora logre vivir contento.
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La felicidad es pues ilusoria y yo desde hace tiempo me cansé de perseguirla. De acuerdo con el antropólogo y psicólogo norteamericano Donald T. Campbell, “la búsqueda deliberada de la felicidad es la receta segura para una vida miserable”. Por eso me gusta más la palabra “armonía”, la congruencia de nuestros factores físicos, mentales y emocionales que nos permite estar ecuánimes aún en la presencia de situaciones difíciles. ¿Qué opina usted?
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Son varias las razones que respaldan mi preferencia. En primer lugar, a diferencia de la felicidad, la armonía no depende de cosas externas y conlleva, además de la calma interior, la conformidad con todo lo que nos rodea. En segundo término, la armonía sí puede y ha de ser permanente pues, en las adversidades inevitables, incluye la aceptación del sufrimiento y la ansiedad. Por último, la armonía es un estado natural y tiene más que ver con desistir de hacer cosas que con andar persiguiendo metas. “No se mueva tanto que usted ya está ahí”, escribió un maestro del Zen.
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Años atrás, cuando yo aún creía en técnicas infalibles, pensamiento positivo y talleres renovadores, alguien me aseguró haber conocido al maestro oriental que sabía todas las respuestas. Sin pensarlo dos veces, me fui donde el mercadeado vidente tan pronto como me fue posible y, más rápido aún, me di cuenta de sus artimañas (que incluían turbante, media luz y veladoras). Pagados ya los “honorarios” ¡qué caramba! por varios minutos le seguí la corriente al adivino. Él debió advertir mi escepticismo burlón porque me interrogó con tono solemne: “¿Qué busca usted, señor?”. “Armonía”, contesté yo sin titubear. Y en su respuesta el charlatán tuvo un destello de sabiduría que pagó varias veces mi consulta: “Cuando alguien busca la armonía interior, la está perdiendo”.
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Cada quien tiene su propio juicio acerca de qué es y de si existe o no la felicidad. Por supuesto que nunca alcanzaremos acuerdo. Si usted se inclina por hacerle caso a mi charlatán y suspende su búsqueda, quizás descubra un estado mental especial de ecuanimidad. ¿Armonía? ¿Felicidad? ¿Paz? La denominación no es importante. O tal vez prefiera continuar su viaje, como lo recomienda T. S. Elliot. El poeta norteamericano va más allá y también le anticipa lo que usted ha a encontrar: “No debemos detener nuestra exploración; el final de la búsqueda será el retorno al punto de partida para que, por primera vez, lo conozcamos”.

Gustavo Estrada
Autor de HACIA EL BUDA DESDE EL OCCIDENTE

jueves, 5 de marzo de 2009

La fe parece estar codificada

Ya no hay casi ningún campo de la actividad humana donde la “milagrosa” y materialista tecnología digital no haya metido sus dedos. Usted puede estar desnudo y conectado al mundo para obtener cualquier información en fracciones de minuto. Pero no solo es Google o Wikipedia: Los sistemas computarizados controlan todo lo que hacemos (y cuando fallan nos generan un caos inmanejable). El mundo moderno nos ha traído “milagros” científicos que alguien hace delante de nuestros ojos aunque nosotros no los entendamos. El tercer milenio, en consecuencia, debería estar alejándonos de lo sobrenatural y lo oculto y la metafísica debería estar deshaciéndose de su prefijo “meta” para no interferir en el trabajo de la física. ¿Verdad? Pues no es así. La adhesión devota a religiones organizadas y la aceptación incuestionable de toda una variedad de fenómenos parapsicológicos irracionales permanece firme y constante cuando no en alza. Y todo indica que ambos fenómenos acompañarán a la humanidad por mucho tiempo.
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La contradicción es tan manifiesta —ciencias y creencias no deberían estar simultáneamente en auge— que el mundo académico ha resuelto meterle muela al asunto. Las conclusiones iniciales tienen pensativos a muchos ateos y confundidos a más de un creyente: La fe parece estar codificada en nuestros genes y estamos diseñados para “creer en lo que no vemos porque Dios nos lo ha revelado”. ¿Será que estoy desobedeciendo a mis genes? —se preguntan los ateos—. ¿Será que no soy yo sino mis genes los que creen en Dios? —se cuestionan los creyentes.
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Todo parece indicar que la evolución nos metió en la cabeza tres conceptos imaginarios, muy ligados entre sí, que fueron fundamentales para la subsistencia de nuestros remotos antepasados. El primero es la consciencia del “yo”; el segundo, la consecuente dualidad cuerpo – alma; y el tercero, la extrapolación de la característica espiritual a otros fenómenos del universo.
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Comencemos con la consciencia del “yo”. El sentido de identidad es la permanente y firme convicción de individualidad —de un “yo”— que todos poseemos y que, con sus asociados de “me, mío, mí, mismo”, nos traza límites y nos diferencia claramente de nuestros semejantes. El neurocientífico portugués Antonio Damasio considera que la evolución hacia una consciencia de identidad que quiere perdurar y multiplicarse es la recompensa de la evolución a la noción progresiva de individualidad. Dice Damasio: “Desde una perspectiva evolutiva, el imperativo por un sentido de identidad se vuelve claro. Imagínense un organismo consciente comparado con uno que no lo sea. El primero tiene un incentivo (que el segundo no posee) para prestar atención a las señales de alarma (de un posible dolor, por ejemplo) que le provee la película histórica de su cerebro y así planear la evasión de la causa —de la amenaza— que la alarma ha encendido”. Esta cualidad favoreció, sin duda alguna, la supervivencia de algún Homo erectus hace unos cuantos cien miles de años.
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El paso del “yo” al alma es “de bola a bola”, como dicen los billaristas. La consciencia de mi identidad de nuestros remotos (y recientes) antepasados fue tan sólida que ellos la consideraron como una entidad inmaterial independiente. “Es tan autónoma que durante los sueños sale a pasear sola”, me imagino que pensarían. El alma así originada es la consciencia eternizada del “yo” o, mejor aún, la consciencia del “yo” eternizándose a sí misma. Dicho de otra manera, el alma es la extrapolación mental de la supervivencia, el invento de cómo vamos a seguir viviendo después de la muerte física. La creencia en el alma nos permite eludir ilusoriamente la desaparición y esconder la realidad inobjetable de nuestra transitoriedad.
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Y, por último, el antropomorfismo, la atribución de cualidades humanas a los fenómenos no humanos. El alma debió ser el primer ente inmaterial que se inventó el hombre. Después de ello, la adición de otros cuantos fantasmas más se vuelve un asunto normal y corriente. La asignación de espiritualidad, con las propiedades que queramos, a todos los demás eventos y cosas de la naturaleza fue una inferencia inmediata del alma personal. De allí surgieron todas las creencias en esquemas sobrenaturales, ya fueran dogmas religiosos estructurados, fenómenos parapsicológicos, eventos pseudocientíficos o rituales fetichistas. El antropólogo Stewart E. Guthrie de la Universidad Fordham en Nueva York dice que la religión es una expresión consistente con el antropomorfismo. De él surgen espontáneamente espíritus benignos y espectros malignos, ángeles buenos y demonios malos, hadas protectoras y duendes dañinos, piedras que conversan y árboles que asustan.
¿Cómo se puede explicar que, si la ciencia sabe con claridad el origen y la ilusión de los espíritus, el hombre moderno sigue aferrado a las creencias y a los poderes sobrenaturales? La respuesta se encuentra en la genética y en la neurología. Porque así le convino a la supervivencia humana, la secuencia triple de sentido de identidad, alma propia y espíritus ambulatorios ajenos está codificada en nuestro ADN o, menos probablemente, programada en nuestro cerebro.
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El sentido de identidad, que espiritualistas y materialistas sentimos y distinguimos por igual, corresponde a una mutación genética ocurrida no se sabe cuándo en la evolución ni dónde en la macromolécula de ADN. Por supuesto que la mutación se encuentra en alguna parte del tres por ciento de la cadena que nos diferencia de los chimpancés pero localizarla en esa “pequeña” fracción no es fácil pues en ese tres por ciento hay la nada despreciable cifra de cien millones de bases o pares nucleótidos. Hoy sabemos que un cambio de una sola letra en ese código puede conllevar transformaciones impredecibles.
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La creencia en espíritus, propios y ajenos, por otra parte, es probablemente una expresión genética (no una mutación) en un gen tampoco identificado cuya activación o expresión cambia de sentido, de encendido a apagado o viceversa, y quizás con posiciones intermedios. Los hallazgos de fósiles muy antiguos, en relativa abundancia, y de pinturas en rocas, más recientes y en menor escala, insinúan creencias, tanto del Homo sapiens primitivo como de nuestro pariente el Homo neanderthalensis , en la vida después de la muerte, muchos milenios antes del desarrollo de la agricultura o la escritura. Es razonable pensar entonces que la predisposición hacia la espiritualidad es genética (innata y codificada en el ADN) en vez de memética (cultural y programada neuronalmente). De acuerdo con experimentos del psicólogo Paul Bloom de la Universidad Yale, para enfatizar el predomino de natura sobre cultura, el dualismo cuerpo – alma se manifiesta en niños de edades tan tempranas como dos años quienes creen que los espíritus tienen identidad propia y pueden cambiar de cuerpo.
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Así las cosas, habiendo de por medio influencias genéticas que no se reversan fácilmente, el ritmo de la secularización —de “desespiritualización”— de la humanidad va a ser mucho más lento que el pronosticado por los científicos racionales y los pensadores ateos. Los dogmas religiosos y las creencias parapsicológicas, considerados originalmente como evoluciones simplemente culturales, parecen ser predisposiciones genéticas firmemente manifestadas. Las religiones organizadas permanecerán pues por centurias y el ocultismo, en todas sus manifestaciones, no se le ha de quedar atrás. “La mente humana evolucionó para creer en dioses, no para creer en la biología”, dice el naturalista norteamericano Edward Wilson.
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El lento cambio hacia el pragmatismo y el laicismo está ocurriendo casi exclusivamente entre las sociedades más educadas, siendo Europa occidental la región —y casi la excepción— en donde la transición está más avanzada. Allí el interruptor genético de la expresión espiritual parece estar cambiando de posición. Por más que Benedicto XVI y el Dalai Lama lo favorezcan, no hay diálogo posible entre religión y ciencia pues hablan idiomas diferentes. (No quiere esto decir que las investigaciones de la relación neuronas & genes – religión deban suspenderse). El cambio ha de ser espontáneo —el interruptor ha de moverse por si solo en cada grupo humano— y cualesquiera esfuerzos dirigidos para acelerar el proceso en las regiones donde la alta influencia religiosa es particularmente dañina, sean decretos dictatoriales, campañas propagandísticas o argumentos racionales, van a resultar muy poco fructíferos.
Enlaces relacionados:

Sentido de identidad: http://pragmatic-buddha.com/Identidad.aspx

Stewart Guthrie: http://www.as.ua.edu/rel/faces.html
Paul Bloom: http://www.newsweek.com/id/165678/page/3
Edward Wilson: http://pragmatic-buddha.com/consilience.aspx
Otros escritos del autor: http://innerpeace.sharepoint.com/Pages/aboutus.aspx

jueves, 5 de febrero de 2009

Nunca comprenderemos todo *

Toda discusión sobre hipótesis no comprobables resulta siempre un ejercicio bastante inútil, así nos divierta o lleguemos a pensar que ganamos el pleito. Los temas metafísicos, sobre los que cualquiera puede opinar, son un buen ejemplo de tales hipótesis. No es fácil probar que algo imperceptible pueda existir ni que todo lo que exista tenga que ser visible o palpable. La “conocida” materia oscura, cinco veces más abundante que la materia tangible, nunca ha sido detectada y su existencia es apenas inferida por sus efectos gravitacionales en la materia visible (para mí la cosa no está tan clara pero al menos comprendo el porqué la llaman materia oscura: no es porque no se vea sino porque no se entiende).
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El Buda no sabe nada de física pero es pragmático con respecto a las cosas confusas: “Sea la existencia o inexistencia del alma, el renacimiento o desaparición de los budas después de su muerte, etc., tales discusiones en nada contribuyen a la eliminación del sufrimiento”, dice al respecto el antiguo Sabio. En varios discursos hace diez declaraciones muy similares acerca de los temas sobre los cuales él no opina y desanima cualquier altercado; estas declaraciones se conocen en la literatura budista como los diez indeterminados.
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Cuatro de los diez indeterminados se refieren al universo —su eternidad o transitoriedad en el tiempo y su finitud o infinitud en el espacio— y, a diferencia de los otros seis asuntos, estos cuatro tienen más que ver con astrofísica o cosmología que con religión o filosofía. Veinticinco siglos después, la ciencia moderna parece darle la razón al Buda no tanto en cuanto a que la discusión de estos puntos no promueven la eliminación del sufrimiento como a que, con respecto a ellos, posiblemente nunca conoceremos la verdad última. ¿Para qué discutirlos entonces?
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Los conocimientos de la época del Buda (siglo VI a.C.) eran tan limitados que la palabra “científicos” les hubiera quedado bien grande; las Enseñanzas del Buda no son fruto del estudio sino de la intuición y la experiencia. En el mundo moderno, la aseveración de nuestra incapacidad de comprenderlo todo va mucho más allá de la cosmología y abarca todas las ciencias. Cada descubrimiento de los científicos, sea en física, química, biología, genética o neurología, abre un nuevo espacio donde con frecuencia los investigadores creen haber llegado a la habitación última de la erudición; allí con “certeza” sí se encuentran la verdad definitiva y el punto final.
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Pero no es así. El nuevo cuarto conduce a pasillos adicionales que, con puertas selladas, presentan incógnitas adicionales. Nunca comprenderemos completamente, nunca encontraremos la teoría que nos explique todas las cosas. No, en las ciencias naturales, y mucho menos, en las ciencias sociales. En física, la disciplina académica más antigua si consideramos a la astronomía como una parte de ella, a manera de ejemplo, todos los esfuerzos hacia una teoría unificada han fracasado. Dice el científico brasileño Marcelo Gleiser de Darmouth: “el modelo de unificación, tan estéticamente atractivo, puede simplemente ser eso, una descripción interesante de la naturaleza que, desafortunadamente, no concuerda con la realidad física. La naturaleza no comparte nuestros mitos”. La selección natural no favoreció un cerebro que comprendiera el origen del universo o el funcionamiento de la mente humana sino un órgano para que su dueño sobreviviera en los ambientes hostiles que habitaron nuestros antepasados.
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Basta leer unos cuantos escritos científicos en cualquier disciplina para corroborar que los investigadores se mueven a tientas. Los siguientes párrafos, como ejemplos adicionales en una disciplina diferente a la física, aparecen todos en una sola edición, la de diciembre 2008 - enero 2009, de la revista Scientific American Mind:

  • Nadie conoce la causa de la esquizofrenia, un desorden demoledor caracterizado por la psicosis y por un severo deterioro de las funciones cognitivas.
  • Algunas investigaciones recientes sugieren que las pastillas anticonceptivas podrían afectar los tipos de hombres que le gustan a una mujer pero se ignoran las razones para que ello ocurra.
  • La visión involucra múltiples áreas del cerebro trabajando simultáneamente pero la forma como los resultados de los diferentes procesos se consolidan para crear una percepción unificada sin fraccionamientos ni diferencias es todavía un misterio sin solución.
  • La estimulación profunda del cerebro (DBS: Deep Brain Stimulation) mediante una batería implantada que envía pulsos de electricidad a áreas predefinidas del cerebro puede disminuir diversos problemas de salud como la depresión, el síndrome de Tourette, los desórdenes compulsivos o las adicciones. Se desconocen tanto la forma como opera el DBS para generar estos beneficios como los mecanismos fisiológicos que originan los problemas.
  • Aunque la hipnosis plantea misterios fascinantes que mantendrán ocupados a los científicos por décadas, parece claro que tiene más en común con los estados conscientes corrientes de la vida diaria que con los trances inducidos en las películas de suspenso de Hollywood.
Por supuesto que el conocimiento es el motor fundamental del progreso humano. ¡Gracias a la ciencia por todos sus impresionantes hallazgos! Pero el saber (la posesión de conocimientos), si se torna obsesivo, puede llegar a padecer de la soberbia y la avaricia que caracterizan al tener (la posesión de bienes) cuando se sale de control. Saber y tener, ambos se mueven hacia la búsqueda del placer, sea éste material, estético u onírico. El Buda no reprocha el usufructo de los bienes, cualquiera que sea su naturaleza, sino la búsqueda desbocada del placer y el apego desordenado a aquello que lo origina. De allí surge el sufrimiento innecesario cuya eliminación conduce a la paz interior y a la armonía.
De la mano con los estudios sobre quarks, neuronas, genes, esquizofrenia y cerebro, la investigación moderna podría esforzarse también en identificar formas de disminuir el sufrimiento humano y acrecentar las armonías individuales y colectivas. Como mínimo, estas metas suenan igual de importantes a la comprensión del origen del universo, la verificación de su transitoriedad o el descubrimiento de universos paralelos.

Enlaces relacionados:
Marcelo Gleiser: To Unify or Not: That is the Question
http://www.edge.org/q2008/q08_2.html
Otros escritos de Gustavo Estrada: http://innerpeace.sharepoint.com/Pages/aboutus.aspx

domingo, 18 de enero de 2009

La maza y la cantera *

Me gustó “La maza” de Silvio Rodríguez, la famosa canción cubana con ritmo de chacarera argentina, desde cuando la escuché por primera vez en los tempranos ochenta. Siempre supe que, detrás de tanta música, sus versos ostentosos —un testaferro del traidor de los aplausos, un servidor de pasado en copa nueva, júbilo hervido con trapo y lentejuela— tenían que esconder un recóndito significado que, a pesar de lo me inquietaba y atraía, no lograba descifrar.
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Mi ignorancia era bien compartida por muchos. Especulé con numerosos amigos que la cantera representaba al capitalista explotador y la maza, pariente cercana de la hoz y del martillo, tenía que ser el trabajador explotado. No obstante, con tan marxista interpretación, más del comunismo de Silvio y de Cuba que de la letra de la canción, las metáforas carecían de sentido alguno. Mis dudas duraron años y solo se aclararon recientemente. En una entrevista que concedió a la revista chilena “La bicicleta” en 1984 (gracias Google) explicó el mismo Silvio Rodríguez: "La maza es un poco la razón de ser artista, de su compromiso, que no se deja seducir por los artificios y superficialidades que suelen acompañar a algunas manifestaciones escénicas. La cantera es de donde se sacan los cantos, la maza es con lo que se golpea. Si no hubiera una cantera de donde sacar un producto ¿para qué serviría la maza?”
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En el poema el cantante confiesa su profundo anhelo de creer; sus creencias —sus ideales, sus valores, sus expectativas— conforman la cantera, la veta de donde ha de salir su canto: “Si no creyera en la balanza, en la razón del equilibrio, si no creyera en el delirio, si no creyera en la esperanza…” El artista es entonces la maza; sin sus creencias no tendría en qué inspirarse y la maza sería tan solo un conjunto deforme de agregados orgánicos (un amasijo hecho de cuerdas y tendones, un revoltijo de carne con madera), una especie de maniquí mecánico (un instrumento sin mejores resplandores), un repetidor de conductas condicionadas (un servidor de pasado en copa nueva).
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El verbo “creer” tiene dos acepciones contrapuestas. En la primera, la de la espiritualidad teológica, creer es dar firme fe a las verdades reveladas por Dios. Por aquí definitivamente no anda el camarada poeta; él no quiere ni aspira ser el “eternizador de los dioses del ocaso”. En la segunda, la de la espiritualidad atea, la que define Jaron Lanier como “nuestra relación emocional con las preguntas que no tienen respuesta”, creer es tener por cierto algo que el entendimiento no alcanza a comprender. Aquí caben las hipótesis sobre todos los misterios. Si encadenamos sucesivamente los interrogatorios de la curiosidad humana con los consiguientes hallazgos de la ciencia, al final siempre llegaremos a una esquina sin salida, a una pregunta sin respuesta. Nunca entenderemos completamente. En los contrastes de la vida terrenal —lo más duro y la esperanza, el deseo y el algo puro, el sonido y el silencio, el trino y la pavura, el equilibrio y la locura— enmarca muy bien la espiritualidad atea, la espiritualidad moderna, la de Silvio Rodríguez. (Vale la pena anotar que el comunismo y el socialismo son religiones “que no se atreven a decir su nombre”).
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Los poetas soñadores con su idealismo se aproximan más a la maravilla indefinible de la naturaleza que nosotros los racionales con nuestra lógica recalcitrante: Ellos, los poetas, cuando no logran fotografiar la realidad, prefieren entonces dibujarla. A través de metáforas y parábolas, los artistas pintan mejor los paisajes etéreos de lo incomprensible. Y allí quedan delineados los mitos y los hechos, los sueños y las realidades, lo especulativo y lo empírico. Con estos dibujos figurados quizás no llegamos a la verdad última pero sí nos acercamos a lo bello y lo sublime. Entre una espiritualidad que no es teísta y un materialismo que reconoce la imposibilidad de explicar todos los fenómenos de la naturaleza, allí “creo” que se encuentra la cantera de esa maza creadora —y creedora— que es Silvio Rodríguez.

Gustavo Estrada
http://innerpeace.sharepoint.com/Pages/aboutus.aspx