miércoles, 27 de enero de 2010

La atención plena

El cerebro humano es la estructura más compleja conocida por… bueno, por el mismo cerebro humano. Para programar sus tareas, sus cien millardos de neuronas (un uno más once ceros) se organizan en un número también enorme de módulos o circuitos neuronales, unas especies de microchips nerviosos, que permanentemente intercambian instrucciones en una asombrosa sinfonía de mensajes electroquímicos. De esos módulos neuronales, unos, los que le ordenan acciones al organismo, se conocen como excitadores mientras que otros, los que impiden o controlan tales acciones, se denominan inhibidores. Estos últimos son responsables tanto de parar cosas bloqueando los módulos excitadores como de autorizar su activación y definir la intensidad con la cual han de operar.

Para no atrofiarse, las neuronas requieren gimnasia. Las excitadoras se fortalecen con la repetición continuada de la tarea a su cargo; las inhibidoras se ejercitan mediante la práctica de la meditación de la atención plena (mindful meditation en inglés), frecuentemente referida como meditación budista.

Cuando un módulo inhibidor está al ciento por ciento de su facultad, su socio excitador se encuentra en cero, totalmente bloqueado; recíprocamente cuando uno inhibidor está en su nivel cero, el correspondiente excitador está a máxima capacidad. El alumbrado de una habitación, por analogía, consiste de una lámpara “excitadora”, la función iluminadora, y un interruptor graduable “inhibidor” que decide tanto si envía o no electricidad a la lámpara como la intensidad con la cual quiere hacerlo. Si la luz está apagada, el interruptor está cortando todo el flujo y bloqueando la función de la lámpara; si la luz está prendida, el inhibidor no solo está permitiendo el paso de la corriente sino que además está regulando el nivel de iluminación.

Los módulos inhibidores, en su mayoría, están permanente ocupados, a plena carga, bloqueando a sus contrapartes excitadoras las cuales, en consecuencia, se encuentran inactivas y quietas. Si así no ocurriera, enloqueceríamos en cuestión de segundos, pues nuestro cerebro intentaría hacer demasiadas cosas al mismo tiempo.

La armonía no es siempre perfecta y desafortunadamente la orquesta sinfónica cerebral se desafina con cierta facilidad. Cuando los módulos inhibitorios hacen mal su trabajo y comienzan a permitir lo que deben evitar o a dosificar mal sus señales, entonces mente y cuerpo dejan de funcionar correctamente. La glotonería, por ejemplo, resulta de trastornos en los módulos inhibitorios del apetito cuando, una vez estamos satisfechos y con el estómago razonablemente lleno, se abstienen de emitir oportunamente las órdenes de cerrar la boca.

Todas las adicciones —sean gula, lujuria, avaricia o alcoholismo— operan de manera similar. Y de la misma forma también operan las aversiones dañinas: El miedo es una señal nerviosa natural para que evadamos o enfrentemos peligros, señal ésta que debe apagarse tan pronto las amenazas se manejan o desaparecen. Si los módulos inhibitorios no paran las órdenes de alarma cuando los peligros ya han desaparecido, entonces desarrollamos pánicos o fobias recurrentes. En las adicciones (los deseos descontrolados) y en las aversiones (los temores desordenados) se encuentra la raíz del sufrimiento; así lo enseñó el Buda. Los desórdenes mentales son una forma extrema de sufrimiento.

¿Cómo se ejercitan los módulos inhibitorios para que recuperen su forma correcta de operación? La meditación budista es una de las opciones. Los psicólogos cognitivos están exitosamente aplicando las técnicas de atención plena en el tratamiento de numerosos desórdenes mentales como las depresiones y los comportamientos compulsivos. Así como la práctica continuada de crucigramas y sudokus fortalece los módulos excitadores de las habilidades mentales asociadas a estos pasatiempos, las técnicas de meditación ejercitan los módulos inhibitorios de apetitos y miedos y les devuelven su capacidad y flexibilidad bloqueadoras.

El sufrimiento emocional es lo que el Buda busca acabar. Sufrimos con el deseo y la búsqueda de lo que carecemos; cuando lo obtenemos siempre queremos más. Sufrimos también con lo que tememos y cuando nos deshacemos de la amenaza nos asustamos con cosas nuevas. Arrancando de raíz las adicciones y las aversiones se eliminan las ansiedades y las angustias. El Buda, por supuesto, nunca habló de neuronas ni usó jamás la palabra psicoterapia. Pero para el Sabio era claro que las técnicas de meditación que él recomendaba no solo apaciguaban la mente sino que aplacaban las reacciones condicionadas de las adicciones y las aversiones. Veinticinco siglos después las ciencias cognitivas están llegando a conclusiones similares.



Gustavo Estrada

Autor de Hacia el Buda desde el occidente *

viernes, 8 de enero de 2010

La negación de la muerte

Un par de cosas son claras con respecto al temor a la muerte. Una, que llegó a nosotros por selección natural darwiniana; dos, que es un rasgo universal y exclusivo de la especie humana. En cuanto a la primera, nuestros antepasados homínidos precavidos, los que esquivaban los peligros mortales, fueron los que tuvieron más prole y de ellos, en consecuencia, provienen nuestros genes temerosos; los más osados e ingenuos, en cambio, morían tempranamente y debieron dejar menos herederos. Con respecto a la segunda, es necesario resaltar que antes de las mutaciones genéticas que nos aceleraron la consciencia nadie experimentaba terror alguno por su propia extinción de la misma forma que tampoco sienten miedo a la muerte nuestros actuales contemporáneos animales. Salvo los sobresaltos que los incitan a pelear o huir ante amenazas inminentes, los animales desconocen la ansiedad o la angustia de su eventual desaparición.
¿Qué nos diferencia de los animales en este respecto? Ernest Becker responde con detalle en su libro más reconocido, La negación de la muerte, escrito en la década de los setenta y por el cual fue galardonado post mortem con el Premio Pulitzer. Explica el antropólogo norteamericano que los seres humanos somos paradójicos porque poseemos simultáneamente una identidad física, que crece, respira, sangra, se deteriora y desaparece, y una identidad simbólica, con consciencia, razón, memoria y… miedos.
Según el teólogo danés Sören Kierkegaard, citado por Becker, los animales no padecen de ansiedad o depresión porque su naturaleza carece de la identidad simbólica; siendo inocentes, en ellos no hay espacio para dualidades. En los seres humanos, por el contrario, nuestra identidad simbólica —etérea, sutil, viajera imaginativa en el espacio y en el tiempo— sabe que su paralelo cuerpo material se va a extinguir y se rehúsa a aceptar tan fúnebre destino. A esta paradoja Becker la denomina la individualidad dentro de la finitud. Erich Fromm, el filósofo alemán también referido por el autor, se pregunta por qué todo el mundo no enloquece ante la contradicción existencial de una esencia simbólica “angelical” que le asigna un valor infinito a su humanidad y un cuerpo “bestial” de costo reducido (que comparte el 97% de su código genético con un chimpancé, agrego yo).
Siendo el temor a la muerte algo tan intrínseco a nuestra naturaleza, algo tan palpable por todo el mundo, su reto y su vencimiento —el heroísmo— siempre han recibido la mayor admiración en todas las culturas. El heroísmo es fundamentalmente un reflejo del terror a la muerte y, por ello, los humanos le hemos dado al coraje un encumbrado nivel de culto
¿Por qué se arriesgan los héroes? La razón es inmediata, sugiere Becker. Los actos de heroísmo le proveen a los héroes, dentro de su grupo social, una representación de memoria y reconocimiento no solo inmediata sino imperecedera.”Creemos que trascendemos la muerte con nuestra participación en algo de valor perdurable”, anota el escritor Sam Keen en el prólogo de La negación de la muerte.
El heroísmo, a nivel individual, tiene expresiones simplificadas que no incluyen riesgos mayores ni derramamientos de sangre. Todos, en diferentes escalas, desarrollamos nuestros “proyectos de inmortalidad”, bien sean de trabajo, estudio, familia, aficiones o habilidades, que de alguna manera proveen algún sentido o “eternidad” a nuestra existencia. Becker sostiene, dentro del mismo orden de ideas, que las religiones son un proyecto de trascendencia al cual entregamos nuestra individualidad por algo más grande que nosotros mismos. Y generaliza: “La sociedad misma es un sistema codificado de heroísmo y cada sociedad es un mito viviente del significado de la vida humana, una creación desafiante de sentido vital. Toda sociedad, sépalo o no, es una religión”.

Independientemente del proyecto de inmortalidad, “nuestra principal tarea en este planeta es lo heroico”, dice Becker, y se respalda en William James cuando el psicólogo americano escribe que “el mundo es esencialmente un teatro para el heroísmo”. A pesar de no presentar ninguna recomendación específica sobre la selección de “nuestro proyecto de inmortalidad” —estoy seguro de que no existe respuesta última en tal dirección— “La negación de la muerte”, completada cuando ya padecía de cáncer, es el reflejo del “exitoso” heroísmo de Ernest Becker. En el mundo de la psicología, de manera simbólica, el nombre del antropólogo sobrevive ciertamente a su temprana muerte física seis meses antes de cumplir cincuenta años.


Gustavo Estrada

Autor de
Hacia el Buda desde el occidente *