viernes, 29 de mayo de 2015

¿Necesita Dios de nosotros?

Para consideración de creyentes e incrédulos por igual, mi nota más reciente planteó una pregunta personal -¿Tiene usted necesidad de Dios?- que suscitó un interesante intercambio de opiniones en El Tiempo digital. Aunque hubo numerosos comentarios equilibrados en ambos ‘bandos’, el 30% de los religiosos y el 25% de los ateos utilizaron frases mordaces para referirse a sus ‘oponentes’.

Cualquier cosa híbrida se espera de un humano hipócrita que dice creer en algún dios simplemente porque carece de seguridad en sí mismo”, anotó un incrédulo. Fieles a Jesús (“El que no está conmigo, está contra mí”, Lucas 11:23), varios religiosos calificaron de ateo a este servidor. “Tanta estupidez que usted escribe pasará a la historia… mientras que Dios seguirá vivo”, apuntó un lector fervoroso.
Se me ocurre ahora, como tema complementario del anterior, el interrogante recíproco: ¿Necesita Dios de nosotros? Para responderlo hay que acudir a los textos sagrados, todos ellos de inspiración divina: La Tora, los Evangelios y el Corán  describen con claridad meridiana a un Ser Superior que demanda pleitesía y exclusividad de sus fieles y, en consecuencia, parece necesitar de nosotros.

“Yo soy el Señor, tu Dios. No tendrás otros dioses delante de mí. Recuerda el día de Sabbat para santificarlo. Trabaja seis días, y haz en ellos todo lo que tengas que hacer, pero el día séptimo será un día de reposo para honrar al Señor tu Dios”  dice Jehová en Éxodo 20. “Amaras al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente”, ordena Jesús en Mateo 22:37. “Alá no perdona que se Le atribuyan copartícipes; quien atribuya copartícipes a Alá se habrá desviado profundamente”,  establece el Sura An-Nisa 4:116.
Para el judaísmo, la Tora contiene la revelación divina al pueblo de Israel; para el catolicismo, “la Sagrada Escritura es la palabra de Dios en cuanto se consigna por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo” (Pablo VI); para el islam, el Corán es la palabra de Alá revelada a Mahoma a través del arcángel San Gabriel.
A diferencia de los libros sagrados de las religiones monoteístas, las enseñanzas de Buda  no son de origen celestial. Los discursos y las conversaciones del Sabio se conservaron por transmisión oral a través de millares de monjes durante cuatro siglos, con un grado razonable de confiabilidad, hasta cuando fueron escritas por primera vez en los monasterios de lo que hoy es Sri Lanka. 

No hay divinidades en las enseñanzas. Las referencias a deidades que aparecen en las narraciones originales son alegorías ‘prestadas’ del Hinduismo. En su propósito de eliminar la ansiedad y el estrés, único objetivo de su doctrina, el Buda fue agnóstico milenios antes de que el término fuera acuñado. El pensamiento del Buda ha sido la ‘inspiración’ de mi agnosticismo.

Los agnósticos no sabemos si la omnipresencia o la eternidad de un Ser Todopoderoso son ciertas o mitológicas; Dios bien podría existir o no existir, dependiendo de cómo definamos la palabra. A pesar de tal dualidad, mi respuesta a la pregunta de esta nota es negativa. El Dios que definen los textos sagrados de las religiones monoteístas, un dios que castiga y premia, y que demanda culto y pleitesía, carece de sentido en cualquier mente imparcial, religiosa o no; una entidad inexistente no puede necesitar de nosotros.

Una aproximación alterna -Dios como el Principio Supremo del cual dependen todas las leyes- es de aceptación creciente en el mundo contemporáneo. La inconclusa Teoría de todas las cosas, cuya matemática dudo que logren completar los genios científicos, es el preámbulo de esta ‘mundana’ interpretación.

La súper-Teoría de todas las cosas -el Principio eterno y omnipresente que, según Einstein, “no juega a los dados”- ha de contener todas las ecuaciones (posiblemente inalcanzables para el cerebro humano) que explicarían los cien mil millones de galaxias, la Vía Láctea, el Sistema Solar, la Tierra, la vida, la evolución de las especies y la consciencia. Por supuesto que este ‘Dios’, macro y micro regulador de todo y desde siempre, no demanda devotos ni adhesión ni pleitesía…  Y este Principio de toda ley tampoco necesita de nosotros. Aún así, es imposible no maravillarnos ante ‘Él’.

Gustavo Estrada
Autor de ‘Hacia el Buda desde el occidente’

www.harmonypresent.com/Armonia-Interior

miércoles, 20 de mayo de 2015

¿Tiene usted necesidad de Dios?

Hace décadas conocí en Budapest a un brillante y educado joven socialista a quien solo traté durante seis días.  Su vasta cultura, su sosegado equilibrio y su español impecable abrían espacio para agradables conversaciones. Mi afortunado encuentro ocurrió durante la semana santa cristiana y el diálogo con tan especial personaje tenía que pasar por los vericuetos de la fe y la incredulidad.
- ¿Crees en Dios? -le interrogué cuando llegó la oportunidad.
-Tu curiosidad por ‘mi creencia’ está mal planteada -respondió reposadamente. La pregunta correcta debe ser por ‘mi necesidad’.
- ¿Tienes necesidad de Dios? -insistí entonces, adaptándome a su formato.
- No, no la tengo -exclamó mi fugaz amigo con una ecuanimidad que pocas veces he visto en devotos creyentes respondiendo a preguntas similares.


¿Tenemos necesidad de Dios? La respuesta, supongo, es afirmativa para la gran mayoría de los devotos y negativa para la totalidad de los no afiliados a ningún dogma. Aunque bastante menor que la gran masa creyente, este último grupo, alrededor de mil millones de personas, permite aseverar que la religiosidad es una característica discrecional y, como tal, carece de raíces genéticas. 
Por nuestra inquieta naturaleza, los humanos siempre demandamos explicaciones, que frecuentemente aceptamos así no sean estructuradas ni comprobables. ‘Dios’ es la respuesta más fácil para todo fenómeno incomprensible. La intervención divina siempre será  más sencilla de ‘entender’ que la teoría del big bang, la selección genética, o la formación inicial hace dos mil millones de años de las células básicas de los organismos complejos, conocidas como eucariotas.

A diferencia de la religiosidad, que es personal, la religión es cultural. Así como las características físicas se transmiten en los genes, los comportamientos se traspasan por los memes, vocablo este acuñado por el biólogo Richard Dawkins para referirse a los ‘genes’ de los grupos sociales. Al igual que los genes, los memes también ‘luchan’ por su supervivencia y, para propagarse, se apoyan en las inclinaciones y los condicionamientos humanos, con ayuda mayor de los medios y la publicidad.
La influencia de los memes en un grupo es tan poderosa como la de los genes en un individuo. Esto es particularmente cierto en la propagación y mantenimiento de los memes de la religión. De acuerdo con el filósofo estadounidense Daniel C. Dennett, “las religiones son fenómenos culturales extremadamente bien diseñados que han evolucionado para sobrevivir”.

Muchos eruditos sostienen que, con la comprensión creciente de la materia, de la vida y del universo, las religiones están en camino de extinción. Están equivocados. La participación religiosa en la mayoría de países sigue siendo muy elevada, siendo Europa occidental la gran excepción geográfica mientras que los países musulmanes y cristianos, y la India, son la confirmación de la regla.
Ni las acciones gubernamentales, sean escarnio, prohibición o persecución, ni el desarrollo de la tecnología o las ciencias parecen afectar el fervor religioso. Ni siquiera los largos períodos de ‘abstinencia espiritual’ forzada por regímenes totalitarios, como ocurrió en las sociedades comunistas bajo la tutela de Moscú,  han logrado apagar las llamas de la fe. En el concierto de las naciones, Estados Unidos es simultáneamente el país de vanguardia en aplicación de tecnología (con los consecuentes avances materiales) y el segundo con mayor participación religiosa.

Según el ‘Pew Research Center’, un ‘think tank’ con sede en Washington, para el año 2050 habrá 2.920 millones de cristianos, 2.760 millones de musulmanes, y 1.380 millones de hinduistas con crecimientos respectivos de 34,6%, 72,5% y 34.0% en relación al 2010. Los no afiliados llegarán a mitad de siglo (yo no llegaré, por supuesto) a 1.230 millones con un modesto aumento del 25,2% en el mismo período.
En consecuencia, la pregunta del comienzo de esta nota seguirá vigente por muchas décadas más. ¿A cuál de los grupos pertenece usted, estimado lector? ¿Al de la abrumadora mayoría religiosa que venera y necesita a Dios, a Alá o a Brahma? ¿Al de los disidentes de esa mayoría que, por lógica científica, rebeldía o indiferencia, no creen en ni precisan de entidades metafísicas? ¿O tal vez a esa ‘inmensa’ minoría despreocupada que, como mi amigo de Budapest, sin gastarle fe ni raciocinio al asunto, simplemente no tiene necesidad de Dios? 

Gustavo Estrada
Autor de ‘INNER HARMONY through MINDFULNESS MEDITATION’
www.harmonypresent.com/Armonia-interior
gustrada1@gmail.com

sábado, 9 de mayo de 2015

¿Por qué queremos agradecimiento imperecedero?

Según el psicólogo estadounidense Abraham Maslow, los humanos buscamos la satisfacción de nuestras exigencias según una jerarquía cuyos cuatro primeros niveles se conocen como necesidades de deficiencia. Por ejemplo, consumimos alimentos para las demandas fisiológicas; buscamos techo por razones de seguridad; tenemos amigos por complacer nuestros requerimientos de pertenencia; y ejecutamos tareas sobresalientes para satisfacer la necesidad de estima.
¿Por qué queremos agradecimiento imperecedero para algunos de nuestros actos? La necesidad de estima, la cuarta de la escala, es la necesidad de encontrarnos a gusto con nuestra existencia, desde nuestra perspectiva -la autoestima: ¿Cómo me veo yo?- y desde la percepción ajena -el reconocimiento: ¿Cómo me ven los demás?-. La autoestima depende de y desaparece con nosotros. El curioso deseo de ser recordados post-mortem es una extrapolación anómala de la necesidad normal de reconocimiento mientras estamos vivos. Pensar que nuestras obras son perdurables nos genera una sensación imaginaria de eternidad que nos lleva a creer que seguiremos existiendo.
Sabemos con certeza que moriremos pero no logramos imaginarnos extinguidos; la frase ‘estoy muerto’ es impronunciable en su sentido literal. Algunos poetas, que con frecuencia penetran en la mente humana con más sutileza que los psicólogos, están en desacuerdo con tan artificial eternidad y hasta se burlan de la necesidad de ser recordados; para ellos su vida y sus obras son suficientes. Veamos algunas citas literarias, la primera con historia previa.
En 1957 el escritor Gonzalo Arango funda el nadaísmo, un movimiento rebelde que, según su manifiesto inicial, pretende “no dejar una fe intacta ni un ídolo en su sitio”. Los nadaístas cometen toda clase de irreverencias, desde incineración de libros hasta sacrilegio de hostias, consiguiendo grandes titulares de prensa, con bombo y fanfarria suficientes que asegurarían memoria duradera a Gonzalo Arango. Todo cambió, sin embargo. En 1970 el poeta abandona su movimiento y el ateo radical se convierte en un irreconocible espiritualista. 
Justo en ese mismo año, el escritor vallecaucano Orlando Restrepo Jaramillo publica “Más allá de las palabras”, una colección de sus poemas que envía a su amigo antioqueño. Gonzalo Arango le responde con una cálida nota que recientemente Orlando compartió con este columnista. De esa misiva, tomo la siguiente inspirada frase de desapego a la eternidad: “Vivir no es más que caminar hacia el olvido con un montón de sueños y equipajes rotos”.
Jorge Luis Borges podría haber pronunciado tan elocuente línea; sus versos de desmemoria y desprendimiento son abundantes. En su poema ‘Ya somos el olvido’ escribe el gran argentino: “Ya somos el olvido que seremos… Ya somos en la tumba las dos fechas del principio y el fin… No soy el insensato que se aferra al mágico sonido de su nombre…” En ‘Soy’, el poeta se describe como “Soy el que es nadie, el que no fue una espada en la guerra. Soy eco, olvido, nada.” Y ‘Límites’ termina con “Creo en el alba oír un atareado rumor de multitudes que se alejan; son los que me han querido y olvidado; espacio y tiempo y Borges ya me dejan.”
Dos mil quinientos años atrás, el Buda establece, con meridiana claridad, que somos transitorios y que cuando morimos nada nuestro permanece. Nos vamos y nos fuimos. La negación de nuestra transitoriedad y la expectativa de un algo paralelo que perdura nos crean la ilusión de algún ente inmaterial que nos sobrevive. En su poema ‘Ajedrez’ Omar Khayyám (1048-1131), filósofo y astrónomo persa, comparte el pensamiento del Buda: “La vida es un tablero de ajedrez; los cuadros, las noches y los días; nosotros, las piezas que el Destino juega. Aquí y allá, nos mueve, nos da jaque, toma, mata… Y, uno a uno, a todos nos arroja en la caja de la Nada”.
Así las cosas, mantengamos al día nuestros asuntos terrenales. En cuanto a la eternidad, despreocupémonos de las memorias imperecederas, que ni siquiera el universo es permanente. Más bien, aceptemos la realidad de la muerte y, si somos capaces, riámonos de ella mientras recitamos otro poema de Omar Khayyám: “Puesto que ignoras lo que te reserva el mañana, procura ser feliz hoy. Toma un ánfora de vino, siéntate a la luz de la luna y bebe, mientras piensas que quizás mañana la luna te busque… En vano.”


sábado, 2 de mayo de 2015

Reprogramación versus desprogramación

Reprogramar es reajustar el diario vivir (trabajo, posesiones, relaciones, aficiones…) en busca de la realización personal. ¡Qué excelente intención! En la práctica, desafortunadamente, las cosas más ‘nos ocurren’ que ‘las hacemos’ y las pautas de nuestras aspiraciones casi siempre nos llegan desde afuera. ¿Quién las dicta?

Sin que lo notemos, el ‘programa’ nos lo trazan individuos (ídolos, modelos, padres, maestros, parejas…), por un lado, y los medios y la publicidad, por el otro. Los medios definen lo que debe deleitarnos o aburrirnos; la publicidad nos señala lo que ‘necesitamos’ adquirir para ser felices, exitosos, atléticos, bellos e influyentes. Medios y publicidad juntos, además, nos dicen como reprogramarnos, mediante seminarios, libros, maestros o técnicas, para una vida triunfal y plena: “Nuestro enfoque cambiará su vida como ya lo ha hecho con la de cinco millones de personas”.
Quiero usar como ejemplo de reprogramación a los Seminarios Insight (unos talleres californianos de ‘transformación’ afamados desde hace tres décadas), en los cuales, buscando mi propio camino, participé con mucho entusiasmo. Entre Insight I (Despertando el corazón), Insight II (Abriendo el corazón) e Insight III (Centrando el corazón), estuve enclaustrado, dejándome manipular ‘a propósito’, durante casi 200 horas.

En Insight II, tras una sesión de catorce horas, descubrí mi ‘propósito vital’ -‘afirmación’ en el vocabulario Insight- en doce palabras: ‘Yo soy… esto y aquello”, donde ‘esto y aquello’ son las cualidades y expresiones empoderadoras (inteligente, alegre, persistente en mis objetivos...) de nuestra reprogramada personalidad. Durante los meses siguientes, recité mentalmente mi afirmación millares de veces; revisando su redacción ahora me suena como los elogios aduladores de alguien que necesita un favor (‘tú eres’ inteligente, alegre, etc.)
Las afirmaciones de los otros participantes con frecuencia también comenzaban con ‘yo soy’. El énfasis de estos talleres en la individualidad y la territorialidad (yo, me, mí, mío) así como en la importancia de los bienes materiales, dizque sin apegarnos a ellos, le sacaría lágrimas a cualquier espiritualista oriental.

No obstante mi tono burlón, las experiencias de los tres Insight’s fueron, en su momento, interesantes. Los seminarios no cumplieron su cometido. Un objetivo temporalmente exitoso: Suspendí mi afición etílica (cero alcohol) durante  dieciocho meses; un intento fallido: Nunca logré aficionarme a los video-juegos, un propósito personal para acercarme a mis hijos (que jamás se cansaban de ellos). Sí aprendí, por exclusión, lo que debe evitarse en la apertura honesta hacia una evolución creadora.
Los talleres vivenciales tipo-Insight (y sus fotocopias Caminos, Avance...) pretenden reprogramar nuestro ego redundante alrededor de lo que anhelamos ser. Ese anhelo, sin embargo, no es auténtico, no viene desde adentro, sino que es fabricado afuera y sembrado de manera sutil en nuestro cerebro. Las dinámicas utilizadas son pintura nueva para el mismo mueble viejo.

Hay alternativas, por supuesto. Al ‘computador’ neuronal debemos borrarle todas las instrucciones dañinas, esto es, desprogramarlo de lo perjudicial para abrirle espacio a lo esencial. Con el ser esencial al mando, fluirá en nuestra existencia lo que ‘nos nace hacer’, en contraposición a lo que ‘nos toca hacer’ porque alguien o algo nos lo ha señalado.
En la reprogramación reajustamos las instrucciones del ego redundante; las maquillamos pero no les cambiamos su acción. La desprogramación, en cambio, desactiva los condicionamientos donde están codificadas los deseos desordenados, las aversiones y los sesgos mentales que generan sufrimiento, angustia y estrés, para que nuestra naturaleza real salga a flote. ¿Quién desactiva? Los mecanismos inhibitorios, inherentes al ser esencial, que nuestra ‘mala conducta’ (la complacencia continuada con los deseos, la tolerancia silenciosa a las aversiones y las afiliaciones irracionales) ha averiado. ¿Cómo se logra esto? Mediante la atención plena permanente.

Cuando los condicionamientos se apagan, la mente se calla, la armonía interior florece, el ego redundante se extingue y el ser esencial, cual bondadoso emperador, toma las riendas del desbocado potro que corre en nuestra cabeza. Si así sucede, al final de ‘nuestro rudo camino’, podremos recitar con Amado Nervo, “Yo fui el arquitecto de mi propio destino”. ¿Es el ‘yo’ del verso el ser esencial? Creo que sí, pues el gran poeta mexicano también escribió: “Las angustias nos vienen del deseo; el edén consiste en no anhelar; quien no desea nada, dondequiera está bien”.
Gustavo Estrada
Autor de ‘Hacia el Buda desde el occidente’
www.harmonypresent.com/Armonia-interior