La transformación personal es responsabilidad exclusiva de quien quiere
transformarse; ‘el aspirante a ser otro’ tiene que hacer o dejar de hacer, por
sí mismo, todo lo que el cambio le demande. Nos toma muchos ensayos de
alternativas antes de que esta elemental enseñanza se vuelva ‘nuestra’; creo
que todos en algún momento nos declaramos ‘buscadores’ de algo diferente, así
no tuviéramos remota idea de lo que andábamos buscando: ¿La felicidad? ¿El
éxito? ¿El sentido de la vida? ¿El maestro que decidiera por nosotros? ¿El santo
que nos enviaría al cielo?
La meta recóndita e indefinida que yo perseguía no la encontré en ninguno
de los numerosos cursos, libros y recovecos donde me metí; cuando no se sabe
para dónde va pues allá no llega. En mis exploraciones, eso sí, me divertí sobremanera
-la búsqueda misma fue entretenida- pues casi siempre asimilé alguna enseñanza
puntual u obtuve algún beneficio interesante. La lección principal, tan
importante como paradójica, que saqué de todo estos entrenamientos, sin
embargo, no estaba en la publicidad de turno pues era contraproducente para los
promotores de los programas o textos. La ‘verdadera’ transformación personal no
resulta de estudiar, seguir instrucciones o adquirir nuevos conocimientos sino
de olvidar, dejar de hacer cosas y desaprender nuestras reacciones automáticas.
El desaprendizaje, que ocurre en la medida que sacamos de nuestra cabeza
las formaciones mentales perjudiciales, hace espontánea la transformación. Las
formaciones mentales perjudiciales -todos aquellos condicionamientos dañinos
que adquirimos a lo largo de nuestra existencia- son de dos clases: La primera
la componen los deseos intensos de lo que carecemos o de lo que queremos tener
más (posesiones, poder, prestigio, sexo, entretenimiento, conocimientos…); la
segunda, las aversiones hacia lo que real o imaginariamente nos rodea (personas
desagradables, amenazas, enfermedades, soledad, corrupción, ineficiencia, inmundicia…).
Las formaciones mentales perjudiciales conforman nuestro ego redundante.
Las formaciones mentales provechosas, la otra cara de la moneda, son los
apetitos naturales (como alimentarnos cuando tenemos hambre) y los temores
razonables (como protegernos cuando hay peligro) que favorecen nuestra
supervivencia y la de la especie, y que constituyen nuestro ser esencial.
La verdadera transformación ocurre en la observación atenta, imparcial y
permanente de nuestra vida a medida que se desenvuelve. Así desaprendemos y
silenciamos los condicionamientos dañinos, nos liberamos de la tiranía del ego
redundante y comenzamos a vivir desde nuestro ser esencial. (Para los fáciles
de condicionar, como este columnista, esto es menos sencillo de lo que suena). Desde
el ser esencial, comemos únicamente cuando tenemos hambre y nos calmamos tan
pronto los peligros han pasado.
Si el ego redundante nos gobierna, reinan el caos y la confusión: antojos superfluos
y disgustos inútiles, adicciones y fobias, obsesiones y odios. Cambiar es
convertir algo en otra cosa, es dejar una situación para escoger o crear una
distinta. Si nuestra mente, en manos del ego redundante, está caótica y
confusa, no puede dirigir una transformación provechosa.
Cuando actuamos desde nuestro ser esencial, por otro lado, hacemos
exactamente lo que tenemos que hacer a todo momento, volviendo innecesarios los
cambios dirigidos. Con nuestro ser esencial al mando, fluimos en armonía con la
vida y podemos seguir al pie de la letra la sabia exhortación con la cual Anthony
de Mello, sacerdote jesuita y guía espiritual, cerró su último taller vivencial
mes y medio antes de su muerte: “No intentemos cambiar nada -ni a nosotros
mismos, ni a los demás, ni al mundo- y todo cambiará maravillosamente, a su
tiempo y a su manera”.
Gustavo Estrada