viernes, 3 de octubre de 2014

¿Por qué es tan difícil meditar?



Existen docenas de técnicas pero, en su versión más simple, el cómo de la meditación se explica en un dos por tres: (1) fijar la atención en la respiración y en las sensaciones corporales, (2) cerrar los ojos y (3) sentarse quieto, cómodo y callado. No obstante esta extremada sencillez y a pesar de sus numerosos beneficios, muchas personas consideran que la meditación es demasiado compleja. ¿Por qué es tan difícil meditar?

Hay buenas razones del lado de los reacios a la práctica. Focalizar la atención es una tarea complicada pues nuestro cerebro parece estar más diseñado para rodeos y ruidos mentales que para quietud y silencio. Michael Kane de la Universidad de Carolina del Norte encontró en un estudio efectuado en 2007 que, en promedio, el treinta por ciento de nuestro horario despiertos estamos pensando en cosas diferentes a las que estamos haciendo. Y en otra investigación del mismo año, Jonathan Schooler de la Universidad de British Columbia en Vancouver concluyó que aún durante la lectura, actividad esta de alta concentración, divagamos entre el quince y el veinte porciento del tiempo.  

Dado pues que pasamos tanto rato “elevados”, los científicos han resuelto meterle muela fuerte al asunto y, como en todas las pesquisas de la psicología moderna, la tecnología de imágenes se ha convertido en su principal aliada. El mismo Schooler y otro grupo de investigadores, utilizando escáneres de resonancia magnética, han encontrado que durante la distracción mental se activan dos regiones específicas del cerebro que pertenecen a redes neuronales diferentes. La primera, que se encuentra en la corteza frontal, es el sistema ejecutivo de control; la segunda, más dispersa en la anatomía cerebral, se conoce como la red por defecto (default network).

La activación de estas regiones es variable e inestable y depende mucho de la “magnitud” de las divagaciones. Asociando las imágenes obtenidas con los estados reportados por los participantes durante los escáneres, se han encontrado dos niveles de intensidad en las distracciones. En el primero, los participantes son parcialmente conscientes de que están elevados y mantienen el hilo de lo que están haciendo; en este caso la actividad neuronal predominante ocurre en la red del sistema ejecutivo de control. En el segundo nivel, los distraídos ni siquiera se dan cuenta de su embeleso —Schooler dice que están “fuera de la zona”— y la actividad neuronal es mayor en la red por defecto.

Los dos niveles de distracción son fácilmente reconocibles durante una rutina bastante común de la meditación zen. La práctica consiste en el conteo de las respiraciones, por ejemplo de uno hasta diez repetidamente, con el único propósito de centrar la atención y “espantar” las distracciones. Como estas son inevitables, el meditador pierde a cada rato la cuenta. Si él o ella se persuaden de la equivocación en el instante mismo de su ocurrencia, significa que todavía se hallan en el primer nivel. Si, por el contrario, el error es más duradero —digamos que el conteo llega hasta catorce—, es porque la persona ya se salió de la zona.  

Buena parte de nuestra vida “despiertos” se mueve bajo “piloto automático” y cierto grado de distracción no solo es tolerable sino que puede llegar a ser conveniente. Algunos psicólogos sostienen que los instantes de creatividad —los momentos “eureka”— surgen de la red por defecto, cuando nos encontramos completamente ensimismados y fuera de la zona. Pero si lo que se nos cuela permanentemente en la cabeza son rencores, obsesiones, riñas mentales, pánicos u otros sentimientos negativos, entonces entramos en el territorio de los desvaríos dañinos. Allí es donde ayuda la meditación; en definición del mismo Buda, la meditación es la purificación de la mente.

¿Por qué entonces no medita más la gente? Las respuestas comunes, como era de esperarse, poco tienen que ver con la fisiología cerebral que acabamos de describir. Las explicaciones incluyen “no me puedo concentrar”, “tengo demasiadas problemas en la cabeza”, “mi mente está en otra parte”, “no puedo quedarme quieto por tanto rato” y otras cosas por el estilo.
Estas disculpas, bien ingeniadas para sacarle el cuerpo a la meditación, son justamente razones valederas para que todo el mundo se sentara frecuentemente, con ojos cerrados y actitud pasiva, a simplemente observar el flujo de su respiración y las sensaciones que recorren su cuerpo. Poco a poco, con la práctica continua y disciplinada de esta sencilla rutina, se nos apaciguaría la mente y se amansarían las divagaciones desbocadas.

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martes, 5 de agosto de 2014

Meditación de atención total: Una marcha sin meta


Ahora todo el mundo habla de lo ‘buena’ que dizque es la meditación de atención total (‘mindfulness meditation’ en inglés) para resolver numerosas dificultades personales, desde la glotonería y las migrañas hasta la baja autoestima y el mal genio. A pesar de la abundante divulgación que le dedican los medios, pocos son los que la practican. ¿Por qué?

Para responder la pregunta debo retroceder a las clases de lógica en mi lejano bachillerato.  Allí me quedó clarísimo que hay dos tipos de conocimiento: el empírico –que aprendemos por experiencia directa– y el racional –que concluimos mediante reflexiones sobre lo que ya sabemos–. El primero, directo e individual, llega a través de los sentidos (ejemplos: la picada de una avispa es dolorosa, tal fruta es deliciosa); el segundo, indirecto y por lo general de dominio público, proviene de razonamientos  (ejemplos: la distancia recorrida por un objeto se calcula multiplicando su velocidad por el tiempo transcurrido, no existe ningún número que sea mayor que todos los demás).

La comprensión de la meditación de atención total es ‘encuentro del primer tipo’. Su enseñanza, como la de cualquier otra meditación (zen, raja yoga, trascendental…), se consigue solo ‘meditando’, de la misma forma que la destreza para conducir un auto se alcanza solo manejando. No hay alternativas. Tampoco los beneficios de la meditación pueden asimilarse mediante enfoque alguno distinto de la práctica; no es posible  comprender que la meditación elimina ‘mi’ estrés, apacigua ‘mis’ odios o aplaca ‘mis’ comportamientos obsesivos a través de libros, conferencias o conversaciones con terceros.  Las verdades empíricas son ciertas únicamente  cuando se constatan en su vivencia práctica; mucha gente prefiere, sin embargo, regocijarse con la teoría y las especulaciones.

La meditación de atención total es una gimnasia mental para adiestrar la capacidad de permanecer atentos. Para su práctica,  los meditadores, sentados en una posición cómoda y en un ambiente tranquilo, adoptan con los ojos cerrados una actitud pasiva y centran su atención en la respiración.

Con menos palabras, meditar es acallar la mente. Y esta definición, así abreviada, sí que refleja la importancia de la experiencia directa e íntima pues el silencio mental no puede comunicarse; la palabra ‘silencio’ genera ruido. El silencio aparece cuando se acallan bullas, se apagan altoparlantes, se controlan alborotos… El silencio ocurre, no se produce. La meditación de atención total es más la ambientación –la permisión, la facilitación– de pasividades e indiferencias que la ejecución de actividades o instrucciones. Cada meditador ha de permitir los  sosiegos que favorecen la aparición de… shhhh.

Las ventajas de la práctica continuada de la meditación de atención total solo las reconocemos –las hacemos nuestras– cuando las hemos experimentado. Es así como desarrollamos nuestra facultad de mantenernos atentos durante las actividades rutinarias, el beneficio más importante, por mucho, de la meditación. ¿Y qué es estar atento? La atención total es la permanente consciencia de lo que sucede en nuestra vida a medida que se desenvuelve.

Hay varias formas de aproximarnos a cualquier nuevo hábito saludable. Una puede ser el estudio por cuenta propia de sus beneficios y de sus requerimientos; otra, quizás, el cuidado interesado a cuanto los ya experimentados comenten de sus logros para de allí copiar lo que podamos; y, una más  –la que menos se usa–, la puesta en marcha del hábito buscado, de forma inmediata y con determinación. La primera alternativa es la teoría (lo que dicen los ‘expertos’); la segunda, la experiencia ajena (lo que dicen los amigos); la última, la experiencia directa (la que nadie puede transmitirnos). Los dos primeros enfoques son flechas que señalan una ruta; el tercero es el viaje mismo.  La meditación no es un punto de llegada y la senda hay que recorrerla sin perseguir meta alguna.

Cuando experimentamos y disfrutamos los beneficios de cualquier actividad, las especulaciones se convierten en realidades.  Así que si usted, lector, aún no medita y desea ‘comprender’ la meditación de atención total pues… A sentarse de una: ojos cerrados, actitud pasiva, posición confortable, sitio tranquilo, observación desinteresada e imparcial de la respiración, durante al menos cuarenta minutos diarios. Y, si es capaz de acomodarse en el suelo con las piernas cruzadas, salga ya a comprarse un cojín. Su experiencia será su verdad… Exclusivamente suya. Mientras no lo haga así, la meditación seguirá pareciéndole un conocimiento racional, una noción misteriosa y ajena que nunca comprenderá… Por más libros que lea.

Gustavo Estrada

martes, 1 de julio de 2014

¿Por qué es tan difícil ser imparcial?




En una nota reciente sobre la extrema polarización existente en Colombia entre los partidarios de Álvaro Uribe y sus contradictores, este columnista buscó cuidadosamente ser imparcial. Según los resultados de una encuesta alrededor del escrito y los correos electrónicos que recibió, menos de la mitad de los lectores consideraron que su intención había sido exitosa. Un significativo 44% de quienes respondieron la encuesta y casi todos los mensajes -algunos objetivos, muchos otros bastante apasionados- juzgaron que la nota estaba sesgada a favor del ex presidente. “Su escrito es un intento de imparcialidad estrepitosamente fallido”, anotó un lector, y otro más, como consecuencia del ‘uribismo’ de la columna, solicitó la remoción de su correo electrónico del directorio del autor.

Imparcialidad es la falta de designio anticipado o de prevención en favor o en contra de alguien o algo, que permite juzgar o proceder con rectitud; esto es lo que dice el diccionario de la academia. En la práctica, sin embargo, ser imparcial es mucho más difícil de lo que aparenta la definición pues, sin darnos cuenta, tendemos a calificar de imparciales a las opiniones que coinciden con las nuestras y de sesgadas a aquellas que no. ¿Por qué nos es tan difícil ser neutrales? Sencillo y complicadísimo: Por la forma cómo el cerebro codifica nuestro consciencia del ‘yo’.

Cuando expresamos una opinión -mi opinión-, casi siempre decimos ‘yo’ creo, ‘yo’ concluyo, ‘yo’ sé, o alguna declaración parecida; ‘yo’ es el pensador, el erudito, el sabihondo… Las opiniones son pensamientos y ‘mis’ pensamientos son fruto inevitable de todos los conocimientos, condicionamientos, creencias y experiencias que se han acumulado en nuestro cerebro desde cuando éramos niños, la gran mayoría de ellos sin que ‘yo’ autorizara, interviniera o me diera cuenta. Poco o nada memorizamos de nuestros tempranos años de infancia porque el rompecabezas del ‘pensador’ apenas se estaba armando y, en consecuencia, el ‘yo’ recordador todavía no existía.

Los registros acumulados en la corteza cerebral edifican las premisas sobre las cuales se fundamentarán nuestras conclusiones, las cuales, a su vez, serán nuevas premisas que reforzarán las preferencias y prejuicios en el ‘yo’ juzgador. Los pensamientos construyen al pensador, y no al contrario. Tales premisas se convierten en una ‘verdad’ que es parte integral del mi ‘yo’; todo lo que discrepe de mi ‘verdad’ –de mi religión, de mi patriotismo, de mi doctrina, de la postura política de mi candidato…- es falso.

Sin necesidad de referirse a registros cerebrales, el filósofo J. Krishnamurti había expresado ideas similares desde décadas atrás: “Puesto que el hábito de pensar de acuerdo con ciertos patrones está grabado en nuestra mente, cualquier intento mental de rebelarnos contra tales patrones está regido por los mismos, al igual que un prisionero que (sujeto a la voluntad del carcelero) se rebela para solicitar mejor alimentación… pero siempre desde adentro de la prisión”. Y en otro discurso agrega el sabio hindú: “La verdad debemos buscarla en el entendimiento del contenido de nuestra propia mente…”  No podemos pues ser imparciales -no podemos ser libres- dentro de la prisión de nuestros condicionamientos mentales.

Después de alguna charla de J. Krishnamurti, una admiradora se aproximó al sabio hindú para expresar adhesión a sus enseñanzas. “Soy su seguidora incondicional”, dijo ella con intención aduladora. La respuesta del filósofo desconcertó a la espontánea seguidora: “Usted no ha entendido nada de lo que he explicado”.

La imparcialidad solo puede pues surgir cuando llegamos a la raíz de nuestras opiniones, que se encuentra en nuestras creencias y nuestras doctrinas; es de allí de dónde surgen nuestras convicciones inflexibles. La comprensión intelectual de las enseñanzas de Krishnamurti es relativamente sencilla; su asimilación íntima, sin embargo, requiere la observación cuidadosa y permanente de los mecanismos y artimañas de nuestra mente para llegar hasta los orígenes de nuestros sesgos y prejuicios. Solo entonces podremos calificarnos de imparciales. Antes de ello, seremos apenas seguidores incondicionales. Así presumamos de objetivos.

 

Gustavo Estrada
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domingo, 11 de mayo de 2014

Ego y espíritu


Los vocablos ‘ego’ y ‘espíritu’, definidos como ‘sentido de identidad’ y ‘alma racional’, respectivamente, tienen mucho más en común de lo que parece a primera vista. El ego -la consciencia de ‘yo’, ‘mí’, ‘mío’ y ‘mismo’- es un término de psicología y de las religiones de la India; el espíritu es una esencia individualizada y sobrenatural para casi todos los demás credos. En los idiomas de los textos antiguos del budismo y el hinduismo, espíritu y ego son una única palabra (‘attá’ en pali, ‘atman’ en sánscrito) con los dos significados (como ‘to be’ en inglés que, según la frase, se traduce como ‘ser’ o ‘estar’).

El ego, el resultado de un súper-complejo software neuronal, es el proceso mental por el cual un individuo sabe quién es él y quiénes son los demás. El ego, para el budismo, es un compuesto de cinco agregados -el cuerpo, las sensaciones, las percepciones, los condicionamientos mentales y los conocimientos- que en conjunto nos crean la ilusión de una individualidad autónoma. El espíritu o alma, para otras religiones, es una entidad sobrenatural independiente, dotada de razón, que de alguna forma nos sobrevive después de la muerte.

El ego como fenómeno mental es el precursor del alma como creencia; el alma es el ego eternizado o, mejor aún, es el ego auto-eternizándose. El alma es pues una creación del ego; su eternidad ficticia es tanto la extrapolación mental del instinto de supervivencia codificado en nuestros genes como el apaciguamiento del terror a la muerte mediante la negación de nuestra transitoriedad.

La historia del alma es casi tan antigua como la del ser humano. Las tumbas del Valle de los Reyes en el Alto Egipto, que datan de treinta y cinco siglos atrás, son gigantescos monumentos a nuestra ilusión de inmortalidad. Allí fueron sepultados docenas de faraones, con las pertenencias que utilizarían en sus vidas posteriores (y con familiares y sirvientes como acompañamiento opcional).

El Buda, sin embargo, enfatiza que carecemos de esencias inmortales. Dice el Sabio: “El cuerpo, las sensaciones, las percepciones, los condicionamientos mentales y los conocimientos deben ser considerados, individual y colectivamente, como algo que no es mío, algo que no soy yo, algo que no contiene un espíritu autónomo”. La mezcla de ingredientes temporales no puede conducir a un compuesto eterno.

El sentido de identidad es fruto de la evolución por selección natural para la supervivencia individual y la de la especie. En el ensamblaje neuronal del ego, sobre todo durante nuestros primeros años, codificamos incontables condicionamientos negativos y prejuicios innecesarios que inflan nuestro yo. Cada que nos apegamos a algo, adquirimos un habito insensato, desarrollamos un temor infundado o adoptamos una creencia ilógica estamos abultando el ego.

Volvamos ahora al espíritu. Cuando muchacho, en mis clases de historia sagrada, siempre me extrañó la frase con la cual Jesús de Nazaret abre su bellísimo Sermón del monte: “Bienaventurados los ‘pobres en espíritu’, porque de ellos es el reino de los cielos”. “¿Qué es pobreza en espíritu?”, pensaba yo.

Según eruditos modernos, pobre en espíritu se refiere a pobre en ego, alguien humilde de ego disminuido. Tal explicación alinea a la primera bienaventuranza de Jesús con la ilusión del ego que establece el Buda. Dice Juan Pablo II en una homilía del año 2000: “Los pobres en espíritu son aquellos cuyos corazones están libres de prejuicios y condicionamientos". (Esta frase bien podría haber sido pronunciada por el Buda). Y agrega el recién santificado pontífice: “La adhesión a la voluntad divina supone el desapego coherente de sí mismo”, esto es, el desprendimiento del ego.

La interpretación neo-cristiana de la primera bienaventuranza recomienda pues el desapego de nuestra identificación a través de la aceptación de la voluntad de Dios. El Buda, por su parte, sugiere la reducción del ego mediante la práctica de la meditación de la atención total.
En este orden de ideas, los seguidores de Jesús que ‘empobrezcan su espíritu’ entrarán al reino de los cielos; los seguidores del Buda que disminuyan sus egos abrirán su mente para que les llegue espontáneamente la armonía interior. Las dos alternativas, en apariencia contradictorias, se tornan equivalentes cuando nos percatamos de que cielo e infierno están ambos aquí en la tierra.

Gustavo Estrada
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Atlanta, Mayo 2. 2014

viernes, 28 de marzo de 2014

¿Pueden los ateos ser espirituales?

Diana Nyad no solo es la extraordinaria atleta que a los 64 años nadó los 177 kilómetros que separan La Habana de Key West, Florida, en 53 horas –casi un metro por segundo- sino también la escritora de tres libros, periodista de radio, conferencista motivacional, atea sensible y respetuosa y, en algún momento de su juventud cronológica, la número trece entre las mejores jugadoras de squash en Estados Unidos.
En una entrevista con Oprah Winfrey poco después de su hazaña en el Caribe, la nadadora dio una explicación de Dios que bien podrían examinar muchos creyentes, y la célebre presentadora y productora de la televisión norteamericana hizo un comentario que enfureció a más de un ateo.    
Dijo la deportista: “Puedo pararme en una playa con el más devoto religioso, sea cristiano, judío, budista…, llorar con la hermosura de este universo, y sentirme conmovida por la humanidad toda. Para mí, Dios es la humanidad y el amor a la humanidad.” El comentario de la devota Oprah al respecto fue lo que fastidió a los incrédulos: “Si usted aprecia el asombro, la maravilla y el misterio, yo no la considero atea”.
Tal vez con su frase la presentadora quiso enfatizar su propia religiosidad pero también pudo ser la oportunidad que ella vio en las palabras de la entrevistada para incomodar a los ateos quienes, comúnmente intelectuales, aumentarían con sus críticas el ‘rating’ de sus programas. Unos cuantos inconformes mordieron el anzuelo y reaccionaron con enfado.
A manera de ejemplo, Chris Stedman, humanista de Harvard, escribió en un blog de CNN: "La respuesta de Oprah Winfrey puede haber sido bien intencionada pero con ella borró la identidad atea de Diana Nyad, sugiriendo la incapacidad de asombro de los no religiosos -algo totalmente falso- que, para muchos ateos como yo, resulta ofensivo”. La mayoría de los ateos, sin embargo, no le paró bolas a la animadora; tales aseveraciones poco afectan a quienes, creyentes o incrédulos, son tolerantes con las opiniones ajenas.
Volviendo a Diana Nyad, impresionan la sensibilidad y la tolerancia que demostró en la entrevista. “De la creencia en una divinidad”, dijo, “se infiere la realidad de una presencia, de un creador o de un supervisor de nuestros actos; (a pesar de mi discrepancia) yo no critico a nadie porque nunca conoceremos la definición de la vida”. La atleta negó la incompatibilidad entre ser atea y ser espiritual: “Alguien puede ser ateo, y como tal objetar la presunción de un ser primordial, creador y vigilante de todo esto,” enfatizó. “No obstante, siempre hay espiritualidad, porque nosotros los humanos, nosotros los animales, -tal vez hasta podemos incluir a las plantas-, todos vivimos con algo que es apreciado y podemos percibir la riqueza que ello conlleva”.
Dos enunciados adicionales apoyan los razonamientos de la deportista. “Espiritualidad es nuestra conexión finita con lo infinito, nuestra experiencia temporal de lo eterno y nuestra aproximación relativa a lo absoluto” escribe con profundidad el filósofo contemporáneo francés André Comte-Sponville. “Espiritualidad es nuestra relación emocional con las preguntas que no tienen respuesta”, dice Jason Lanier, el científico norteamericano de la computación y uno de los pioneros de la realidad virtual.
La espiritualidad, según las tres definiciones, nada tiene que ver con la adhesión a grupos o causas. Los sufijos ‘ista’ e ‘ismo’, utilizados para múltiples propósitos (futbolista, consumismo), pueden volverse belicosos cuando reflejan afiliaciones. Al declararnos ‘istas’ (islamistas, racistas, socialistas…) o asociarnos con un ‘ismo’ (ateísmo, cristianismo, nacionalismo…) estamos separando, diferenciando, predefiniendo. Cuando dejamos las doctrinas y las creencias a un lado, estamos igualando, integrando, abriéndonos a la experiencia.
Espiritualidad, para consolidar y resumir, es nuestro asombro ante los incomprensibles misterios de la vida, la consciencia, la belleza y la inteligencia, y nuestra admiración misma por existir como una porción infinitesimal, evolucionada dentro de un cosmos extraordinario, cuyas leyes jamás comprenderemos por completo. No necesitamos, definitivamente no, creencia metafísica alguna para asombrarnos, maravillarnos o ser espirituales.

Gustavo Estrada
Autor de ‘Hacia el Buda desde el occidente’

martes, 11 de marzo de 2014

¿Somos racionales cuando compramos?

El ‘Homo economicus’, una noción aceptada por varias escuelas económicas hasta hace poco, está en vía de extinción. O, mejor dicho, tal expresión jamás debió haber visto la luz académica. Los humanos, sostuvieron los partidarios del ‘Homo economicus’, dizque somos racionales en nuestras decisiones financieras, buscando maximizar la rentabilidad cuando vendemos artículos y la relación beneficio/costo cuando los adquirimos. Pues no es así, sobre todo cuando andamos de compras.
Los consumidores somos, en verdad, medio bestias en nuestras decisiones financieras pues en ellas pesan más otras consideraciones distintas de la razón. Ni cortos ni perezosos, los expertos en mercadotecnia del siglo XXI están sacando generosa ventaja de esta incoherencia. ¿Podemos hacer algo al respecto? Pues sí: Debemos tomar consciencia de nuestra compulsión compradora y observar con atención la manipulación escondida en la publicidad.
Para verificar tal irracionalidad, los investigadores han efectuado centenares de experimentos. En uno, a manera de ejemplo, las preguntas “¿cuánto pagaría por un seguro de cien mil dólares en caso de muerte en una acción terrorista?” y “¿cuánto pagaría por un seguro del mismo valor en caso de muerte por cualquier causa?” fueron formuladas a dos grupos diferentes. Los encuestados del primer grupo ofrecieron cifras mucho mayores que los del segundo, a pesar de que el riesgo involucrado en aquel caso era muchísimo menor.
Los psicólogos Daniel Kahneman y Amos Tversky, con su aclamada Teoría prospectiva, formulada en 1979, fueron los enterradores del ‘Homo economicus’. Mediante la inclusión de factores emocionales (como la aversión a las pérdidas y el miedo), el nuevo modelo representa mejor las decisiones comerciales de la vida real que las teorías utilitaristas vigentes hasta entonces. Los modelos anteriores, centrados en ‘individuos sensatos’, se basaban en decisiones ‘frías’, posibles de optimizar, pero excluyentes de consideraciones psicológicas.
Aunque la formulación de la Teoría prospectiva es compleja, las implicaciones que nos interesan ahora son simples. Según el doctor Kahneman, nuestras decisiones comerciales giran alrededor de dos formas de razonamiento, conocidas como sistema 1 y sistema 2. Mientras el sistema 1 es intuitivo, automático, rápido y primordialmente inconsciente, el sistema 2 es analítico, deliberado, lento y consciente.
El sistema 1 reconoce la amabilidad de una cara, completa la frase “la capital de Francia es…” y sabe sin pensar cuanto es siete por cuatro. El sistema 2 entra en acción cuando llenamos un formulario tributario, queremos multiplicar diecisiete por catorce, o debemos nombrar la película que ganó el último Oscar. (¿Cambiarán los teléfonos inteligentes estos conceptos?).
¿Cuál de los sistemas rige nuestra conducta? Mientras el sistema 1 se quedaría callado ante la pregunta, el sistema 2 respondería que es él quien manda. No es así, sin embargo. El sistema 2 es lento, se cansa con facilidad y se obnubila con frecuencia. Aunque el sistema 2 se entromete en casi todo, nuestras determinaciones importantes (prioridades, cultura, romance, entretenimiento…), las toma el sistema 1. Como si fuera poco, también las pequeñas decisiones de la rutina diaria (la ropa a ponernos, el cambio de carril cuando conducimos, la hora de irnos a dormir, el bocado adicional cuando ya estamos repletos…) provienen principalmente del sistema 1.
Es al sistema 1 a quien los publicistas quieren conquistar; ellos no están interesados en comunicarse con el sistema 2 (eso se lo dejan a los columnistas).  “Los anuncios inspirados por los hallazgos de Kahneman’, dice la revista ‘The Economist’, “favorecen a las emociones por encima de la información, le prestan más atención al propósito de la marca que a sus productos, y explotan la predisposición del sistema 1 para reaccionar a señales sutiles”.  “Muchos anuncios, cargados de ‘información’ que en teoría apuntan a la lógica”, sostiene el doctor Kahneman, “están realmente jugando con las emociones”.
Desde tiempo atrás sabíamos que las propagandas quieren vendernos artículos innecesarios. (Los políticos y los genios naturales de la mercadotecnia conocían intuitivamente que la racionalidad no prima en nuestras decisiones). El bombardeo publicitario continuo que ahora recibimos a través de laptops, tabletas y teléfonos inteligentes, personalizado además hacia nuestros intereses, va a reforzar nuestra estupidez comercial. ¡Tendencia lamentable esta!  
Poco podemos influir sobre la manera como los demás gastan. La atención permanente a nuestra irracionalidad compradora, por otra parte, sí está dentro de nuestra zona de influencia. La observación cuidadosa de nuestros deseos consumistas, ahora manipulados por software especializado, deberá permitirnos ver siempre la luz amarilla, que nos sugiere ‘cautela’ y a veces la señal roja, que nos ordena ‘deténgase’.


Gustavo Estrada
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