En junio pasado el gobierno
de Libia anunció que Mokhtarcon Belmokhtar, iniciador del grupo islamista
Al-Murabitoun y cerebro de la toma de una planta de gas en In Amenas, Argelia,
había sido ultimado con otros seis terroristas. El asalto a la planta de gas,
que ocurrió hace ya más de dos años, condujo a la muerte de 38 extranjeros,
entre ellos mi hijo Carlos, quienes allí trabajaban o se encontraban visitando
las instalaciones. ¿Sentí complacencia cuando supe de la caída del malvado
terrorista? No fue así.
La muerte de Belmokhtar no pudo ser
confirmada y, desde el comienzo, Al Qaeda negó la noticia; las pruebas de
reconocimiento no lograron identificar
su cuerpo entre los siete cadáveres. La búsqueda del asesino está activa
y todo indica que aún continúa delinquiendo. ¿Me sacó de casillas la negación
de la noticia inicial? Tampoco.
El dolor en la desaparición de mi muchacho
es inconmensurable y me acompañará hasta el final de mis días. Mi indiferencia
ante la suerte del criminal, sin embargo, no me permite ufanarme de ecuánime;
la evasión o la eliminación de ese bandido no alteran de forma alguna mi
aflicción aunque, por supuesto, sí es importante que haya justicia. Mi gran
frustración no está asociada con un nombre ingrato ocasional sino con la
siniestra y continuada estupidez de los fanatismos de cualquier índole, sean
estos religiosos, políticos o raciales. Las atrocidades de los fanáticos no
paran de generar despiadado sufrimiento a millones de seres humanos.
Hay poca diferencia entre
la violencia proveniente de un credo religioso, un dogma político o una
segregación racial. ¡Horror de horrores cuando las tres cosas se juntan! En
todos los casos, el terrorismo y la violación de los más elementales derechos
se convierten pronto en herramientas apropiadas de lucha. Y, cuando los
dirigentes fanáticos son los dueños del poder en cualquier sociedad, las
tragedias llegan a excesos absurdos.
Los extremistas de la
religión musulmana, el lamentable ejemplo del momento, quieren imponer a cualquier
costo sus creencias metafísicas de forma similar a cómo pretendieron hacerlo
muchos regímenes cristianos y católicos hasta no hace mucho tiempo. Esta
tendencia es intrínseca a todos los credos. Hasta las sabias enseñanzas del
Buda, cuando sus seguidores las vuelven religión o política, conducen a las
persecuciones que están padeciendo los musulmanes rohinyá en Myanmar occidental
y los tamiles en Sri Lanka.
La bien intencionada
justicia social de la izquierda socialista llevó a los horrores soviéticos y
chinos, y a los innumerables actos de terrorismo que han ocurrido y siguen
repitiéndose gracias al populismo promovido por demagogos corruptos y
ególatras, solo interesados en enriquecerse y en imponer modelos reconocidos
como inservibles. Y la supuesta superioridad de la raza ‘aria’, ejemplo macabro
de tragedia, condujo a las barbaridades nazis.
Los
creyentes de una religión, los seguidores de una doctrina política o los
supremacistas de un grupo racial se enorgullecen de sus posturas, ilusorias e
irracionales; no obstante, casi todos estos alienados se autocalifican de
imparciales: “Yo no soy fanático y respeto el pensamiento de los demás”.
¿Cuántos de estos supuestos tolerantes aceptarían con sinceridad que su
religión puede no ser verdadera, que su doctrina puede estar errada o que su
raza no es genéticamente superior? Quien no logre abrir su mente a la eventual
falsedad de sus opiniones sesgadas, lleva semillas de violencia en su corazón. Por
desgracia, cuando se trata de respaldar una causa ‘justa’ y ‘cierta’, muchísimas
de estas semillas siniestras en algún momento germinan.
Bien dijo Steven Weinberg,
Premio Nobel de Física 1979: “Con o sin religión siempre habrá gente buena
haciendo cosas buenas y gente mala gente haciendo cosas malas. Pero para que la
gente buena haga cosas malas se necesita que haya religión”. O creencias
políticas, o hipótesis raciales, agrego yo.
No, la desaparición de Mokhtar Belmokhtar no disminuye
mi tristeza de padre ni tampoco su supervivencia la aumenta. En cambio, la
presencia permanente del fanatismo en cualquiera de sus múltiples expresiones,
asesinando inocentes a nombre de causas etéreas o absurdas, sí hace más agudo
mi dolor. Siendo intransigente ante el fanatismo, como este columnista, ¿es
posible disfrutar de ecuanimidad? No estoy seguro. Responda cada cual la
pregunta.
Gustavo EstradaAutor de ‘Hacia el Buda desde el occidente’
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