El terrorismo islamista es el que más dolor ha causado a la humanidad (y a este columnista) en las décadas recientes. “¡Qué barbaros fanáticos!”, clamamos quienes nos educamos en la cultura católica. Debemos, sin embargo, observar detenidamente nuestras creencias y ver cuánto hay en nosotros mismos del fanatismo ajeno. Acudo para explicarme a dos relatos, desconectados entre sí, que me contaron mis padres en mi adolescencia.
Mi madre en su juventud conoció en Tuluá (Valle) a un devoto y apacible joven católico. Su nombre, León María Lozano, fue mucho menos conocido que su alias, el Cóndor, con el que años después se hizo tristemente célebre durante la violencia política colombiana del siglo pasado. Dadas la alucinada interpretación de sus convicciones religiosas y su adhesión incondicional al partido conservador, los dirigentes políticos de su pueblo no requirieron de mucho esfuerzo para que el ‘bondadoso cristiano’ participara sanguinariamente en el exterminio de ciudadanos liberales; la destrucción de librepensadores ateos bien cabía dentro de los mandamientos de la Ley de Dios y de las reglas de su religioso partido.
El otro evento lo contaba mi padre sobre algo que escuchó directamente de un sectario sacerdote en Ansermanuevo (también en el Valle). Según este ‘pastor’, asesinar liberales sí era pecado contra el quinto mandamiento pero tal falta apenas llegaba a pecado venial y, por lo tanto, no necesitaba confesión.
Historias semejantes abundaron en Colombia; refiero estas dos porque me fueron cercanas. En la violencia colombiana, hubo muchos destacados políticos y educados prelados que interpretaron a su amaño las doctrinas de su preferencia para manipular a sus ignorantes seguidores y perseguir a quienes entorpecían sus desmedidas ambiciones.
El fanatismo, por supuesto, no solo se fundamenta en hipótesis metafísicas. Nunca vi tantas efigies de santos como las que se exhibían de ‘San’ Vladimir Lenin en el Moscú que visité en 1974. Según los comunistas, la transformación económica y el progreso solo se consiguen a través de la lucha de clases y esta lucha solo termina cuando desaparecen las diferencias sociales. La sociedad sin clases es el cielo de los camaradas; los fracasos rotundos y continuados de numerosos regímenes comunistas no les alteran en nada la percepción de sus erróneas doctrinas. El advenimiento al edén marxista terrenal es similar a de los imaginarios paraísos islámicos; todo es lícito y tolerable en el viaje celestial de la extrema izquierda, incluidos el odio y la violencia.
Fueron muchos los sacerdotes que empuñaron las armas en su lucha contra la desigualdad social. “El amor al pueblo lo aprendí en el evangelio; no debemos perder en escaramuzas lo que podemos ganar en batallas,” escuché de boca del padre Camilo Torres, dos años antes de echarse un fusil al hombro y morir en su primer encuentro con el ejército. El brillante y confundido sacerdote nunca alcanzó a matar a alguien… Pero estaba dispuesto a hacerlo.
Las creencias sectarias irracionales son el comienzo del terrorismo y la violencia. Jamás los seres humanos nos iremos a la guerra en defensa de las leyes de Newton o del teorema de Pitágoras; si, en cambio, mataremos por nuestra lealtad a un dios, el color de un trapo o la resonancia de una consigna.
No
hay diferencia alguna entre un prelado terrorista como el de Ansermanuevo y un
clérigo musulmán que incita a la guerra santa. Ambos son firmes creyentes en
hipótesis cuyo único soporte es la fe ciega, ambos justifican la violencia… Y
ambos consideran reales a seres mitológicos como el arcángel Gabriel.