martes, 18 de diciembre de 2012

Inteligente es quien vive bien


Siendo nuestro organismo un proceso continuo, una especie de súper-compleja planta industrial, que comenzó labores en fecha conocida y cerrará operaciones en otra incierta, ¿cómo sabemos si nuestra planta está trabajando de la manera correcta? Podemos darle vueltas y revueltas a la pregunta pero la respuesta es única y escueta: Estamos funcionando bien si, y solamente si, vivimos sin sufrimiento. ¡Punto! Si en nuestra vida hay ansiedad, angustia o desesperación, la planta anda mal y necesita revisión cuidadosa. 
La instrucción de mantenimiento que el Buda sugiere veinticinco siglos atrás es sencilla: “La atención plena y permanente es el único camino para eliminar el sufrimiento y permitir que brote espontáneamente la armonía interior”. ¿En qué debemos focalizar la atención? En tres elementos que el Sabio denomina los fundamentos de la atención: nuestro cuerpo, nuestras sensaciones y nuestros estados mentales. (Hay un cuarto ítem que no necesitamos ahora).
Expliquemos los tres elementos con una situación hipotética durante la cual alguien nos da en una pierna un malintencionado puntapié. Nuestro cuerpo, del que forma parte la pierna, es el primer fundamento de la atención; la sensación dolorosa es una manifestación clara del segundo; el estado mental de ira hacia el agresor es el tercero. Las sensaciones son el puente entre el cuerpo, donde ocurre el contacto, y el cerebro, donde surgen los estados mentales.
Todos los eventos mentales -razonamientos, sentimientos, memorias, etc.-, llegaron a nuestra cabeza, (segundos o años atrás, en todos completos desde el comienzo o por partes que después se consolidaron), a través de nuestros cinco sentidos. Cuando nacemos nuestra corteza cerebral es límpida y pura; ella asimila, rapidísimo en los primeros años y lentamente después, todo lo que necesita y muchas cosas que luego le sobran. De estos excedentes provienen nuestros problemas.
Los deseos desordenados y las aversiones son formaciones mentales, especies de reflejos condicionados, en las que arranca el sufrimiento. Las sensaciones placenteras nos generan deseos intensos de los que surgen estados mentales como avaricia, gula y envidia. Las sensaciones dolorosas nos crean aversiones que llevan a otros estados como ira, odio y repugnancia. La vigilancia permanente a los fundamentos de la atención es una especie de ‘retención en la fuente’ de los causantes del sufrimiento cuando justo nos llegan a través del cuerpo, los percibimos como sensaciones, o se manifiestan como estados mentales.
El sufrimiento emocional ocurre en el cerebro; el dolor físico aparece en el resto del cuerpo. El sufrimiento es siempre opcional; el dolor es a veces inevitable. El sufrimiento es para nuestro cerebro lo que el dolor es para las otras partes del organismo. El cerebro no experimenta dolor; los tejidos cerebrales no poseen tal sensibilidad porque carecen de los receptores especializados que manejan los ‘puntapiés’ fastidiosos. (Los dolores de cabeza resultan de perturbaciones de estructuras sensibles que están alrededor del cerebro).
Inteligente es quien vive bien. Esta definición, sucinta y sorprendente, no concuerda con las teorías corrientes de la inteligencia que centran esta facultad más en aprender y entender que en existir y sentir. Vivir bien es vivir sin sufrimiento. Podemos tener dinero, parejas, fama, poder o conocimientos, tantos como queramos o consigamos, pero si arriba en nuestra cabeza hay ansiedad o estrés, estamos malgastando la existencia.
El sufrimiento, así lo ignoremos, es el problema central del ser humano. “La mayoría de los hombres llevan vidas de tranquila desesperación; lo que llamamos ‘resignación’ es desesperación confirmada”, escribe el filósofo y naturalista norteamericano Henry David Thoreau.
Mantengámonos vigilantes de nuestro cuerpo, nuestras sensaciones y nuestros estados mentales. Esta práctica es no solo el termómetro que nos señala si somos o no parte de la mayoría desesperada que describe Thoreau sino también la receta que puede sacarnos de esa mayoría, en caso de que a ella pertenezcamos. Hagámosle caso al Buda puesto que, siguiendo su recomendación, eliminaremos el sufrimiento y, viviendo bien, estaremos cultivando la forma más sutil y escondida de la inteligencia. 
 
Gustavo Estrada

lunes, 19 de noviembre de 2012

¿Por qué es tan difícil cambiar de opinión?


Las opiniones sesgadas son creencias excluyentes e ideologías intolerantes, más emocionales que lógicas, a las que nos apegamos como si fueran bienes materiales. Quienquiera que se atreva a ‘quitárnoslas’, intentando convencernos de algo diferente o cuestionando nuestro pensamiento, tendrá que vérselas con nosotros.
Las opiniones sesgadas se codifican en el cerebro y se convierten en parte de nuestro ego; ellas deterioran la calidad de nuestros análisis mucho más que las imprecisiones en la información o las debilidades en el raciocinio. “El hallazgo de la verdad está más obstaculizado por los prejuicios y las opiniones preconcebidas (que obnubilan el entendimiento) que por las apariencias engañosas (que dan credibilidad al error) o las limitaciones en la capacidad de razonar (que llevan a conclusiones falsas)”, dice el filósofo alemán Arthur Schopenhauer.
La información deficiente es la carencia de los datos requeridos para cualquier análisis, bien sea porque están incompletos o los que tenemos están errados. Si sumamos cifras incorrectas, el total estará equivocado. La insuficiencia o debilidad de raciocinio (sea por cerebros escasos o deficientes, o por limitaciones de tiempo) es la aplicación inadecuada de la lógica. Si la matemática es incoherente, los resultados serán erróneos; si evaluamos información perfecta con procedimientos equivocados, las deducciones carecerán de valor.
El efecto dañino de las opiniones sesgadas es aún mayor que el de los datos erróneos o la lógica deficiente. Una revisión metódica de los datos y los procedimientos utilizados en un estudio, sea por las mismas personas que lo efectuaron o por terceros, detectará con facilidad cualquier anomalía.
No ocurre lo mismo con las posturas sesgadas; estas nos impiden no solo el reconocimiento de nuestras falacias sino la aceptación de sugerencias correctivas. Cuando hay prejuicios, ‘correcto’ es exclusivamente aquello que coincide con nuestro punto de vista.
Reconociendo el peligro de las ideologías, el ex presidente Bill Clinton dice que “cuando analizamos una situación de forma imparcial, primero evaluamos los hechos y después sacamos nuestras conclusiones”. “Por el contrario”, agrega, “cuando miramos un problema a través de una ideología, esta determina de antemano las conclusiones y luego salimos a conseguir los hechos que las respaldan”. 
Las opiniones sesgadas —creencias religiosas, ideologías políticas, exclusiones raciales o conceptos prejuiciados de cualquier clase— interponen entre los hechos y nuestro criterio una nube distorsionadora de la realidad. Una vez adoptadas, rara vez modificamos nuestras opiniones sesgadas. La resistencia al cambio es particularmente evidente en el ámbito de las creencias religiosas o políticas. Dos personas con opiniones diferentes siempre tendrán imágenes distintas de una misma realidad; todos vemos el mundo a través de los ‘ojos’ de nuestras propias opiniones.
No ocurre así en el campo de las ciencias donde predominan los hechos y los puntos de vista evolucionan con los avances científicos. Los investigadores plantean siempre nuevas teorías, desarrollan innovadores modelos de la realidad, y jamás se van a la guerra por sus diferencias conceptuales.
¿Por qué nos es tan difícil cambiar de opinión? ¿Por qué no detectamos la falsedad y el engaño en nuestros sesgos? Las opiniones adquiridas, ya lo dijimos, se incrustan en el código neuronal de nuestro ego y allí entran a formar parte de las reglas que definen lo bueno y lo malo de nuestras decisiones: Correcto es lo que está dentro tales reglas; incorrecto, el caso contrario. Es como sí en un encuentro deportivo tuviéramos al árbitro jugando en nuestro equipo; nuestros errores son tolerados y hasta las jugadas lícitas del otro equipo se vuelven faltas.
Para el ego, nuestras opiniones sesgadas son verdades indiscutibles. El ego actúa como juez y parte: "¿Por qué debo cambiar opiniones cuando mi árbitro, mi manera de ver el mundo, me las está autorizando?" Alrededor de nuestras creencias preconcebidas, a duras penas tomaremos en cuenta enfoques alternativos y jamás aceptaremos con sinceridad la posibilidad de que estamos equivocados.

Gustavo Estrada

lunes, 5 de noviembre de 2012

El gran 'show' de la vida y la consciencia

Entre el comienzo del universo y la aparición de la vida en la Tierra transcurrieron -millón más, millón menos- diez mil millones de años. Y desde este evento hasta el desarrollo de una consciencia primitiva en nuestros primeros antepasados homínidos, los constructores de las primeras herramientas, pasaron otros tres mil quinientos millones de calendarios.

En el 2010, tras cinco breves años de investigación, un grupo de científicos norteamericanos, bajo la dirección del doctor Craig Venter, logró desarrollar la primera célula viviente controlada totalmente por ADN sintético. No obstante la elementalidad de tal célula, el evento es asombroso. Ahora en el 2012, el futurólogo e inventor Ray Kurtweil pronostica que los humanos estaremos produciendo rutinariamente robots conscientes para la década del 2030. No creo que esto suceda.

El inventor norteamericano fundamenta su predicción en el crecimiento exponencialmente acelerado tanto de la capacidad de los computadores como de los desarrollos fantásticos de la biotecnología. “Creo firmemente que nosotros eventualmente llegaremos a considerar a los robots avanzados como verdaderas entidades conscientes”, sostiene Kurzweil. Según el ambicioso futurólogo, tales súper-máquinas no solo tendrán acceso a toda la información digitalizada disponible en la Tierra sino que llevarán programados en sus bases de datos un ‘yo’, un ‘mío’ y un ‘mí’; sus voces digitalizadas se confundirán con las de los seres humanos.
Consciencia es el estado mental que nos permite percatarnos de lo que sucede tanto dentro de nosotros -sensaciones, emociones, deseos y pensamientos- como de lo que pasa ‘allá afuera’. Los robots kurzweilianos generarán, por supuesto, ‘pensamientos’ lógicos y ‘deseos’ calculados -necesito diez tarjetas XYZ999-, y quizás podrán gritar ¡ay! cuando se les esté dañando un circuito integrado. Estoy seguro, sin embargo, de que nunca les dolerá la unidad central de proceso ni jamás se enamorarán de una ‘robota’ vecina.

La vida y la consciencia humanas están íntimamente conectadas. Sin entender el ‘cómo’, me gusta el ‘qué’ de la teoría de Richard Dawkins sobre el origen de la vida. Según el biólogo inglés, la vida comenzó con la formación casual de una extraña molécula capaz de captar materiales a su alrededor, manipularlos de alguna forma, y generar con ellos copias de sí misma. De esa molécula descendemos nosotros.

También me gusta el ‘qué’ de la hipótesis de algunos darwinistas acerca del desarrollo de la consciencia, aunque tampoco asimile su ‘cómo’. La consciencia humana es la recompensa de la evolución a una individualidad progresiva. Las trazas accidentales de consciencia inicial permitieron a los primitivos homínidos el registro de señales de alarma y conveniencia, como ventajas de supervivencia, que se transmitieron y mejoraron en los cerebros crecientes de sus descendientes. El recuerdo de un lugar peligroso ayudaba en la evasión de riesgos; la memoria de una fruta saludable mejoraba la calidad de su alimentación. Del primer humano que en Etiopía balbuceó ¡Eureka! con sus cavernícolas gruñidos hace doscientos mil años, de ese Adán, también venimos nosotros.

Existe la posibilidad teórica de que en un futuro lejano los humanos construyamos seres artificiales conscientes. Sin embargo, los años requeridos para realizar tal logro, aunque no tantos como necesitó la evolución, son bastante más de los que tomaremos los terrícolas, al paso que vamos, para acabar con nuestro Planeta.
Mientras tanto, en los años que me quedan y que no llegarán al 2030, me seguiré maravillando con el show de magia que son la vida y la consciencia. Magia blanca, por supuesto, en la que somos parte del acto. Nunca comprenderemos los encantamientos ni los hechizos que están detrás del espectáculo. Pero me deleito hasta el éxtasis con la entretenida función, sin preocuparme ni por saber quién es el prodigioso mago ni cómo funcionan sus trucos extraordinarios.
 
Gustavo Estrada

miércoles, 5 de septiembre de 2012

La evolución de Dios *

La noción humana de la Divinidad es cambiante, tanto de una religión a otra como dentro de una misma doctrina, y ha evolucionado desde cuando Dios creó al hombre (o desde cuando este último se inventó a los seres metafísicos). Incluso el ateísmo es una transformación de Dios pues primero hubo creyentes y después, en contra de ellos, surgieron los ateos. Las evoluciones han sido de tal magnitud que el entendimiento actual de la naturaleza de Dios poco tiene que ver con las ideas originales de los profetas elegidos.

En su remoto comienzo los dioses fueron numerosos y tenían una amplia gama de poderes y denominaciones; cada clan adoraba a su propio conjunto de ídolos. Hace unos tres milenios, en una especie de reingeniería celestial, todo eso comenzó a cambiar. Con Moisés a la cabeza, y con la posible asesoría de su contemporáneo el faraón Amenofis IV (el inventor del monoteísmo), los israelitas redujeron las multiplicidades teológicas a una sola Divinidad. Jehová fue el nombre que el gran Profeta le asignó a esta todopoderosa Deidad.

Según el ex jesuita Jack Miles, este omnipotente y omnisapiente Jehová nada tiene de inmutable. En su libro Dios: Una biografía, el escritor norteamericano analiza a Jehová como protagonista central de la Biblia Hebrea -el Tanaj, equivalente al Antiguo Testamento cristiano- y concluye que, en su relación con el hombre, el Creador que debuta en el Génesis pronto se convierte en cuasi-destructor, y después juega papeles tan diversos como guerrero sediento de sangre, protector de los oprimidos, libertador, legislador, azote y penitente.

Con la encarnación de Dios en su hijo Jesucristo, la aparición del Espíritu Santo y el consiguiente misterio de su Trinidad monoteísta, el cristianismo aporta también, desde la perspectiva del Nuevo Testamento, su importante cuota de evolución divina. Y ni se digan los cambios que seis siglos después traería el islam.

¿Qué nos depara la era moderna? Las interpretaciones humanas de Dios nunca llegarán a un punto final. Me gustan, por ejemplo, el Dios del filósofo Baruch Spinoza –la armonía de todo lo que existe-; El del biólogo norteamericano Stuart Kauffman -la incesante creatividad misma del universo, la biósfera y la vida humana-; y El del Físico Albert Einstein - un espíritu infinitamente superior que se revela en lo poco que podemos comprender de la realidad-.

Como la lista de opciones se haría interminable, prefiero completar esta nota con dos referencias anecdóticas, tomadas del séptimo arte, que representan, por la actualidad propia del medio donde ocurren, dos tendencias características de la Divinidad contemporánea.

La primera reseña es de Avatar, la laureada película de James Cameron. Antes de la batalla definitiva de los habitantes de Pandora contra los invasores terrícolas, Jake, de rodillas, implora a la Madre Naturaleza por la victoria. Su novia Neytiri lo reconviene con afecto: “La Gran Madre no toma partido; ella solo protege el balance de la vida”.

El segundo diálogo es de la taquillera cinta sueca Tierra de ángeles. En un altercado entre un intransigente pastor luterano y su esposa, aquel reconviene a esta por algo que “Dios no le va a perdonar”. “Dios no perdona”, responde la inconforme mujer, poniendo aún más furioso al ofendido clérigo: “¿Cómo te atreves a decir eso?”, le grita el pastor. “Dios no perdona”, insiste ella, ahora cariñosamente, “porque Dios jamás ha condenado”.

Ambos diálogos son más dicientes que muchas definiciones. Vemos allí dos directrices de la noción moderna de Divinidad: Un Principio Supremo que no toma partido por ningún bando y un Creador que jamás condena a sus criaturas. Hacia allá, juzgo yo, está evolucionado la concepción de Dios en el tercer milenio.

 
Gustavo Estrada