lunes, 14 de abril de 2008

¿Tiene usted necesidad de Dios?

Exceptuando una carta que recibí desde Estocolmo algún tiempo después, nunca supe más de Peter, después de nuestro breve encuentro en Budapest durante la Semana Santa de 1974. Peter era un brillante y educado joven socialista; su vasta cultura y su sosegada ponderación creaban un exquisito ambiente intelectual para cualquier charla que se sostuviera con él. En la semana más importante de los cristianos, la conversación con tan especial personaje inevitablemente tenía que pasar en algún momento por los vericuetos de la religiosidad, los dogmas y los mandamientos.
— ¿Crees en Dios? —le interrogué cuando llegó la oportunidad.
—Tu curiosidad está mal planteada —me respondió. —La pregunta correcta que se debe hacer a cualquier persona es si tiene necesidad de Dios.
— ¿Tienes necesidad de Dios? —insistí entonces adaptándome a su formato.
—No, Gustavo —exclamó con una ecuanimidad que raras veces he presenciado, aún entre los más piadosos creyentes.

Le doy ahora vuelta a la moneda. La historia que sigue también ocurrió durante el apogeo del imperio soviético, esta vez dentro de su esfera directa de control y mando. Carlos, un periodista colombiano en viaje de invierno por la Europa socialista de 1978, tuvo oportunidad de pasar la noche de Navidad en Vilnius, la capital de Lituania, la pequeña república —ahora ex socialista y ex soviética— sobre el Mar Báltico. Carlos llegó a Vilnius justamente la tarde del 24 de diciembre y para aquella noche recibió especial invitación de la administradora del hotel para asistir a la tradicional misa de gallo. Ella supuso las creencias del huésped por su proveniencia de un país tradicionalmente católico. Le sorprendió a mi amigo que, de acuerdo con la anfitriona, se necesitara reservación especial para el evento y fuera además imprescindible salir con mucha anticipación (la catedral quedaba muy cerca del hotel).

Muy pronto Carlos comprendió la razón de ambas precauciones. Con una temperatura de hielo y con nieve por encima de los zapatos, todas las calles que conducían a la iglesia, en un radio de varias cuadras a la redonda, plaza principal incluida, estaban totalmente colmadas con fervorosos creyentes desde tempranas horas de la noche. La anticipación, exagerada para Carlos, fue apenas suficiente para cubrir a pie el corto recorrido. Más de tres décadas de régimen comunista y el rigor breshneviano de aquellos días no habían hecho mella alguna en la profunda devoción religiosa de los lituanos.

Aunque las muestras de las dos anécdotas anteriores difícilmente pueden ser más desiguales —un ateo húngaro y varios millares de devotos lituanos—, sí contienen el mensaje que quiero comunicar: posiblemente existe una predisposición genética hacia la religiosidad pero, justamente como predisposición que es, la religiosidad es discrecional en el ser humano —imprescindible en muchos, opcional en otros cuantos, innecesaria en Peter—. Si la religiosidad fuera una característica genética, firmemente codificada como lo son el lenguaje o la capacidad de razonar, todas las personas corrientes serían invariablemente devotas y creyentes. Sin embargo, no existen genes para mandamientos, paraísos, dioses o ceremonias sagradas.

A diferencia de la religiosidad que, como inclinación a la espiritualidad, es individual, la religión —la estructuración de la religiosidad de grupos de personas alrededor de unos cuantos dogmas— es una evolución cultural. Así como los atributos físicos se transmiten mediante los genes, las características culturales se traspasan a través de los memes, los equivalentes sociales de los genes. Al igual que los genes, aunque no de la misma manera, los memes luchan por su supervivencia. Los memes toman ventaja de predisposiciones e inclinaciones humanas y su influencia en lo social es tan poderosa como la de los genes en lo individual. Esto es particularmente cierto en la propagación y mantenimiento de los memes de la religión. De acuerdo con el filósofo norteamericano Daniel C. Dennet, «las religiones son fenómenos culturales de supervivencia extremadamente bien diseñados».

Las religiones, en consecuencia, no están en camino hacia la extinción; muchos intelectuales lo creen así como resultado de la creciente comprensión de la naturaleza de la materia, de la vida y, en general, del universo. La situación es diferente, sin embargo. La participación religiosa en la gran mayoría de países sigue siendo muy elevada, siendo Europa occidental la gran excepción. Ni las acciones gubernamentales, sean escarnio, prohibición o persecución, ni la tecnología en ninguna de sus manifestaciones parecen afectar el fervor espiritual. Los largos períodos de «abstinencia espiritual» en sociedades enteras, como los impuestos por los regímenes comunistas durante varias generaciones de supresión, no han apagado las llamas de la fe. En el otro extremo, dentro del concierto de las naciones modernas, Estados Unidos es simultáneamente el país de vanguardia en aplicación de tecnología (y en los consecuentes avances materiales) y el segundo con mayor participación religiosa; sus iglesias, en todas las denominaciones occidentales que allí se practican, son también financieramente las más prósperas del planeta.

Los ya centenarios pronósticos de la desaparición de las religiones por aquellos que las consideran como el adormecimiento de la razón —«la religión es el opio del pueblo», dijo Karl Marx, el padre de la fracasada «religión» comunista— lucen completamente desacertados en los comienzos del tercer milenio. Los “Peters”, que no necesitan de Dios y para quienes no existe un ser supremo que define su existencia, seguirán siendo una minoría.

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