Exceptuando una carta que recibí desde Estocolmo algún tiempo después, nunca supe más de Peter, después de nuestro breve encuentro en Budapest durante la Semana Santa de 1974. Peter era un brillante y educado joven socialista; su vasta cultura y su sosegada ponderación creaban un exquisito ambiente intelectual para cualquier charla que se sostuviera con él. En la semana más importante de los cristianos, la conversación con tan especial personaje inevitablemente tenía que pasar en algún momento por los vericuetos de la religiosidad, los dogmas y los mandamientos.
— ¿Crees en Dios? —le interrogué cuando llegó la oportunidad.
—Tu curiosidad está mal planteada —me respondió. —La pregunta correcta que se debe hacer a cualquier persona es si tiene necesidad de Dios.
— ¿Tienes necesidad de Dios? —insistí entonces adaptándome a su formato.
—No, Gustavo —exclamó con una ecuanimidad que raras veces he presenciado, aún entre los más piadosos creyentes.
Le doy ahora vuelta a la moneda. La historia que sigue también ocurrió durante el apogeo del imperio soviético, esta vez dentro de su esfera directa de control y mando. Carlos, un periodista colombiano en viaje de invierno por la Europa socialista de 1978, tuvo oportunidad de pasar la noche de Navidad en Vilnius, la capital de Lituania, la pequeña república —ahora ex socialista y ex soviética— sobre el Mar Báltico. Carlos llegó a Vilnius justamente la tarde del 24 de diciembre y para aquella noche recibió especial invitación de la administradora del hotel para asistir a la tradicional misa de gallo. Ella supuso las creencias del huésped por su proveniencia de un país tradicionalmente católico. Le sorprendió a mi amigo que, de acuerdo con la anfitriona, se necesitara reservación especial para el evento y fuera además imprescindible salir con mucha anticipación (la catedral quedaba muy cerca del hotel).
Muy pronto Carlos comprendió la razón de ambas precauciones. Con una temperatura de hielo y con nieve por encima de los zapatos, todas las calles que conducían a la iglesia, en un radio de varias cuadras a la redonda, plaza principal incluida, estaban totalmente colmadas con fervorosos creyentes desde tempranas horas de la noche. La anticipación, exagerada para Carlos, fue apenas suficiente para cubrir a pie el corto recorrido. Más de tres décadas de régimen comunista y el rigor breshneviano de aquellos días no habían hecho mella alguna en la profunda devoción religiosa de los lituanos.
Aunque las muestras de las dos anécdotas anteriores difícilmente pueden ser más desiguales —un ateo húngaro y varios millares de devotos lituanos—, sí contienen el mensaje que quiero comunicar: posiblemente existe una predisposición genética hacia la religiosidad pero, justamente como predisposición que es, la religiosidad es discrecional en el ser humano —imprescindible en muchos, opcional en otros cuantos, innecesaria en Peter—. Si la religiosidad fuera una característica genética, firmemente codificada como lo son el lenguaje o la capacidad de razonar, todas las personas corrientes serían invariablemente devotas y creyentes. Sin embargo, no existen genes para mandamientos, paraísos, dioses o ceremonias sagradas.
A diferencia de la religiosidad que, como inclinación a la espiritualidad, es individual, la religión —la estructuración de la religiosidad de grupos de personas alrededor de unos cuantos dogmas— es una evolución cultural. Así como los atributos físicos se transmiten mediante los genes, las características culturales se traspasan a través de los memes, los equivalentes sociales de los genes. Al igual que los genes, aunque no de la misma manera, los memes luchan por su supervivencia. Los memes toman ventaja de predisposiciones e inclinaciones humanas y su influencia en lo social es tan poderosa como la de los genes en lo individual. Esto es particularmente cierto en la propagación y mantenimiento de los memes de la religión. De acuerdo con el filósofo norteamericano Daniel C. Dennet, «las religiones son fenómenos culturales de supervivencia extremadamente bien diseñados».
Las religiones, en consecuencia, no están en camino hacia la extinción; muchos intelectuales lo creen así como resultado de la creciente comprensión de la naturaleza de la materia, de la vida y, en general, del universo. La situación es diferente, sin embargo. La participación religiosa en la gran mayoría de países sigue siendo muy elevada, siendo Europa occidental la gran excepción. Ni las acciones gubernamentales, sean escarnio, prohibición o persecución, ni la tecnología en ninguna de sus manifestaciones parecen afectar el fervor espiritual. Los largos períodos de «abstinencia espiritual» en sociedades enteras, como los impuestos por los regímenes comunistas durante varias generaciones de supresión, no han apagado las llamas de la fe. En el otro extremo, dentro del concierto de las naciones modernas, Estados Unidos es simultáneamente el país de vanguardia en aplicación de tecnología (y en los consecuentes avances materiales) y el segundo con mayor participación religiosa; sus iglesias, en todas las denominaciones occidentales que allí se practican, son también financieramente las más prósperas del planeta.
Los ya centenarios pronósticos de la desaparición de las religiones por aquellos que las consideran como el adormecimiento de la razón —«la religión es el opio del pueblo», dijo Karl Marx, el padre de la fracasada «religión» comunista— lucen completamente desacertados en los comienzos del tercer milenio. Los “Peters”, que no necesitan de Dios y para quienes no existe un ser supremo que define su existencia, seguirán siendo una minoría.
lunes, 14 de abril de 2008
lunes, 7 de abril de 2008
La religiosidad: Una conveniencia genética
El fanatismo ha ocasionado desde siempre perjuicios descomunales a innumerables sociedades y el tercer milenio, desgraciadamente, no está siendo una excepción a este desafortunado acontecimiento. Todas las grandes religiones han promovido o permitido guerras santas que han ocasionado daños atroces en el nombre de Dios. Pero el hecho de que las religiones subsistan, a pesar de los crímenes y las devastaciones por ellas motivados, indica que tienen que haberle provisto ventajas de supervivencia al hombre antiguo, programándose en sus genes de alguna manera, y deben continuar ofreciéndole beneficios de subsistencia al hombre moderno. De no ser así, habrían desaparecido. Indudablemente el fanatismo religioso le ha hecho y le sigue haciendo mucho daño a la humanidad. Pero el impacto histórico de las religiones es mucho más benéfico que dañino; el saldo neto es ciertamente positivo.
Las teorías sobre las evoluciones culturales prehistóricas son muy especulativas y cuestionables pero, trasladándonos al presente, ¿tiene la religión ventajas tangibles para el hombre moderno? Aparentemente sí. Más de doscientos estudios, que cubren millares de personas (noventa mil en el mayor de todos) durante prolongados períodos (veintiocho años en el más largo), establecen que las personas que rezan son más saludables y viven más tiempo. Un subconjunto de los estudios sostiene que la longevidad es mayor en las personas que rutinariamente asisten a los templos y a las sinagogas. Por el tamaño de las muestras, la duración de las evaluaciones y la medición de una variable tan exacta como la edad al momento de fallecer, es difícil descalificar la conclusión central; la religión sí tiene, en verdad, un impacto positivo en la salud.
¿Cuál religión es la que apoya la salud? Casi todos las investigaciones documentadas se han llevado a cabo en Estados Unidos y cubren grupos cristianos; el hecho, sin embargo, de que al menos una de las evaluaciones corresponde a una fe diferente (tres mil novecientos judíos en Israel durante dieciséis años) indica que los resultados son independientes de las creencias y que es la práctica religiosa, indistintamente de la denominación, la que conlleva beneficios en la salud.
De los tres componentes de una religión —rituales, normas de conducta, creencias— ¿cuál es el que favorece la salud? Los tres en conjunto y cada uno por su cuenta lo hacen, así como todo lo que gira alrededor de ellos. La participación frecuente en los servicios de culto, el componente ritual, es la expresión visible y externa de la religiosidad. Su beneficio inmediato para los feligreses es una satisfacción de la necesidad de pertenencia del ser humano (familia, amigos, identificación con un grupo…), exigencia ésta que, en la reconocida jerarquía del psicólogo humanista norteamericano Abraham Maslow (1908-1970), solo es superada por las necesidades fisiológicas (aire, sueño, agua…) y las necesidades de seguridad (techo, trabajo, estabilidad…). Pertenecer a algo —a una secta, a un club, a un círculo— es imperativo para el ser humano; la religión satisface convenientemente esa urgencia.
El componente normativo promueve, de manera diferente en cada secta, conductas que favorecen el bienestar individual e impulsan el bienestar del grupo. Las personas religiosas son comúnmente moderadas en su alimentación, no consumen sustancias alucinógenas, tienen en promedio uniones matrimoniales más sólidas y, en general, son ciudadanos responsables (con la estabilidad emocional que ello conlleva). No sorprende, de ninguna manera, que el ritualismo semanal y los códigos de conducta contribuyan a la buena salud y a la longevidad.
¿Y las creencias? «Fe es creer lo que no vemos porque Dios lo ha revelado», decía el antiguo catecismo del padre Gaspar Astete. Así de sencillo. Creer es muy fácil, es dar por cierto algo que no está comprendido o comprobado; es más que fácil, creer es conveniente. Comprender o comprobar, en cambio, es difícil, incierto y, por sobretodo, estresante —no entender nos hace sentir torpes—. Pensar demanda recursos intelectuales, creer no. La química es más difícil que la alquimia, la astronomía más complicada que la astrología, las matemáticas más arduas que la numerología.
En la evolución humana, las creencias antecedieron a las teorías lógicas en todos los campos del saber. Las religiones aparecieron decenas de milenios antes que la ciencia. El hombre antiguo se inventó propuestas metafísicas, cuyas reglas de juego podía crear a su amaño, mucho antes de plantear leyes estructuradas a las cuales tendría que ajustarse. Cuando se cree en poderes superiores, todo resulta sencillo de explicar —el castigo de Dios para las tragedias, la bendición de Dios para las buenas cosechas—. Creer es relajante, divertido y hasta cierto punto irresponsable; basta apreciar el desconcertante furor de siempre por la interpretación de los sueños, la lectura de las cartas, el poder de los amuletos y la invocación de ángeles y demonios.
La inteligencia lógica produce progreso material y conocimiento, pero también genera incertidumbre y angustia. «La vida es difícil», dijo el Buda. «La vida es estresante», traduce Thanissaro Bhikkhu, el monje budista norteamericano. La vida, en verdad, nunca ha sido fácil para nosotros ni para los animales (solo que estos no se dan cuenta); la existencia siempre ha tenido complicaciones, ahora y hace dos millones de años, seamos Homo sapiens u Homo ciberneticus, fuéramos Homo habilis u Homo erectus. El sistema de cómputo que nos amenaza el empleo de hoy es la bestia que nos podía devorar en los tiempos prehistóricos. Creer —tener fe en algo que no se comprende, sea sagrado o fetichista— disminuye el estrés y provoca despreocupación; las oraciones repetitivas sosiegan, los rituales simbólicos aplacan.
¿Qué tiene que ver todo esto con evolución y genética? Un porcentaje elevado de los casos de impotencia sexual masculina, no cuantificado de manera concluyente, tiene su origen en factores mentales (no en disfunciones físicas); el estrés encabeza la lista de las causas psicológicas. Otro tanto ocurre con la infertilidad femenina, donde las evidencias son categóricas. No es pues aventurado suponer que nuestros remotos antepasados, aquellos más controlados y menos estresados, vivieron más años y tuvieron más descendencia; la selección natural bien pudo ocurrir alrededor de quienes creyeron en el dios del momento y tuvieron fe en el hechicero de turno; la conveniencia relajante de tener fe engendró los objetos de las creencias. Y en la proliferación y predominio numérico de estos primitivos creyentes apareció por las mismas leyes de la evolución la predisposición genética a la religiosidad.
Las teorías sobre las evoluciones culturales prehistóricas son muy especulativas y cuestionables pero, trasladándonos al presente, ¿tiene la religión ventajas tangibles para el hombre moderno? Aparentemente sí. Más de doscientos estudios, que cubren millares de personas (noventa mil en el mayor de todos) durante prolongados períodos (veintiocho años en el más largo), establecen que las personas que rezan son más saludables y viven más tiempo. Un subconjunto de los estudios sostiene que la longevidad es mayor en las personas que rutinariamente asisten a los templos y a las sinagogas. Por el tamaño de las muestras, la duración de las evaluaciones y la medición de una variable tan exacta como la edad al momento de fallecer, es difícil descalificar la conclusión central; la religión sí tiene, en verdad, un impacto positivo en la salud.
¿Cuál religión es la que apoya la salud? Casi todos las investigaciones documentadas se han llevado a cabo en Estados Unidos y cubren grupos cristianos; el hecho, sin embargo, de que al menos una de las evaluaciones corresponde a una fe diferente (tres mil novecientos judíos en Israel durante dieciséis años) indica que los resultados son independientes de las creencias y que es la práctica religiosa, indistintamente de la denominación, la que conlleva beneficios en la salud.
De los tres componentes de una religión —rituales, normas de conducta, creencias— ¿cuál es el que favorece la salud? Los tres en conjunto y cada uno por su cuenta lo hacen, así como todo lo que gira alrededor de ellos. La participación frecuente en los servicios de culto, el componente ritual, es la expresión visible y externa de la religiosidad. Su beneficio inmediato para los feligreses es una satisfacción de la necesidad de pertenencia del ser humano (familia, amigos, identificación con un grupo…), exigencia ésta que, en la reconocida jerarquía del psicólogo humanista norteamericano Abraham Maslow (1908-1970), solo es superada por las necesidades fisiológicas (aire, sueño, agua…) y las necesidades de seguridad (techo, trabajo, estabilidad…). Pertenecer a algo —a una secta, a un club, a un círculo— es imperativo para el ser humano; la religión satisface convenientemente esa urgencia.
El componente normativo promueve, de manera diferente en cada secta, conductas que favorecen el bienestar individual e impulsan el bienestar del grupo. Las personas religiosas son comúnmente moderadas en su alimentación, no consumen sustancias alucinógenas, tienen en promedio uniones matrimoniales más sólidas y, en general, son ciudadanos responsables (con la estabilidad emocional que ello conlleva). No sorprende, de ninguna manera, que el ritualismo semanal y los códigos de conducta contribuyan a la buena salud y a la longevidad.
¿Y las creencias? «Fe es creer lo que no vemos porque Dios lo ha revelado», decía el antiguo catecismo del padre Gaspar Astete. Así de sencillo. Creer es muy fácil, es dar por cierto algo que no está comprendido o comprobado; es más que fácil, creer es conveniente. Comprender o comprobar, en cambio, es difícil, incierto y, por sobretodo, estresante —no entender nos hace sentir torpes—. Pensar demanda recursos intelectuales, creer no. La química es más difícil que la alquimia, la astronomía más complicada que la astrología, las matemáticas más arduas que la numerología.
En la evolución humana, las creencias antecedieron a las teorías lógicas en todos los campos del saber. Las religiones aparecieron decenas de milenios antes que la ciencia. El hombre antiguo se inventó propuestas metafísicas, cuyas reglas de juego podía crear a su amaño, mucho antes de plantear leyes estructuradas a las cuales tendría que ajustarse. Cuando se cree en poderes superiores, todo resulta sencillo de explicar —el castigo de Dios para las tragedias, la bendición de Dios para las buenas cosechas—. Creer es relajante, divertido y hasta cierto punto irresponsable; basta apreciar el desconcertante furor de siempre por la interpretación de los sueños, la lectura de las cartas, el poder de los amuletos y la invocación de ángeles y demonios.
La inteligencia lógica produce progreso material y conocimiento, pero también genera incertidumbre y angustia. «La vida es difícil», dijo el Buda. «La vida es estresante», traduce Thanissaro Bhikkhu, el monje budista norteamericano. La vida, en verdad, nunca ha sido fácil para nosotros ni para los animales (solo que estos no se dan cuenta); la existencia siempre ha tenido complicaciones, ahora y hace dos millones de años, seamos Homo sapiens u Homo ciberneticus, fuéramos Homo habilis u Homo erectus. El sistema de cómputo que nos amenaza el empleo de hoy es la bestia que nos podía devorar en los tiempos prehistóricos. Creer —tener fe en algo que no se comprende, sea sagrado o fetichista— disminuye el estrés y provoca despreocupación; las oraciones repetitivas sosiegan, los rituales simbólicos aplacan.
¿Qué tiene que ver todo esto con evolución y genética? Un porcentaje elevado de los casos de impotencia sexual masculina, no cuantificado de manera concluyente, tiene su origen en factores mentales (no en disfunciones físicas); el estrés encabeza la lista de las causas psicológicas. Otro tanto ocurre con la infertilidad femenina, donde las evidencias son categóricas. No es pues aventurado suponer que nuestros remotos antepasados, aquellos más controlados y menos estresados, vivieron más años y tuvieron más descendencia; la selección natural bien pudo ocurrir alrededor de quienes creyeron en el dios del momento y tuvieron fe en el hechicero de turno; la conveniencia relajante de tener fe engendró los objetos de las creencias. Y en la proliferación y predominio numérico de estos primitivos creyentes apareció por las mismas leyes de la evolución la predisposición genética a la religiosidad.
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