En la India, el Buda habló de “dukkha” en idioma maghadi hace veinticinco siglos; en Sri Lanka, la misma palabra fue transcrita a hojas de palma en lenguaje pali cuatro siglos después. “Dukkha” vino a traducirse a idiomas europeos hace apenas unos ciento cincuenta años y entonces se convirtió, con tantos defensores como detractores, en el sufrimiento del budismo occidental.
Entre los labios del Buda y esta nota se han atravesado, además de dos milenios y medio, unos cuantos diccionarios, formales (los más recientes) o solo en la cabeza de los traductores (los más antiguos). Según Jorge Luis Borges, “los diccionarios son repertorios artificiosos, muy posteriores a las lenguas que ordenan. El danés que articulaba el nombre de Thor o el sajón que articulaba el nombre de Thunor no sabía si esas palabras significaban el dios del trueno o el estrépito que sucede al relámpago”. ¿Qué quiso decir entonces el Buda con “dukkha”? ¿Cuál sufrimiento? ¿Sus causas de afuera? ¿Sus consecuencias adentro? Como resulta difícil contradecir a Borges y evitando terciar en polémicas, para proveer alguna luz sobre el vocablo prefiero acudir a tres metáforas de fuentes budistas. Vamos con la primera.
El Buda consideraba que en el mundo hay gente de mente ecuánime (los que han seguido las enseñanzas del Sabio) y gente de mente condicionada (aquellos que sólo viven desde su ego). Unos y otros enfrentan por igual adversidades y contratiempos pero sus reacciones son bien diferentes. Dijo el Buda:
“Los condicionados, cuando tropiezan con alguna desgracia, experimentan pena y dolor, como es natural e inevitable, y después se afligen, se lamentan y se obsesionan con la tragedia que les ha golpeado. Su reacción es como si inicialmente se les clavara una flecha corporal seguida luego por otra flecha mental; esta segunda flecha, más duradera y punzante, termina haciéndoles esclavos del sufrimiento. Los ecuánimes, por su parte, también sienten la pena y el dolor de las desgracias pero, sin afligirse ni lamentarse, pasan de largo por ellas. Ellos también sienten el dolor y la pena de la primera flecha y corrigen las cosas que sean remediables. A diferencia de los condicionados, la segunda flecha no hace blanco en ellos y los ecuánimes nunca se convierten en esclavos del sufrimiento”.
Esta segunda flecha —la que no se clava en los ecuánimes— describe el sufrimiento que el Buda se propone acabar. La segunda flecha incluye todas las insatisfacciones humanas, desde las preocupaciones imaginarias y los bajones de ánimo hasta las amarguras más intensas y dañinas. Ajaan Maha Bua, un monje budista tailandés, lo expresa bellamente en nuestra segunda metáfora: “Sufrimiento es todo lo que nos arruga el corazón”. La opresión que nos ponen las cosas “arrugadoras” determina la intensidad de nuestro sufrimiento.
Hay segundas flechas que parecen carecer de primer dardo o lo tienen escondido. De aquí surge la tercera metáfora cuyo origen se pierde en el tiempo: “En su peregrinación dos monjes Zen llegan a algún sitio empantanado donde una bella joven no se atreve a cruzar por no ensuciar su traje de seda. El monje mayor, sin pensarlo dos veces, levanta a la mujer en sus brazos y la baja tan pronto alcanzan la otra orilla. Tras varias horas de caminar sin pronunciar palabra alguna, el monje más joven rompe su silencio: ‘¿Cómo se atrevió usted a tocar a esa mujer tan hermosa?’ ‘Yo la solté tan pronto crucé el pantano’, respondió el veterano monje. “Usted todavía la lleva cargada’”.
La segunda flecha que nos pincha, el apremio que nos arruga el corazón y la carga que no logramos soltar son el sufrimiento del budismo. Si la palabra “sufrimiento” no la encontramos suficientemente descriptiva de los estados mentales allí asociados pues utilicemos entonces… “dukkha”. Su denominación es secundaria, diría Borges; su eliminación es lo verdaderamente importante, diría el Buda.
Gustavo Estrada
Autor de Hacia el Buda desde el occidente
sábado, 23 de abril de 2011
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