El tamaño de mi ego (y del ego de cualquier persona) es, además de variable, extremadamente difuso. El ego no es una entidad con límites, bordes o marcos de referencia; tampoco tiene peso, masa o volumen, ni hay metros, básculas o probetas graduadas que puedan dimensionarlo. La parte visible, audible y perceptible de mi ego está conformada por su expresión, por las actuaciones que él programa para que yo ejecute, esto es, por mi comportamiento físico y emocional. La parte invisible, silenciosa e imponderable, la que yo llevo y siento en mi interior, la constituyen todas las codificaciones cerebrales de lo que me identifica, caracteriza y diferencia, de lo que es mío (versus lo que es ajeno), de lo que yo soy (versus lo que son los demás). De esta identificación y de esta delimitación —del miedo a no ser y del miedo a perder lo que es mío— provienen los apegos y los fastidios, las ansias y los rechazos, las compulsiones y las aversiones, las adicciones y las fobias, las pasiones y los odios; en menos palabras, desde allí se origina el sufrimiento emocional que la psicología budista reconoce como una característica de la naturaleza humana.
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No es posible medir el ego de nadie. De hecho, no se puede dimensionar ningún fenómeno mental, sea un sueño, un pensamiento o una emoción. Se puede hablar de un sueño más vívido que otro, un pensamiento más claro que otro, una emoción más fuerte que otra. En los tres casos, las primeras situaciones utilizan más neuronas que las segundas. Y esto es todo lo que se puede decir del tamaño de los eventos mentales. No hay duda, eso lo sabemos, que hay egos más grandes que otros; todos conocemos a alguien cuyo ego no cabe en su despacho y frecuentemente requiere de un vehículo grande para transportarlo.
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Existen numerosas pruebas que buscan cuantificar o, al menos, calificar las tendencias innatas y los comportamientos demostrados. Tales mediciones, sin embargo, apenas cubren características específicas del individuo, tales como religiosidad, disciplina, generosidad, introversión o gula, y siempre lo hacen en cifras porcentuales con respecto a la muestra total (nunca en valores absolutos). Pero ni siquiera con porcentajes se puede estimar la dimensión del ego; no obstante, un atributo que va de cero en un recién nacido hasta un cierto nivel en un adulto ha de tener una magnitud.
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A pesar de la imposibilidad de medirlo, el tamaño del ego no es constante. Justamente su elasticidad —la capacidad que tiene el «propietario» del ego de disminuirlo y de llevarlo a una expresión mínima— es la que abre la puerta a la posibilidad de disminuir el sufrimiento. De aquí proviene la creciente importancia que está adquiriendo la psicología budista en el tratamiento de desórdenes como los comportamientos compulsivos, las fobias, la depresión y la dificultad de concentración. El dolor físico es muchas veces inevitable; el sufrimiento emocional, en cambio, siempre es opcional. La existencia del sufrimiento es un hecho que todos presenciamos o vivimos; la perspectiva de eliminarlo es lo que lo convierte en opcional. Esto, incluyendo la forma de cómo hacerlo, es lo que enseñó el Buda.
Gustavo Estrada
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martes, 30 de septiembre de 2008
El Tamaño del Ego *
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