En aquel entonces «el mundo era tan reciente que muchas cosas todavía carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo». Así, con esta imaginativa metáfora, califica Gabriel García Márquez la lejanía inmemorial del comienzo de sus Cien años de soledad. De manera similar, el dedo erudito moderno señala que el Buda —el Maestro, el Sabio de Sakya— fue agnóstico y fue pragmático muchas centurias antes de que los tales vocablos se filtraran en los idiomas en el siglo XIX, tras ser acuñados respectivamente por el biólogo inglés Thomas H. Huxley y el filósofo norteamericano Charles S. Peirce.
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Bastan dos párrafos, que aparecen en varios discursos del Maestro, para corroborar esta aseveración. El primero, el objetivo resumido de sus Enseñanzas, lo repite el Buda centenares de veces cada vez que se refiere a sus cuatro verdades nobles: «Sólo explico la realidad del sufrimiento, el origen del sufrimiento, la cesación del sufrimiento y el camino para llegar a la cesación del sufrimiento». El segundo forma parte de las respuestas que ofrece el Buda a un discípulo suyo cuando este le exige claridad sobre ciertas cuestiones etéreas como la eternidad o temporalidad del cosmos, la inmanencia o diferenciación entre cuerpo y alma, y la existencia o desaparición del Buda después de su muerte. Dice con respecto a ello el Sabio de Sakya: «En la discusión de hipótesis sobre asuntos sobrenaturales —sean estos la eternidad o infinitud del universo, la existencia o inexistencia del alma, la inmortalidad de esta o su desaparición, el renacimiento o la reencarnación— cualquier afirmación o negación en uno u otro sentido es solo un manojo de opiniones, un desierto de opiniones, una manipulación de opiniones que en nada conducen a la cesación del sufrimiento». En fin de cuentas, para el Maestro lo único que cuenta es la eliminación del sufrimiento y la especulación sobre cualquier cosa que no conduzca a ello es una pérdida de tiempo.
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Hablemos un poco de los dos términos que nos interesan. Agnóstico es aquel que reconoce la incapacidad humana para llegar a conclusiones definitivas sobre ciertas preguntas, particularmente aquellas de orden metafísico o teológico, cuya complejidad excede la capacidad de la razón humana. En vez de ingeniarse argumentos para apoyar un punto de vista en una u otra dirección, el agnóstico no niega ni confirma, no rechaza ni asevera, no gasta cerebro en lo que es lógicamente imposible de refutar o comprobar. El agnóstico se limita a decir: «Yo no sé».
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Un siglo después de Huxley y de ahí en adelante hasta el presente, docenas de científicos generosamente apoyados por la investigación moderna, comienzan a compartir la «cautelosa ignorancia» del biólogo inglés. Para neurólogos y antropólogos, la evolución del cerebro humano hasta llegar al prodigio actual del homo sapiens ha sido exclusivamente para la supervivencia de su dueño y no, de ninguna manera, para el entendimiento de las leyes del cosmos. Para los físicos como Steven Weinberg, Premio Nobel en 1979, la realidad de la materia y la energía resulta demasiado misteriosa hasta para los científicos más avezados. El ensamblaje del universo no ocurrió con la intención de que fuera comprendido por la mente humana y las ciencias, casi siempre materialistas, también terminan chocando eventualmente contra un muro que las obliga a ser agnósticas. La razón es simple: Existe una inmensa disparidad entre el problema y la herramienta; no se puede pintar un círculo rojo —la interpretación del cosmos— con un marcador azul —el cerebro humano—. El Buda, según el ex monje budista escocés Stephen Batchelor, es ciertamente agnóstico; el Sabio de Sakya, frente a todos los temas complejos, guarda silencio o se abstiene de formular hipótesis. (Por supuesto que el Buda no habla de física y este párrafo no implica que deba suspenderse la investigación).
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Refirámonos ahora al pragmatismo. El pragmatismo es la aproximación práctica a los problemas y los asuntos de la vida diaria; la verdad es aquello que funciona y que, por lo tanto, ha de tener consecuencias útiles. La teoría y la práctica no deben pertenecer a esferas diferentes. (Pragmático proviene del griego pragmatikos que significa «versado en asuntos de negocios»). Las Enseñanzas del Buda son pragmáticas, dice el erudito budista anglo-alemán Edward Conze, porque evitan las especulaciones y apuntan exclusivamente hacia los hábitos y las prácticas que conducen a la eliminación del sufrimiento. Las cuatro verdades nobles son las únicas verdades «absolutas»; de su comprensión y vivencia resultan el fin del sufrimiento y el despertar interior.
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¿Tiene algún propósito esta dicotomía? El Buda agnóstico resulta interesante para los racionales que desconfían de los creyentes y siempre se guían por los silogismos y la lógica. Pero es el Buda pragmático el que debe atraer a todos aquellos que solo buscan la eliminación del sufrimiento y prefieren una aproximación que deje de lado conceptos abstractos y proscriba creencias inútiles.
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Tengo la convicción de que las Enseñanzas del Maestro son más pragmáticas que agnósticas —en verdad el Buda no dice «no sé»—, aunque ambos adjetivos son calificativos adecuados para ellas. Pero también estoy seguro de que el Buda se reiría de cualquier intento que, como este, buscara catalogar su propuesta dentro de cualquier diccionario de filosofía. «Por favor, señores», —me imagino que diría— « esa discusión en nada contribuye a la eliminación del sufrimiento».
martes, 29 de julio de 2008
jueves, 10 de julio de 2008
¿Es natural la meditación?
Que un rasgo o una función sea natural significa que está determinado por la naturaleza, esto es, que se produce o presenta como resultado de las solas leyes o fuerzas de la misma y que es resultado de la evolución por selección natural. Para el ser humano son naturales, entre millares de características, la respiración, la alimentación, el lenguaje y el sexo. ¿Es natural la meditación? ¿Le proveyó a algún antepasado nuestro alguna ventaja de supervivencia el hecho de haberse sentado con los ojos cerrados para ponerse a meditar? O, de otra manera, ¿existe alguna mutación genética que indujo a algún homínido a meditar y, al hacerlo, favoreció su conservación como especie? La respuesta es negativa.
Comencemos por definir meditación. Para el Buda, quien sí sugiere que es una expresión de la naturaleza, la meditación es la aplicación del pensamiento para cultivar la serenidad y la sabiduría. Para el doctor Herbert Benson (1935- ), profesor médico de la Universidad de Harvard, la meditación es un ejercicio para apaciguar la mente que requiere de cuatro componentes: (1) un ambiente apacible, (2) una actitud pasiva, (3) una posición cómoda y (4) unos dispositivos mentales en los cuales se sostiene o se rota la atención por un período largo de tiempo (digamos de treinta a sesenta minutos). Los dispositivos mentales más utilizados en la meditación budista son la respiración, las sensaciones físicas de todo tipo y las partes del cuerpo.
No obstante, a pesar de la ausencia de componentes genéticos directos, la actividad mental involucrada en la meditación tiene similitud con la focalización que los ambientes salvajes le imponían a nuestros antepasados lejanos. Ellos eran vegetarianos y fueron presas de otras especies mucho antes de volverse carnívoros y convertirse ellos mismos en depredadores. Solo aquellos individuos que estaban atentos todo el tiempo, tanto a los movimientos de su cuerpo como a las señales de sus sentidos, lograron anticipar los constantes peligros que les acechaban. Fueron estos vigilantes permanentes quienes sobrevivieron lo suficiente para dejar descendencia.
Es fácil especular que en el camino de la selección natural se haya desarrollado una predisposición genética hacia la aplicación “vigilante” de la atención. En tal caso, nuestro cerebro sí tendría una inclinación natural para centrar la atención y existen razones adicionales para pensar que así sea, pues hay placer y satisfacción en el ejercicio de tal predisposición (posible herencia de la complacencia rutinaria de no ser cazado y engullido). Los vestigios de esta capacidad los utilizan en el mundo moderno los practicantes de las numerosas disciplinas de alto riesgo que demandan concentración absoluta en la tarea que se está ejecutando. Abundan los ejemplos: los deportes de alta velocidad, el equilibrismo y la acrobacia a grandes alturas, la tauromaquia, el montañismo en cumbres empinadas y el surfing sobre olas gigantescas. Una desviación mínima de la atención cuando se ejecutan estas faenas es causa cierta de azarosos accidentes; los peligros son enormes, permanentes e inesperados. No obstante, sus practicantes expresan un placer inverosímil en estas experiencias hasta el punto de convertirse en verdaderos adictos a las mismas.
Por otro lado, no hay comparaciones inmediatas que puedan hacerse entre las actividades comunes del hombre antiguo y los largos silencios e inacciones implicados en la meditación. En su quietud mental, el estar dormido (cuando no hay sueños o pesadillas) es la experiencia más cercana al ensimismamiento de la meditación; la frecuencia de las ondas eléctricas cerebrales desciende en ambos casos, pero es mucho más baja durante el sueño que durante la meditación. El grado de consciencia —total en el meditador, casi nulo en el dormilón— hace completamente diferentes las dos experiencias. En cualquier caso, es obvio que los milenios que antecedieron al descubrimiento del fuego y al invento del lenguaje debieron acostumbrar a nuestros prehistóricos antepasados, con un cerebro elemental que apenas pensaba, a permanecer despiertos, a oscuras, muy quietos y muy callados corporal y mentalmente, por millones de largas noches. La razón única de esta última especulación es convencernos de que el sosiego y el silencio de la contemplación meditativa no le son genéticamente extraños al hombre moderno.
Con estas consideraciones en mente, no puede decirse que la meditación —la sugerida por el Buda, la del yoga o cualquiera de sus versiones más recientes— está registrada en nuestra naturaleza. Pero tampoco es apropiado calificar como artificiosas o antinaturales a los ejercicios de la introversión mental, por más rara y exótica que mucha gente considere su práctica.
La meditación no es ni más ni menos natural que la gimnasia o el deporte. Nuestros lejanos ancestros corrían mucho y pensaban poco, caminaban a todas partes y carecían de poltronas, conseguían con gran esfuerzo físico su sustento y no tenían «sitio fijo de trabajo». El hombre moderno aquietó su cuerpo y agitó su mente. Para compensar la inactividad de lo primero, el Homo sapiens inventa el ejercicio con sus múltiples opciones; para aplacar la inquietud de lo segundo, desarrolla la meditación con sus numerosas variedades.
Comencemos por definir meditación. Para el Buda, quien sí sugiere que es una expresión de la naturaleza, la meditación es la aplicación del pensamiento para cultivar la serenidad y la sabiduría. Para el doctor Herbert Benson (1935- ), profesor médico de la Universidad de Harvard, la meditación es un ejercicio para apaciguar la mente que requiere de cuatro componentes: (1) un ambiente apacible, (2) una actitud pasiva, (3) una posición cómoda y (4) unos dispositivos mentales en los cuales se sostiene o se rota la atención por un período largo de tiempo (digamos de treinta a sesenta minutos). Los dispositivos mentales más utilizados en la meditación budista son la respiración, las sensaciones físicas de todo tipo y las partes del cuerpo.
No obstante, a pesar de la ausencia de componentes genéticos directos, la actividad mental involucrada en la meditación tiene similitud con la focalización que los ambientes salvajes le imponían a nuestros antepasados lejanos. Ellos eran vegetarianos y fueron presas de otras especies mucho antes de volverse carnívoros y convertirse ellos mismos en depredadores. Solo aquellos individuos que estaban atentos todo el tiempo, tanto a los movimientos de su cuerpo como a las señales de sus sentidos, lograron anticipar los constantes peligros que les acechaban. Fueron estos vigilantes permanentes quienes sobrevivieron lo suficiente para dejar descendencia.
Es fácil especular que en el camino de la selección natural se haya desarrollado una predisposición genética hacia la aplicación “vigilante” de la atención. En tal caso, nuestro cerebro sí tendría una inclinación natural para centrar la atención y existen razones adicionales para pensar que así sea, pues hay placer y satisfacción en el ejercicio de tal predisposición (posible herencia de la complacencia rutinaria de no ser cazado y engullido). Los vestigios de esta capacidad los utilizan en el mundo moderno los practicantes de las numerosas disciplinas de alto riesgo que demandan concentración absoluta en la tarea que se está ejecutando. Abundan los ejemplos: los deportes de alta velocidad, el equilibrismo y la acrobacia a grandes alturas, la tauromaquia, el montañismo en cumbres empinadas y el surfing sobre olas gigantescas. Una desviación mínima de la atención cuando se ejecutan estas faenas es causa cierta de azarosos accidentes; los peligros son enormes, permanentes e inesperados. No obstante, sus practicantes expresan un placer inverosímil en estas experiencias hasta el punto de convertirse en verdaderos adictos a las mismas.
Por otro lado, no hay comparaciones inmediatas que puedan hacerse entre las actividades comunes del hombre antiguo y los largos silencios e inacciones implicados en la meditación. En su quietud mental, el estar dormido (cuando no hay sueños o pesadillas) es la experiencia más cercana al ensimismamiento de la meditación; la frecuencia de las ondas eléctricas cerebrales desciende en ambos casos, pero es mucho más baja durante el sueño que durante la meditación. El grado de consciencia —total en el meditador, casi nulo en el dormilón— hace completamente diferentes las dos experiencias. En cualquier caso, es obvio que los milenios que antecedieron al descubrimiento del fuego y al invento del lenguaje debieron acostumbrar a nuestros prehistóricos antepasados, con un cerebro elemental que apenas pensaba, a permanecer despiertos, a oscuras, muy quietos y muy callados corporal y mentalmente, por millones de largas noches. La razón única de esta última especulación es convencernos de que el sosiego y el silencio de la contemplación meditativa no le son genéticamente extraños al hombre moderno.
Con estas consideraciones en mente, no puede decirse que la meditación —la sugerida por el Buda, la del yoga o cualquiera de sus versiones más recientes— está registrada en nuestra naturaleza. Pero tampoco es apropiado calificar como artificiosas o antinaturales a los ejercicios de la introversión mental, por más rara y exótica que mucha gente considere su práctica.
La meditación no es ni más ni menos natural que la gimnasia o el deporte. Nuestros lejanos ancestros corrían mucho y pensaban poco, caminaban a todas partes y carecían de poltronas, conseguían con gran esfuerzo físico su sustento y no tenían «sitio fijo de trabajo». El hombre moderno aquietó su cuerpo y agitó su mente. Para compensar la inactividad de lo primero, el Homo sapiens inventa el ejercicio con sus múltiples opciones; para aplacar la inquietud de lo segundo, desarrolla la meditación con sus numerosas variedades.
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