Los vocablos ‘ego’ y ‘espíritu’, definidos como
‘sentido de identidad’ y ‘alma racional’, respectivamente, tienen mucho más en
común de lo que parece a primera vista. El ego -la consciencia de ‘yo’, ‘mí’, ‘mío’
y ‘mismo’- es un término de psicología y de las religiones de la India; el espíritu
es una esencia individualizada y sobrenatural para casi todos los demás credos.
En los idiomas de los textos antiguos del budismo y el hinduismo, espíritu y ego
son una única palabra (‘attá’ en pali, ‘atman’ en sánscrito) con los dos significados
(como ‘to be’ en inglés que, según la frase, se traduce como ‘ser’ o ‘estar’).
El ego, el resultado de un súper-complejo software
neuronal, es el proceso mental por el cual un individuo sabe quién es él y
quiénes son los demás. El ego, para el budismo, es un compuesto de cinco
agregados -el cuerpo, las sensaciones, las percepciones, los condicionamientos mentales
y los conocimientos- que en conjunto nos crean la ilusión de una individualidad
autónoma. El espíritu o alma, para otras religiones, es una entidad sobrenatural
independiente, dotada de razón, que de alguna forma nos sobrevive después de la
muerte.
El ego como fenómeno mental es el precursor del alma como
creencia; el alma es el ego eternizado o, mejor aún, es el ego auto-eternizándose.
El alma es pues una creación del ego; su eternidad ficticia es tanto la
extrapolación mental del instinto de supervivencia codificado en nuestros genes
como el apaciguamiento del terror a la muerte mediante la negación de nuestra
transitoriedad.
La historia del alma es casi tan antigua como la del ser
humano. Las tumbas del Valle de los Reyes en el Alto Egipto, que datan de
treinta y cinco siglos atrás, son gigantescos monumentos a nuestra ilusión de
inmortalidad. Allí fueron sepultados docenas de faraones, con las pertenencias
que utilizarían en sus vidas posteriores (y con familiares y sirvientes como
acompañamiento opcional).
El Buda, sin embargo, enfatiza que carecemos de esencias inmortales.
Dice el Sabio: “El cuerpo, las sensaciones, las percepciones, los condicionamientos
mentales y los conocimientos deben ser considerados, individual y
colectivamente, como algo que no es mío, algo que no soy yo, algo que no contiene
un espíritu autónomo”. La mezcla de ingredientes temporales no puede conducir a
un compuesto eterno.
El sentido de identidad es fruto de la evolución por
selección natural para la supervivencia individual y la de la especie. En el
ensamblaje neuronal del ego, sobre todo durante nuestros primeros años,
codificamos incontables condicionamientos negativos y prejuicios innecesarios que
inflan nuestro yo. Cada que nos apegamos a algo, adquirimos un habito insensato,
desarrollamos un temor infundado o adoptamos una creencia ilógica estamos abultando
el ego.
Volvamos ahora al espíritu. Cuando muchacho, en mis
clases de historia sagrada, siempre me extrañó la frase con la cual Jesús de
Nazaret abre su bellísimo Sermón del monte: “Bienaventurados los ‘pobres en
espíritu’, porque de ellos es el reino de los cielos”. “¿Qué es pobreza en
espíritu?”, pensaba yo.
Según eruditos modernos, pobre en espíritu se refiere a pobre
en ego, alguien humilde de ego disminuido. Tal explicación alinea a la primera
bienaventuranza de Jesús con la ilusión del ego que establece el Buda. Dice
Juan Pablo II en una homilía del año 2000: “Los pobres en espíritu son aquellos
cuyos corazones están libres de prejuicios y condicionamientos". (Esta frase
bien podría haber sido pronunciada por el Buda). Y agrega el recién santificado
pontífice: “La adhesión a la voluntad divina supone el desapego coherente de sí
mismo”, esto es, el desprendimiento del ego.
La interpretación neo-cristiana de la primera
bienaventuranza recomienda pues el desapego de nuestra identificación a través
de la aceptación de la voluntad de Dios. El Buda, por su parte, sugiere la reducción
del ego mediante la práctica de la meditación de la atención total.
En
este orden de ideas, los seguidores de Jesús que ‘empobrezcan su espíritu’ entrarán
al reino de los cielos; los seguidores del Buda que disminuyan sus egos abrirán
su mente para que les llegue espontáneamente la armonía interior. Las dos alternativas,
en apariencia contradictorias, se tornan equivalentes cuando nos percatamos de
que cielo e infierno están ambos aquí en la tierra.Gustavo Estrada
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Atlanta, Mayo 2. 2014