viernes, 18 de diciembre de 2009

¿Estuvo Jesús en la India?

Hay muchas incertidumbres en la cronología de la vida de Jesús. Los estudiosos del tema consideran que su nacimiento debió ocurrir entre los años 6 y 4 antes de la Era Común (escribir “antes de Cristo” suena contradictorio: “antes de Él mismo”) y que su crucifixión pudo ser entre los años 29 y 36. La predicación de su doctrina la inició hacia sus 30 años y la edad más aceptada para su muerte es 33. Estas fechas no son, sin embargo, la parte más imprecisa de la vida del Salvador; del período transcurrido desde su visita al templo de Jerusalén cuando era aún un niño hasta su bautizo en el río Jordán, unos 18 años después, los evangelios canónicos guardan un silencio absoluto.
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¿Qué hizo Nuestro Señor durante todo ese largo tiempo? Abundan las especulaciones y vamos aquí a comentar una de las más comunes. Desde mediados del siglo XIX diversos autores, buscando respaldo para algunas similitudes entre budismo y cristianismo, han desarrollado la hipótesis de que en ese lapso Jesús pudo haber visitado el norte de la India para estudiar las Enseñanzas de Siddhattha Gotama, el Buda. Más recientemente, ya hacia finales del siglo XX, Elmar Gruber y Holger Kersten, dos escritores alemanes, sostienen que Jesús sí se familiarizó con las doctrinas budistas pero que ello ocurrió en la misma Judea, sin necesidad de viajar al oriente, a través de los Terapeutas, un grupo de practicantes del budismo teravada que alcanzó a extenderse hasta las costas del Mediterráneo. La escuela principal de esta secta se encontraba en Alejandría y su existencia aparece referenciada en registros históricos de comienzos del siglo I.
Yo no creo que Jesús haya estado en la India o no, por lo menos, estudiando budismo. Es cierto que hay algunas similitudes en algunos aspectos figurativos de las biografías de Jesús de Nazaret y Siddhattha Gotama. Estas coincidencias incluyen eventos tales como la concepción metafórica de sus madres con la presencia de un animal (una paloma en el caso de María, un elefante en el caso de Maya), las tentaciones del demonio que enfrentaron ambos sabios, y los extraños fenómenos celestiales que sucedieron en sus nacimientos y en sus muertes. Pero estos elementos no son doctrinarios y las diferencias de sus biografías son, por supuesto, mucho mayores.
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Como sistemas religiosos, el budismo y el cristianismo son demasiados distintos, particularmente en su posición con respecto a la realidad o inexistencia de entidades metafísicas. Si bien es cierto que hay una razonable afinidad de las normas que en las dos doctrinas regulan la bondad o la malicia de las acciones humanas —no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no mentirás—, los mandamientos cristianos, que Jesús enfatizó repetidamente en sus sermones, son de origen judío; cronológicamente los mandamientos judeocristianos anteceden a los preceptos budistas en casi un milenio y a la época misma de Jesús en más de catorce centurias.
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En donde sí coinciden el Cristo y el Buda es en sus mensajes de amor y no-violencia, que tanto divulgan los medios y que nosotros apenas profesamos según las conveniencias. “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” y “amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen”, predicó Jesús. “Mantened una mente libre de codicia, de aversión y de violencia” y “que todos los seres vivan en paz, libres de avaricia y libres de odio”, dijo Siddhattha Gotama.
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La comprobación de si Jesús estuvo o no en la India o de si hubo o no influencia budista en la doctrina original cristiana es entonces secundaria. Lo verdaderamente importante sería nuestra adhesión sincera a los mensajes de respeto, de paz y de tolerancia que nos legaron los sabios. Ellos, los mensajes, siempre serán apropiados para las festividades de la venida de Jesús al mundo en el solsticio de invierno; para las conmemoraciones del nacimiento, la iluminación y la muerte del Buda en la primera luna llena de primavera… y, por supuesto, para la celebración cotidiana de nuestro devenir cósmico.

Gustavo Estrada*
gustrada@yahoo.com
*Autor de Hacia el Buda desde el occidente

sábado, 5 de diciembre de 2009

¿Existe la felicidad?

Vaga y etérea es la felicidad. Los creyentes la buscan en el premio que otorgan seres espirituales; los avaros, en los bienes terrenales; los románticos, en el sendero del amor; los filósofos, en la sabiduría de la naturaleza; los artistas, en la belleza que les inspira…
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Los biólogos investigan la felicidad en los diseños genéticos; los neurólogos, en las imágenes computarizadas de las áreas del cerebro donde tal vez se programa; los psicólogos cognitivos, los más sofisticados de todos, sugieren que la felicidad sería una consolidación cerebral de las vivencias que, como la salud, la alimentación, el emparejamiento y la seguridad, favorecieron nuestra supervivencia en los ambientes hostiles donde evolucionamos milenios atrás. ¡Qué horror! Si no sé lo que yo busco ¿cómo lo voy a encontrar?
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El consenso desprevenido de la gente considera que la felicidad ha de ser duradera y más o menos permanente. La Real Academia Española parece estar en desacuerdo: “La felicidad es el estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien o el logro de un deseo”; los bienes son transitorios, los logros son fugaces, luego la felicidad es efímera. Más preciso me parece, para cerrar la lista de propuestas, el canta-autor argentino Atahualpa Yupanki, cuando dice que “la felicidad es un conjunto infinito de cuartos de hora”; usted será tan feliz, agrego yo, como cuartos de hora logre vivir contento.
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La felicidad es pues ilusoria y yo desde hace tiempo me cansé de perseguirla. De acuerdo con el antropólogo y psicólogo norteamericano Donald T. Campbell, “la búsqueda deliberada de la felicidad es la receta segura para una vida miserable”. Por eso me gusta más la palabra “armonía”, la congruencia de nuestros factores físicos, mentales y emocionales que nos permite estar ecuánimes aún en la presencia de situaciones difíciles. ¿Qué opina usted?
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Son varias las razones que respaldan mi preferencia. En primer lugar, a diferencia de la felicidad, la armonía no depende de cosas externas y conlleva, además de la calma interior, la conformidad con todo lo que nos rodea. En segundo término, la armonía sí puede y ha de ser permanente pues, en las adversidades inevitables, incluye la aceptación del sufrimiento y la ansiedad. Por último, la armonía es un estado natural y tiene más que ver con desistir de hacer cosas que con andar persiguiendo metas. “No se mueva tanto que usted ya está ahí”, escribió un maestro del Zen.
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Años atrás, cuando yo aún creía en técnicas infalibles, pensamiento positivo y talleres renovadores, alguien me aseguró haber conocido al maestro oriental que sabía todas las respuestas. Sin pensarlo dos veces, me fui donde el mercadeado vidente tan pronto como me fue posible y, más rápido aún, me di cuenta de sus artimañas (que incluían turbante, media luz y veladoras). Pagados ya los “honorarios” ¡qué caramba! por varios minutos le seguí la corriente al adivino. Él debió advertir mi escepticismo burlón porque me interrogó con tono solemne: “¿Qué busca usted, señor?”. “Armonía”, contesté yo sin titubear. Y en su respuesta el charlatán tuvo un destello de sabiduría que pagó varias veces mi consulta: “Cuando alguien busca la armonía interior, la está perdiendo”.
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Cada quien tiene su propio juicio acerca de qué es y de si existe o no la felicidad. Por supuesto que nunca alcanzaremos acuerdo. Si usted se inclina por hacerle caso a mi charlatán y suspende su búsqueda, quizás descubra un estado mental especial de ecuanimidad. ¿Armonía? ¿Felicidad? ¿Paz? La denominación no es importante. O tal vez prefiera continuar su viaje, como lo recomienda T. S. Elliot. El poeta norteamericano va más allá y también le anticipa lo que usted ha a encontrar: “No debemos detener nuestra exploración; el final de la búsqueda será el retorno al punto de partida para que, por primera vez, lo conozcamos”.

Gustavo Estrada
Autor de HACIA EL BUDA DESDE EL OCCIDENTE