viernes, 3 de octubre de 2014

¿Por qué es tan difícil meditar?



Existen docenas de técnicas pero, en su versión más simple, el cómo de la meditación se explica en un dos por tres: (1) fijar la atención en la respiración y en las sensaciones corporales, (2) cerrar los ojos y (3) sentarse quieto, cómodo y callado. No obstante esta extremada sencillez y a pesar de sus numerosos beneficios, muchas personas consideran que la meditación es demasiado compleja. ¿Por qué es tan difícil meditar?

Hay buenas razones del lado de los reacios a la práctica. Focalizar la atención es una tarea complicada pues nuestro cerebro parece estar más diseñado para rodeos y ruidos mentales que para quietud y silencio. Michael Kane de la Universidad de Carolina del Norte encontró en un estudio efectuado en 2007 que, en promedio, el treinta por ciento de nuestro horario despiertos estamos pensando en cosas diferentes a las que estamos haciendo. Y en otra investigación del mismo año, Jonathan Schooler de la Universidad de British Columbia en Vancouver concluyó que aún durante la lectura, actividad esta de alta concentración, divagamos entre el quince y el veinte porciento del tiempo.  

Dado pues que pasamos tanto rato “elevados”, los científicos han resuelto meterle muela fuerte al asunto y, como en todas las pesquisas de la psicología moderna, la tecnología de imágenes se ha convertido en su principal aliada. El mismo Schooler y otro grupo de investigadores, utilizando escáneres de resonancia magnética, han encontrado que durante la distracción mental se activan dos regiones específicas del cerebro que pertenecen a redes neuronales diferentes. La primera, que se encuentra en la corteza frontal, es el sistema ejecutivo de control; la segunda, más dispersa en la anatomía cerebral, se conoce como la red por defecto (default network).

La activación de estas regiones es variable e inestable y depende mucho de la “magnitud” de las divagaciones. Asociando las imágenes obtenidas con los estados reportados por los participantes durante los escáneres, se han encontrado dos niveles de intensidad en las distracciones. En el primero, los participantes son parcialmente conscientes de que están elevados y mantienen el hilo de lo que están haciendo; en este caso la actividad neuronal predominante ocurre en la red del sistema ejecutivo de control. En el segundo nivel, los distraídos ni siquiera se dan cuenta de su embeleso —Schooler dice que están “fuera de la zona”— y la actividad neuronal es mayor en la red por defecto.

Los dos niveles de distracción son fácilmente reconocibles durante una rutina bastante común de la meditación zen. La práctica consiste en el conteo de las respiraciones, por ejemplo de uno hasta diez repetidamente, con el único propósito de centrar la atención y “espantar” las distracciones. Como estas son inevitables, el meditador pierde a cada rato la cuenta. Si él o ella se persuaden de la equivocación en el instante mismo de su ocurrencia, significa que todavía se hallan en el primer nivel. Si, por el contrario, el error es más duradero —digamos que el conteo llega hasta catorce—, es porque la persona ya se salió de la zona.  

Buena parte de nuestra vida “despiertos” se mueve bajo “piloto automático” y cierto grado de distracción no solo es tolerable sino que puede llegar a ser conveniente. Algunos psicólogos sostienen que los instantes de creatividad —los momentos “eureka”— surgen de la red por defecto, cuando nos encontramos completamente ensimismados y fuera de la zona. Pero si lo que se nos cuela permanentemente en la cabeza son rencores, obsesiones, riñas mentales, pánicos u otros sentimientos negativos, entonces entramos en el territorio de los desvaríos dañinos. Allí es donde ayuda la meditación; en definición del mismo Buda, la meditación es la purificación de la mente.

¿Por qué entonces no medita más la gente? Las respuestas comunes, como era de esperarse, poco tienen que ver con la fisiología cerebral que acabamos de describir. Las explicaciones incluyen “no me puedo concentrar”, “tengo demasiadas problemas en la cabeza”, “mi mente está en otra parte”, “no puedo quedarme quieto por tanto rato” y otras cosas por el estilo.
Estas disculpas, bien ingeniadas para sacarle el cuerpo a la meditación, son justamente razones valederas para que todo el mundo se sentara frecuentemente, con ojos cerrados y actitud pasiva, a simplemente observar el flujo de su respiración y las sensaciones que recorren su cuerpo. Poco a poco, con la práctica continua y disciplinada de esta sencilla rutina, se nos apaciguaría la mente y se amansarían las divagaciones desbocadas.

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