viernes, 29 de marzo de 2013

De la fe a la violencia

La distancia entre la adhesión firme y bien intencionada a creencias insensatas y el uso de la fuerza para imponerlas a terceros es más corta de lo que nos imaginamos. Con sobrada razón, los pacifistas de algunas religiones juzgan como fanáticos irracionales a los adeptos de otras cuando estos delinquen en favor de su causa. No obstante, estos mismos pacifistas rehúsan aceptar que en sus propias creencias ficticias yace escondida la semilla de la violencia.

El terrorismo islamista es el que más dolor ha causado a la humanidad (y a este columnista) en las décadas recientes. “¡Qué barbaros fanáticos!”, clamamos quienes nos educamos en la cultura católica. Debemos, sin embargo, observar detenidamente nuestras creencias y ver cuánto hay en nosotros mismos del fanatismo ajeno.  Acudo para explicarme a dos relatos, desconectados entre sí, que me contaron mis padres en mi adolescencia.

Mi madre en su juventud conoció en Tuluá (Valle) a un devoto y apacible joven católico. Su nombre, León María Lozano, fue mucho menos conocido que su alias, el Cóndor, con el que años después se hizo tristemente célebre durante la violencia política colombiana del siglo pasado. Dadas la alucinada interpretación de sus convicciones religiosas y su adhesión incondicional al partido conservador, los dirigentes políticos de su pueblo no requirieron de mucho esfuerzo para que el ‘bondadoso cristiano’ participara sanguinariamente en el exterminio de ciudadanos liberales; la destrucción de librepensadores ateos bien cabía dentro de los mandamientos de la Ley de Dios y de las reglas de su religioso partido.

El otro evento lo contaba mi padre sobre algo que escuchó directamente de un sectario sacerdote en Ansermanuevo (también en el Valle). Según este ‘pastor’, asesinar liberales sí era pecado contra el quinto mandamiento pero tal falta apenas llegaba a pecado venial y, por lo tanto, no necesitaba confesión.

Historias semejantes abundaron en Colombia; refiero estas dos porque me fueron cercanas. En la violencia colombiana, hubo muchos destacados políticos y educados prelados que interpretaron a su amaño las doctrinas de su preferencia para manipular a sus ignorantes seguidores y perseguir a quienes entorpecían sus desmedidas ambiciones.

El fanatismo, por supuesto, no solo se fundamenta en hipótesis metafísicas. Nunca vi tantas efigies de santos como las que se exhibían de ‘San’ Vladimir Lenin en el Moscú que visité en 1974. Según los comunistas, la transformación económica y el progreso solo se consiguen a través de la lucha de clases y esta lucha solo termina cuando desaparecen las diferencias sociales. La sociedad sin clases es el cielo de los camaradas; los fracasos rotundos y continuados de numerosos regímenes comunistas no les alteran en nada la percepción de sus erróneas doctrinas. El advenimiento al edén marxista terrenal es similar a de los imaginarios paraísos islámicos; todo es lícito y tolerable en el viaje celestial de la extrema izquierda, incluidos el odio y la violencia.

Fueron muchos los sacerdotes que empuñaron las armas en su lucha contra la desigualdad social. “El amor al pueblo lo aprendí en el evangelio; no debemos perder en escaramuzas lo que podemos ganar en batallas,” escuché de boca del padre Camilo Torres, dos años antes de echarse un fusil al hombro y morir en su primer encuentro con el ejército. El brillante y confundido sacerdote nunca alcanzó a matar a alguien… Pero estaba dispuesto a hacerlo.

Las creencias sectarias irracionales son el comienzo del terrorismo y la violencia. Jamás los seres humanos nos iremos a la guerra en defensa de las leyes de Newton o del teorema de Pitágoras; si, en cambio, mataremos por nuestra lealtad a un dios, el color de un trapo o la resonancia de una consigna.
No hay diferencia alguna entre un prelado terrorista como el de Ansermanuevo y un clérigo musulmán que incita a la guerra santa. Ambos son firmes creyentes en hipótesis cuyo único soporte es la fe ciega, ambos justifican la violencia… Y ambos consideran reales a seres mitológicos como el arcángel Gabriel.

Gustavo Estrada



miércoles, 20 de marzo de 2013

Consejos bondadosos e inútiles


El objetivo principal de la meditación de la atención total es el desarrollo de nuestra facultad de permanecer conscientes de nuestro cuerpo, nuestras sensaciones y nuestros estados mentales. Cuando esto ocurre en nuestra vida diaria, la armonía interior surge espontáneamente y todos los demás beneficios de la meditación –mejor salud, menos estrés, superior desempeño, amable temperamento- son subproductos de su práctica constante. ¿Existen alternativas a la meditación de la atención total que también favorecen la armonía interior? No parece ser así o, al menos, no con el mismo nivel de certeza. 

Todos tenemos allegados que son lectores constantes de libros y revistas de ‘psicología popular’, devotos de algún inspirado misionero, o asiduos oyentes de programas motivacionales. Qué no se nos ocurra hablar frente a ellos de problemas emocionales o mostrar mal carácter en su presencia porque tendremos terapeuta gratuito para rato. Nuestro amigo nos explicará en detalle sus infalibles teorías del éxito o nos describirá con pormenores la aproximación de moda en superación personal.  

Miremos algunas recomendaciones comunes que, para abrir espacio a la armonía interior, hacen estos expertos; usted tal vez las ha escuchado recientemente. La primera sugerencia, bastante repetida por cierto, es “viva el presente, amigo”. Ocurre, sin embargo, que nuestro cerebro no percibe el tiempo; nuestro cerebro construye el tiempo -pasado, presente y futuro- porque nos resulta conveniente para nuestra supervivencia. “El tiempo no está fuera de nosotros, ni es algo que pasa frente a nuestros ojos como las manecillas del reloj: nosotros somos el tiempo y no son los años sino nosotros los que pasamos”, escribe el Nobel mexicano Octavio Paz.

Nuestro presente es nuestro cuerpo, nuestras sensaciones y nuestros estados mentales. Cuando estamos atentos a los movimientos y posturas del cuerpo, a las sensaciones y a nuestros estados mentales, nos encontramos en el presente. La experiencia del presente es el resultado de la atención total y no de una decisión consciente como dar un paseo por el parque o sentarme a ver el noticiero.

El segundo bondadoso y común consejo es “fluya con la vida, sea espontáneo” No podemos ser espontáneos cuando actuamos desde nuestros condicionamientos. Si los deseos desordenados, las aversiones o las opiniones sesgadas están en control, estos condicionamientos toman todas nuestras decisiones sin que siquiera nos demos cuenta; por ello no logramos detener la cuchara aún cuando estamos repletos. Podemos ser espontáneos solo cuando actuamos desde una mente cuyos condicionamientos han sido silenciados por la meditación; solo así fluimos con la vida.  Es imposible ser espontáneo a propósito.

Una tercera exhortación, tan magnánima como inservible, es “acepte las cosas tal como son”. Lo que nos bloquea la aceptación de la realidad son, por un lado, los deseos de cosas que nos faltan o que poseemos pero de las cuales queremos más y, por el otro, las aversiones hacia cosas reales o imaginarias que nos rodean. Aceptación es la ausencia de deseos desenfrenados y de aversiones incontrolables. A medida que la atención plena nos aplaca los condicionamientos, reconocemos la realidad tal como se nos presenta. No podemos admitir, a punta de fuerza de voluntad y sentido común, algo que nuestros condicionamientos dañinos están rechazando.

Los comentarios anteriores no significan que debemos siempre rechazar los bien intencionados consejos de los amigos; ellos tratan de transmitirnos mensajes estimulantes que podrían hacernos sentir mejor o nos ayudarían a ser más amables, tranquilos o saludables. Si ponemos una sonrisa en nuestro rostro, nos sentiremos en verdad mejor que cuando andamos con el ceño fruncido.

Sin embargo, las lecciones de serenidad no sustituyen la meditación de la atención total como la técnica más efectiva para permitir el florecimiento de la armonía interior en nuestras vidas. Sí, en cambio, tales recomendaciones distraen una determinación que deberíamos gastar sentándonos con los ojos cerrados a observar la respiración.
 

Gustavo Estrada
Autor de Hacia el Buda desde el occidente
http://innerpeace.sharepoint.com/Pages/default.aspx

domingo, 10 de marzo de 2013

Meditación y oración

La meditación y la oración, en sus numerosas variaciones, tienen enfoques comunes y componentes diferentes: Se asemejan en los aspectos procedimentales y se separan en sus propósitos. Mientras los meditadores generalmente buscan mejorar su bienestar o apaciguar su mente, los rezadores casi siempre suplican algún favor o agradecen otro ya recibido. No obstante, a medida que sus formalismos se simplifican y sus expectativas se aminoran, los ejercicios tienden a asemejarse.
 Tanto para meditar como para rezar, los practicantes buscan un lugar tranquilo y adoptan una actitud pasiva. Mientras que la meditación demanda posturas cómodas, la posición del cuerpo durante la oración no es siempre confortable, pudiendo llegar a ser molesta o desagradable.
Meditación y oración utilizan por igual ayudas especiales –mantras, rosarios, cánticos, figuras, etc.- para sostener la atención o fomentar la introspección; los detalles de estas ayudas conllevan diferencias considerables. Hablemos un poco de ambos hábitos.
Mi encuentro con la meditación fue en mis primeras lecciones de hatha yoga hace ya casi cuatro décadas; la sesión de meditación se efectuaba en los últimos quince minutos de cada clase, una vez se habían completado los ejercicios rutinarios. Después, por muchos años y por mi cuenta, hice meditación yoga siguiendo diversas guías. En una sesión típica, yo repetía mentalmente un mantra sánscrito, recibido del gurú hindú de mi escuela; para el conteo de mis repeticiones utilizaba una mala, una sarta de ciento ocho cuentas, que debía recorrer veinte veces.
En cuanto a la oración, recé con mi madre desde que tengo memoria. El rosario en familia, con sus tres mantras -avemarías, padrenuestros y gloriapatris- era un ritual diario de mi casa paterna. La mala que utilizaba mi progenitora era una camándula que había sido bendecida por Pio XII. (Curiosamente el rosario católico tiene cincuenta y cuatro cuentas, exactamente la mitad de la mala hindú).
El Día de la Santa Cruz rezábamos Los mil jesuses. El mantra Jesús se coreaba mil veces y al lado del Crucifijo se colocaba un símbolo de lo que se estuviera pidiendo en el rezo, fuera un puñado de arroz para asegurar la alimentación o el anuncio de un concesionario de vehículos, si lo que se imploraba era un auto. Mi madre aseguraba que la Santa Cruz era un ritual muy efectivo pues siempre disfrutamos de suficiente comida y de un carro donde cabían, no sé cómo, dos adultos y hasta ocho muchachos.
Tanto la meditación como la oración tienen versiones más sencillas. En la meditación de la atención total el practicante se dedica solo a observar su respiración o sus sensaciones, sin mantras, rosarios, cánticos o figuras. En la oración mental de Santa Teresa tampoco hay mantras, rosarios o cánticos pero aquí sí es fundamental la figura de Jesús.
En ninguna de las dos simplificaciones el practicante persigue beneficio alguno y en ambas el silencio mental es importante; este silencio despeja  espacio para armonía interior en la meditación de atención plena, y abre el corazón a Jesucristo en la oración mental. En sus trances extáticos, por supuesto, la santa de Ávila podía ver a Jesús pues Él era, en el estado alterado de consciencia que ella alcanzaba, la proyección del contenido de su mente; los místicos de otras religiones pasan por fenómenos equivalentes cuando rezan a sus correspondientes profetas o deidades.   
Cuando dejamos de lado nuestras creencias, la meditación y la oración silenciosa y desinteresada se aproximan todavía más. Sören Kierkegård, el teólogo cristiano del siglo XIX, escribe que “la oración es el sometimiento silencioso de nuestra totalidad ante Dios porque no es claro para mí ninguna otra forma de rezar”.
Concuerdo con el filósofo danés pero encuentro su definición un tanto retórica y verbosa.  Prefiero la simplificación magistral que de la misma frase hace Gonzalo Gallo, el escritor colombiano: “Rezar es callar para que Dios nos hable”.  La oración, descrita con estas ocho palabras, es casi sinónima de la meditación de la atención total.

Gustavo Estrada
Autor de Hacia el Buda desde el occidente
gustrada1@gmail.com