lunes, 19 de noviembre de 2012

¿Por qué es tan difícil cambiar de opinión?


Las opiniones sesgadas son creencias excluyentes e ideologías intolerantes, más emocionales que lógicas, a las que nos apegamos como si fueran bienes materiales. Quienquiera que se atreva a ‘quitárnoslas’, intentando convencernos de algo diferente o cuestionando nuestro pensamiento, tendrá que vérselas con nosotros.
Las opiniones sesgadas se codifican en el cerebro y se convierten en parte de nuestro ego; ellas deterioran la calidad de nuestros análisis mucho más que las imprecisiones en la información o las debilidades en el raciocinio. “El hallazgo de la verdad está más obstaculizado por los prejuicios y las opiniones preconcebidas (que obnubilan el entendimiento) que por las apariencias engañosas (que dan credibilidad al error) o las limitaciones en la capacidad de razonar (que llevan a conclusiones falsas)”, dice el filósofo alemán Arthur Schopenhauer.
La información deficiente es la carencia de los datos requeridos para cualquier análisis, bien sea porque están incompletos o los que tenemos están errados. Si sumamos cifras incorrectas, el total estará equivocado. La insuficiencia o debilidad de raciocinio (sea por cerebros escasos o deficientes, o por limitaciones de tiempo) es la aplicación inadecuada de la lógica. Si la matemática es incoherente, los resultados serán erróneos; si evaluamos información perfecta con procedimientos equivocados, las deducciones carecerán de valor.
El efecto dañino de las opiniones sesgadas es aún mayor que el de los datos erróneos o la lógica deficiente. Una revisión metódica de los datos y los procedimientos utilizados en un estudio, sea por las mismas personas que lo efectuaron o por terceros, detectará con facilidad cualquier anomalía.
No ocurre lo mismo con las posturas sesgadas; estas nos impiden no solo el reconocimiento de nuestras falacias sino la aceptación de sugerencias correctivas. Cuando hay prejuicios, ‘correcto’ es exclusivamente aquello que coincide con nuestro punto de vista.
Reconociendo el peligro de las ideologías, el ex presidente Bill Clinton dice que “cuando analizamos una situación de forma imparcial, primero evaluamos los hechos y después sacamos nuestras conclusiones”. “Por el contrario”, agrega, “cuando miramos un problema a través de una ideología, esta determina de antemano las conclusiones y luego salimos a conseguir los hechos que las respaldan”. 
Las opiniones sesgadas —creencias religiosas, ideologías políticas, exclusiones raciales o conceptos prejuiciados de cualquier clase— interponen entre los hechos y nuestro criterio una nube distorsionadora de la realidad. Una vez adoptadas, rara vez modificamos nuestras opiniones sesgadas. La resistencia al cambio es particularmente evidente en el ámbito de las creencias religiosas o políticas. Dos personas con opiniones diferentes siempre tendrán imágenes distintas de una misma realidad; todos vemos el mundo a través de los ‘ojos’ de nuestras propias opiniones.
No ocurre así en el campo de las ciencias donde predominan los hechos y los puntos de vista evolucionan con los avances científicos. Los investigadores plantean siempre nuevas teorías, desarrollan innovadores modelos de la realidad, y jamás se van a la guerra por sus diferencias conceptuales.
¿Por qué nos es tan difícil cambiar de opinión? ¿Por qué no detectamos la falsedad y el engaño en nuestros sesgos? Las opiniones adquiridas, ya lo dijimos, se incrustan en el código neuronal de nuestro ego y allí entran a formar parte de las reglas que definen lo bueno y lo malo de nuestras decisiones: Correcto es lo que está dentro tales reglas; incorrecto, el caso contrario. Es como sí en un encuentro deportivo tuviéramos al árbitro jugando en nuestro equipo; nuestros errores son tolerados y hasta las jugadas lícitas del otro equipo se vuelven faltas.
Para el ego, nuestras opiniones sesgadas son verdades indiscutibles. El ego actúa como juez y parte: "¿Por qué debo cambiar opiniones cuando mi árbitro, mi manera de ver el mundo, me las está autorizando?" Alrededor de nuestras creencias preconcebidas, a duras penas tomaremos en cuenta enfoques alternativos y jamás aceptaremos con sinceridad la posibilidad de que estamos equivocados.

Gustavo Estrada

lunes, 5 de noviembre de 2012

El gran 'show' de la vida y la consciencia

Entre el comienzo del universo y la aparición de la vida en la Tierra transcurrieron -millón más, millón menos- diez mil millones de años. Y desde este evento hasta el desarrollo de una consciencia primitiva en nuestros primeros antepasados homínidos, los constructores de las primeras herramientas, pasaron otros tres mil quinientos millones de calendarios.

En el 2010, tras cinco breves años de investigación, un grupo de científicos norteamericanos, bajo la dirección del doctor Craig Venter, logró desarrollar la primera célula viviente controlada totalmente por ADN sintético. No obstante la elementalidad de tal célula, el evento es asombroso. Ahora en el 2012, el futurólogo e inventor Ray Kurtweil pronostica que los humanos estaremos produciendo rutinariamente robots conscientes para la década del 2030. No creo que esto suceda.

El inventor norteamericano fundamenta su predicción en el crecimiento exponencialmente acelerado tanto de la capacidad de los computadores como de los desarrollos fantásticos de la biotecnología. “Creo firmemente que nosotros eventualmente llegaremos a considerar a los robots avanzados como verdaderas entidades conscientes”, sostiene Kurzweil. Según el ambicioso futurólogo, tales súper-máquinas no solo tendrán acceso a toda la información digitalizada disponible en la Tierra sino que llevarán programados en sus bases de datos un ‘yo’, un ‘mío’ y un ‘mí’; sus voces digitalizadas se confundirán con las de los seres humanos.
Consciencia es el estado mental que nos permite percatarnos de lo que sucede tanto dentro de nosotros -sensaciones, emociones, deseos y pensamientos- como de lo que pasa ‘allá afuera’. Los robots kurzweilianos generarán, por supuesto, ‘pensamientos’ lógicos y ‘deseos’ calculados -necesito diez tarjetas XYZ999-, y quizás podrán gritar ¡ay! cuando se les esté dañando un circuito integrado. Estoy seguro, sin embargo, de que nunca les dolerá la unidad central de proceso ni jamás se enamorarán de una ‘robota’ vecina.

La vida y la consciencia humanas están íntimamente conectadas. Sin entender el ‘cómo’, me gusta el ‘qué’ de la teoría de Richard Dawkins sobre el origen de la vida. Según el biólogo inglés, la vida comenzó con la formación casual de una extraña molécula capaz de captar materiales a su alrededor, manipularlos de alguna forma, y generar con ellos copias de sí misma. De esa molécula descendemos nosotros.

También me gusta el ‘qué’ de la hipótesis de algunos darwinistas acerca del desarrollo de la consciencia, aunque tampoco asimile su ‘cómo’. La consciencia humana es la recompensa de la evolución a una individualidad progresiva. Las trazas accidentales de consciencia inicial permitieron a los primitivos homínidos el registro de señales de alarma y conveniencia, como ventajas de supervivencia, que se transmitieron y mejoraron en los cerebros crecientes de sus descendientes. El recuerdo de un lugar peligroso ayudaba en la evasión de riesgos; la memoria de una fruta saludable mejoraba la calidad de su alimentación. Del primer humano que en Etiopía balbuceó ¡Eureka! con sus cavernícolas gruñidos hace doscientos mil años, de ese Adán, también venimos nosotros.

Existe la posibilidad teórica de que en un futuro lejano los humanos construyamos seres artificiales conscientes. Sin embargo, los años requeridos para realizar tal logro, aunque no tantos como necesitó la evolución, son bastante más de los que tomaremos los terrícolas, al paso que vamos, para acabar con nuestro Planeta.
Mientras tanto, en los años que me quedan y que no llegarán al 2030, me seguiré maravillando con el show de magia que son la vida y la consciencia. Magia blanca, por supuesto, en la que somos parte del acto. Nunca comprenderemos los encantamientos ni los hechizos que están detrás del espectáculo. Pero me deleito hasta el éxtasis con la entretenida función, sin preocuparme ni por saber quién es el prodigioso mago ni cómo funcionan sus trucos extraordinarios.
 
Gustavo Estrada