lunes, 22 de febrero de 2010

Ego, grego y necesidades humanas

Las necesidades humanas —agua, techo, sexo, prestigio, amistad, trascendencia...— son demasiadas para estructurarlas dentro de unas pocas categorías y, en consecuencia, es difícil construir teorías psicológicas serias que tengan respaldo razonable de las ciencias naturales y sociales. Por su complejidad, es apenas natural que no haya unanimidad acerca del tema.

Las diversas teorías existentes discrepan en número, definición y categorías para agrupación. No obstante tales diferencias, hay dos características —la necesidad de logro y la necesidad de pertenencia— que figuran en la mayoría de las propuestas acreditadas. Logro y pertenencia, como necesidades esenciales del ser humano, aparecen, con denominaciones equivalentes, en la jerarquía de Abraham Maslow, las necesidades adquiridas de David McClelland y la escala de Manfred Max-Neef.

La necesidad de logro, que proviene del sentido de identidad —el ego codificado en nuestro cerebro—, es la necesidad tanto de tener respeto y autoestima como de sobresalir y recibir reconocimiento. La necesidad de pertenencia, que se origina en lo que denomino “grego” —el instinto gregario genético—, es la necesidad de formar parte de algo, sean núcleos pequeños (pareja, familia, círculo de amigos, compañeros de estudios) o grupos numerosos (clubes, barras deportivas, iglesias, partidos políticos). Los animales, en general, tienen ego cero y grego elevado.

El dualismo pertenencia-logro es curioso e interesante por la paradoja que implica. El ego (soy distinto) y el grego (soy igual) nos crean necesidades diferentes que van en contravía; todos sufrimos la tensión que tal dualismo genera. Dice el antropólogo Ernest Becker: “El comportamiento individual excluyente (del ego) se opone al resto de la naturaleza (del grego), generándole a la persona el aislamiento intolerable que justamente necesita para sobresalir”.

El ego tiene un “tamaño” difuso pero real. Es cero cuando nacemos, sube en la niñez y la adolescencia, y alcanza un cierto nivel, más o menos estable pero no fijo, en la madurez. Como casi todo atributo en su expresión extrema, la inflación abultada del ego se convierte en defecto. Los problemas de un ego “crecido” van desde la antipática autoestima excesiva, pasando por la invasión abusiva de lo que no es nuestro y terminando en los terrenos de lo nocivo o lo ilícito. (A propósito, no existe ninguna relación idiomática entre auto-estima-grande y el viejo chiste de los carros gigantescos que compran algunos para poder transportar sus egos). El egoísmo daña inicialmente al individuo y en sus manifestaciones extremas afecta al conjunto social.

Algo parecido puede suceder con el grego exagerado. La fidelidad desmedida a un grupo no ocasiona ningún daño social pero sí es un problema mayor cuando el grupo mismo o su líder transforman al sumiso seguidor en un agresivo fanático del equipo de futbol, de la causa religiosa o del partido político. Para complicar el asunto, los gregos anormalmente altos son excelentes marionetas de otros egos descomunales y manipuladores; la combinación de los dos resulta explosiva —literalmente— para toda la sociedad.

¿Dónde está la línea saludable que marca la satisfacción de las necesidades de logro y pertenencia, la luz roja que nos ordena detenernos? Siendo universales, todos tenemos nuestra cuota de ambas exigencias: pertenencia al grupo para igualarnos y logro individual para ser distintos. La raya no es tan definida como ocurre con las necesidades fisiológicas; bien sabemos cuando estamos saciados de comida o saturados de agua.

Ego y grego comparten un territorio común saludable; si ambos se elevan fuera del rango, se excluyen y son perjudiciales. Los atributos que, como ego y grego, son simultáneamente contrapuestos y complementarios no tienen líneas divisorias claras que demarquen lo razonable. A manera de ejemplo, la firmeza y la tolerancia son ambas cualidades pero demasiada firmeza es terquedad y demasiada tolerancia es apocamiento. La definición de los límites de lo sano entre egos y gregos —entre logro y pertenencia— conlleva pues una dificultad mayor, complicada aún más por el carácter personal de las necesidades humanas (las mías son diferentes de las suyas). No hay respuesta concluyente; la resolución de esta dificultad —la aproximación al apropiado balance y a su vivencia permanente— es el fruto exclusivo de la muy esquiva sabiduría.


Gustavo Estrada
Autor de Hacia el Buda desde el occidente *

lunes, 8 de febrero de 2010

La fe salva aquí en la Tierra

El efecto placebo —la mejoría de un paciente cuando recibe un medicamento inerte o un tratamiento ajeno a la enfermedad— tiene en jaque a la farmacología. Cuando un enfermo se alivia, ¿curó la droga formulada? ¿El médico que la prescribió? ¿Ambas cosas? ¿O simplemente la fe? Hay buenas razones para creer que en cualquier tratamiento la expectativa positiva del paciente, generada por la fe que le inspira el facultativo, juega un papel fundamental en la recuperación; en algunos casos, el poder de convicción del recetador relega a segundo plano la acción curativa de la receta.
Seamos claros: Los placebos nunca le darán mate a los fármacos y la partida de ajedrez jamás se va a terminar; hay hoy y habrá siempre drogas sanando dolencias y salvando millones de vidas. Pero la extraña forma cómo funciona el efecto placebo está complicando sobremanera la verificación de la bondad de las drogas en desarrollo.
Una serie de análisis comparativos efectuados durante los últimos años pone ahora en entredicho la efectividad no de un nuevo producto, todavía en etapa de prueba, sino de uno de los desarrollos farmacológicos más exitosos de los tiempos recientes, los denominados inhibidores selectivos de la recaptura de serotonina (ISRS), que están en el mercado desde 1986. Antes de estas evaluaciones, nadie se había atrevido a cuestionar la acción benéfica de los ISRS —Prozac, Paxil y Zoloft, entre otros— en el tratamiento de la depresión, los pánicos, la ansiedad social y los desórdenes obsesivos compulsivos. Sólo en los Estados Unidos, unos veintiocho millones de personas utilizaron antidepresivos durante el año 2008 y generaron ingresos a la industria farmacéutica por 9.600 millones de dólares.
El primero de estos estudios fue realizado por los investigadores Irving Kirsch y Guy Saperstein de la Universidad de Connecticut en 1998. Para comenzar, los doctores Kirsch y Saperstein confirman que los antidepresivos sí producen resultados positivos, notables en muchos casos. Ellos, sin embargo, resolvieron profundizar en el cómo del éxito hurgando la documentación que respaldó la aprobación de los ISRS. En su exploración, Kirsch y Saperstein encontraron que los conejillos de control, quienes recibieron pastillas inertes durante los paralelos clínicos, también experimentaron mejoría en sus síntomas depresivos en el 75% de los casos. Dicho de otra forma, sólo un 25% del alivio de quienes tomaron la droga real es atribuible a los ISRS; ganan pues aquí los placebos por tres a uno.
Kirsch extrapola su escepticismo en los antidepresivos y su confianza en el efecto placebo para poner en duda el 25% que favorece a los ISRS. Según el psicólogo norteamericano, muchos fármacos tienen frecuentemente efectos colaterales negativos en tanto que las píldoras paralelas no hacen ni fu ni fa. Aunque ninguno de los voluntarios de los estudios sabe lo que le están dando, todos confían estar recibiendo la droga experimental y, en consecuencia, esperan mejorías a su problema. Cualquier malestar tolerable (náuseas, estreñimiento, disminución de libido) les anuncia su buena fortuna y, con un efecto placebo “de segundo nivel”, terminan experimentando el alivio deseado por la razón equivocada.
Por el “milagroso” efecto placebo, una droga “inútil” puede sanar en muchos casos y, así hubiera algo de brujería —de “placebería— en el asunto, mal harían los entes reguladores en retirarla del mercado. En el caso de los antidepresivos, llorarían los millones de beneficiados a quienes los ISRS les “han devuelto su vida normal”.
¿Qué pueden hacer los investigadores y los laboratorios ante estas paradójicas situaciones? La respuesta obvia —descubrir el funcionamiento del efecto placebo para activarlo a propósito— no es conducente y los científicos tienen pocas ideas acerca de cómo iniciar tal proyecto. Encontrar un algo del que se ignora todo —qué, cómo, dónde, cuándo, por qué— parece misión imposible.
Nuestro organismo posee unos mecanismos extraordinarios de recuperación y balance que retornan el equilibrio biológico normal cuando hay agentes externos que lo perturban. Por razones desconocidas, estos mecanismos dejan a veces de funcionar —se quedan en PAUSA— ante las amenazas que nos enferman y que deberían poder manejar. El efecto placebo, cuando de forma extraña entra en acción, vuelve a poner el proceso restaurador en marcha e inicia la curación. La fe —en la droga, en el agua bendita, en la poción mágica, en el médico, en el santo, en el curandero— es la que oprime el botón de “PLAY”. Desafortunadamente pa ra la ciencia médica, ella, la invisible e inexplicable fe, es la única que tiene en sus manos un CONTROL REMOTO.

Gustavo Estrada
Autor de Hacia el Buda desde el occidente *