martes, 30 de septiembre de 2008

El Tamaño del Ego *

El tamaño de mi ego (y del ego de cualquier persona) es, además de variable, extremadamente difuso. El ego no es una entidad con límites, bordes o marcos de referencia; tampoco tiene peso, masa o volumen, ni hay metros, básculas o probetas graduadas que puedan dimensionarlo. La parte visible, audible y perceptible de mi ego está conformada por su expresión, por las actuaciones que él programa para que yo ejecute, esto es, por mi comportamiento físico y emocional. La parte invisible, silenciosa e imponderable, la que yo llevo y siento en mi interior, la constituyen todas las codificaciones cerebrales de lo que me identifica, caracteriza y diferencia, de lo que es mío (versus lo que es ajeno), de lo que yo soy (versus lo que son los demás). De esta identificación y de esta delimitación —del miedo a no ser y del miedo a perder lo que es mío— provienen los apegos y los fastidios, las ansias y los rechazos, las compulsiones y las aversiones, las adicciones y las fobias, las pasiones y los odios; en menos palabras, desde allí se origina el sufrimiento emocional que la psicología budista reconoce como una característica de la naturaleza humana.
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No es posible medir el ego de nadie. De hecho, no se puede dimensionar ningún fenómeno mental, sea un sueño, un pensamiento o una emoción. Se puede hablar de un sueño más vívido que otro, un pensamiento más claro que otro, una emoción más fuerte que otra. En los tres casos, las primeras situaciones utilizan más neuronas que las segundas. Y esto es todo lo que se puede decir del tamaño de los eventos mentales. No hay duda, eso lo sabemos, que hay egos más grandes que otros; todos conocemos a alguien cuyo ego no cabe en su despacho y frecuentemente requiere de un vehículo grande para transportarlo.
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Existen numerosas pruebas que buscan cuantificar o, al menos, calificar las tendencias innatas y los comportamientos demostrados. Tales mediciones, sin embargo, apenas cubren características específicas del individuo, tales como religiosidad, disciplina, generosidad, introversión o gula, y siempre lo hacen en cifras porcentuales con respecto a la muestra total (nunca en valores absolutos). Pero ni siquiera con porcentajes se puede estimar la dimensión del ego; no obstante, un atributo que va de cero en un recién nacido hasta un cierto nivel en un adulto ha de tener una magnitud.
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A pesar de la imposibilidad de medirlo, el tamaño del ego no es constante. Justamente su elasticidad —la capacidad que tiene el «propietario» del ego de disminuirlo y de llevarlo a una expresión mínima— es la que abre la puerta a la posibilidad de disminuir el sufrimiento. De aquí proviene la creciente importancia que está adquiriendo la psicología budista en el tratamiento de desórdenes como los comportamientos compulsivos, las fobias, la depresión y la dificultad de concentración. El dolor físico es muchas veces inevitable; el sufrimiento emocional, en cambio, siempre es opcional. La existencia del sufrimiento es un hecho que todos presenciamos o vivimos; la perspectiva de eliminarlo es lo que lo convierte en opcional. Esto, incluyendo la forma de cómo hacerlo, es lo que enseñó el Buda.

Gustavo Estrada
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jueves, 11 de septiembre de 2008

Sobre la inteligencia *

Durante el último medio milenio la historia de la anatomía documenta la curiosa costumbre de utilizar la tecnología más avanzada de cada época como el modelo definitivo del funcionamiento del cerebro humano. El primer símil fue con el reloj en el siglo XVI; posteriormente con la máquina de vapor, en el siglo XIX; luego con los conmutadores telefónicos, en la primera mitad del siglo XX y, en las décadas recientes —por supuesto— con los computadores electrónicos. Todas estas comparaciones han resultado inadecuadas, así sonaran razonables en su tiempo, y todas se han quedado cortas —cortísimas— al cotejar equipos de fabricación humana con el prodigio extraordinario del órgano que las diseñó.
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Jeff Hawkins, arquitecto de numerosas tecnologías y exitoso empresario de California, resolvió hace veinte años darle vuelta completa a la metáfora y recorrerla en contravía. En vez de partir de equipos ya inventados para crear asociaciones, Hawkins decidió entender primero las operaciones del cerebro —más específicamente de la corteza cerebral— y arrancar desde allí hacia el diseño de una nueva tecnología. Con semejante reto en mente y después de estudiar por su propia cuenta numerosos textos de neurología y de trabajar con muchos científicos, el ambicioso empresario inicia un proyecto monumental —sino quimérico— para diseñar y construir equipos electrónicos que operen de manera similar al cerebro humano. Numenta, una empresa fundada por Hawkins en 2005, tiene como misión la puesta en marcha de tal iniciativa. Su libro Sobre la inteligencia (On Intelligence, en inglés), escrito con la periodista científica Sandra Blakeslee, describe el razonamiento que está detrás de su aventura, los factores que respaldan la idea, los obstáculos que la hacen extremadamente compleja y las evoluciones científicas que contribuirán a su materialización.
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Exceptuando un capítulo complejo y difícil de leer, dedicado al modelo detallado del funcionamiento de la corteza cerebral, la delgada capa de treinta mil millones neuronas que rodea el cerebro, Sobre la inteligencia es un libro entretenido y didáctico. La descripción de los cuatro atributos de la corteza cerebral que la hacen radicalmente diferente de los computadores electrónicos es fascinante. El primer atributo es el almacenamiento de secuencias de patrones (y no de datos aislados interrelacionados por bases de datos) que permite el registro y recordación de relatos o series. El segundo es la capacidad de retomar un relato o una secuencia completos con solo una fracción de cualquier parte del mismo, sea del inicio, de un punto intermedio o del final, sin necesidad de tener acceso al patrón completo. El tercero es la conservación de la esencia de un patrón aunque el resto de la información sea variable (por ello reconocemos objetos incompletos o identificamos personas que no hemos visto en años a pesar de los cambios de edad, contextura o maquillaje). El cuarto, el capítulo complicado del libro, es el almacenamiento de los patrones en una estructura jerárquica.
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Estos atributos le proveen a la corteza cerebral una capacidad intelectual diferente a aquellas propuestas en interpretaciones anteriores. Según Hawkins la corteza es un órgano de predicción; predecir es la función principal del cerebro humano y esta capacidad es el cimiento mismo de la inteligencia. Las neuronas involucradas en cualquier actividad (o neuronas asociadas a ellas que pueden no haber sido descubiertas aún) se activan con anterioridad a la llegada de las correspondientes señales sensoriales, sean éstas luminosas, auditivas o táctiles, anticipando los eventos a ocurrir con base en todos los patrones que tiene la corteza en su memoria. Por ejemplo, cuando alguien entra a un restaurante donde nunca ha estado, puede “predecir” con un buen grado de certeza en qué dirección se encuentra el baño. Si al completarse el evento el resultado coincide con las expectativas (ello ocurre la gran mayoría de las veces), el dueño del cerebro ni siquiera se da cuenta de que en el proceso ocurrió una verificación. Si, por el contrario, las expectativas no coinciden con la realidad, ocurre una sorpresa, una corrección y un aprendizaje que eventualmente genera nuevos patrones.
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En la perspectiva de Hawkins, el cerebro humano es un órgano que construye modelos basándose en patrones y analogías y con ellos genera creativas predicciones. Cuando no encuentra correlaciones, se las inventa, a como dé lugar, siendo muchas de ellas descabelladas. De estas invenciones resultan la pseudociencia, los prejuicios, la intolerancia y las religiones.
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El concepto de predicción que Hawkins desarrolla en 1986 —recordemos que él no es un neurólogo de profesión— es más tarde confirmado en estudios científicos independientes. Dice Rodolfo Llinás de la Universidad de Nueva York en 2001: “La capacidad de predecir el resultado de eventos futuros es ultimadamente la más común de todas las funciones globales del cerebro”.
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Creo que el desarrollo de máquinas realmente pensantes es un proyecto irrealizable pero que con seguridad llevará a muchos nuevos descubrimientos. El brillante emprendedor reconoce que sus aspiraciones no llegan hasta el modelaje la consciencia ni a la producción de máquinas que digan “yo”; sus intereses principales apuntan al desarrollo de computadores con visión, al diseño de robots pensantes y a la construcción de máquinas con capacidad de aprender. La invitación a la ambición de las nuevas generaciones para que se unan de alguna forma a la gran idea se sale del contexto del tema central; el utilitarismo no debería ser la fuerza motriz de los desarrollos científicos. Pero, sin lugar a dudas, desde mi punto de vista de aficionado a las ciencias cognitivas, las solas explicaciones del funcionamiento la corteza cerebral (supongo que más de un neurocientífico puede estar en desacuerdo con ellas) y el concepto de predicción como fundamento de la inteligencia ameritan con creces la lectura de este excelente libro.

Gustavo Estrada
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